EN UN LUGAR DEL CORAZÓN
Pedro
Ruiz-Cabello Fernández
1
Hay sucesos en la vida que resultan inapelables, aun cuando a veces se
crea que hubieran podido evitarse, quizá porque hubo un momento en que las
cosas habrían discurrido de diferente manera si se hubiera actuado de otro
modo. Son encrucijadas en las que uno tiene que elegir un determinado camino,
obligado por la premura con que se desenvuelven los hechos, instantes en los
que se decide con la conciencia de que tal vez lo que se elige no sea lo más
conveniente, pues en tales casos concurren otras fuerzas que quizá son más
poderosas que las razones que nos hubiesen llevado a escoger lo más adecuado.
Con el paso del tiempo, sin embargo, uno se da cuenta de que aquello era
lo que para él estaba destinado: si ocurrió de aquella forma, era porque
inevitablemente había de ocurrir así, como si fuera acaso el producto de una
conjunción de oscuros mecanismos que lo hubieran propiciado. Es una certeza que
poco a poco va madurando, a medida que otros sucesos posteriores confirman el
puesto que a cada cual le ha tocado ocupar en el mundo, porque está claro que
todos representamos un papel en este gran teatro de la existencia humana, un papel
que tal vez nos ha sido impuesto por una mente superior.
Todas estas reflexiones son el resultado de lo que yo he vivido, de lo
que yo he experimentado precisamente a partir de un momento crucial de mi vida,
sin el cual sería imposible explicar los que sobrevendrían después. Siempre
hay, en fin, un punto concreto que lo justifica todo, un punto al que remiten
indefectiblemente todos nuestros pensamientos cuando tratamos de encontrar la
clave de una determinada inclinación. Parece como si los pasos que hubiéramos
dado tuvieran que retroceder siempre al mismo sitio, del que un día partimos
para aventurarnos con más o menos decisión por el mundo.
He aprendido también de todo esto que hay errores que no son tenidos como
tales al principio pero que después condicionan a las personas para siempre,
errores que por eso mismo no pueden ser reparados nunca, por mucho que nos
empeñemos en mitigar sus efectos. He dicho que en mi caso hubo una experiencia
que fue determinante, un error camuflado de verdad que me habría de marcar ya
para el resto de mis días. Sin embargo, antes de referirme a él, he de contar
más detalles sobre mí mismo que considero fundamentales para comprender lo que
me pasó.
Soy el menor de cuatro hermanos, una condición que puede parecer a veces
insustancial pero que para mí ha sido muy importante, especialmente por lo que
hubo de influir en las reacciones que yo he tenido, en gran parte dominadas por
una especie de orgullo compulsivo, al que de ningún modo podía entonces
sustraerme. Lo que yo hice, movido por esta condición, fue seguir la estela que
otros habían dejado, sin la cual era difícil que encontrara una orientación
precisa. Me acostumbré, en fin, a obedecer, a ser el último en todas las
determinaciones que se tomaban en mi casa. Por una razón que parecía natural, a
mis hermanos mayores se les asignaban unas obligaciones de las que yo, por mi
edad, estaba exento: a ellos se les consideraba ya más responsables, en tanto
que a mí se me atribuían cualidades que eran propias de un niño. Quizá por esta
misma protección de la que era objeto, mi padre resolvió que permaneciera más
años en la escuela, donde había de recibir la formación que no habían podido
tener sus otros vástagos. Es algo que no supe valorar entonces, ya que para mí
la escuela era un lugar donde tenía que someterme a unas reglas muy severas,
siempre bajo la estrecha vigilancia del maestro, un hombre muy recto al que
llegaría a temer bastante. Me di cuenta de lo que esto supuso más tarde, cuando
me vi obligado a utilizar los recursos que allí había adquirido, en una época
en la que todo era ya diferente para mí.
Yo había nacido en una familia muy modesta, sobre todo si se la comparaba
con otras muchas de aquel tiempo. Mi padre labraba treinta marjales de tierra,
heredados de unos tíos que habían quedado sin descendencia; con gran esfuerzo,
había logrado sacar el máximo rendimiento a tan escaso patrimonio, del que
siempre decía sentirse muy orgulloso. Al contrario de otros labriegos, él nunca
se quejaba de su suerte, sino que todo lo acataba como algo que formaba parte
de una cadena de hechos irremediables, de los que más tarde o más temprano
habría de beneficiarse. Yo lo recuerdo como un tipo enjuto, despejado de
frente, con los ojos hundidos, con un bigote muy lacio que casi amenazaba con
precipitarse sobre su boca. Hablaba poco, a no ser que algún tema despertase en
él resquemores adormecidos. La sobriedad de su talante se conformaba por lo
general bastante bien con las circunstancias a las que tenía que enfrentarse,
quizá porque desde pequeño se había visto forzado a adaptarse a un medio que le
resultaba siempre muy duro, en el que necesariamente había de esforzarse si
quería de veras sobrevivir.
Mi madre, en cambio, era una mujer débil, de cara sonrosada, con la
mirada siempre anegada en una luz titubeante. Sus costumbres apenas se
diferenciaban de las que seguían otras mujeres, sobre todo si pertenecían a la
misma localidad. Casi siempre estaba atareada, pues eran muchas las labores que
había de realizar en la casa, no solo concernientes a la cocina o a la limpieza
sino también al cuidado de los animales que había en las cuadras del corral.
Igual que mi padre, ella no protestaba por lo que estuviese haciendo: lo tomaba
todo como una obligación de la que no podía eximirse, con la que tenía que
convivir siempre.
Elvira, el lugar donde nací, era entonces un pueblo pequeño, situado al
pie de una cadena de cerros pedregosos, calvos y grisáceos en sus cumbres,
rodeados de colinas pobladas de olivares. La vega, como un mapa gigantesco,
desplegaba delante de ella su interminable serie de nacionalidades y de
accidentes, representados por unos espacios muy reducidos si se contemplaban
desde la distancia, cada uno de una tonalidad diferente, según el tipo de
sembrado o de terreno que hubiese en él.
Al verde de los maizales le sucedía en determinados periodos del año el
verde más oscuro de las choperas, agolpadas en la lejanía en una mancha
compacta de tintura que hubiese quedado en el paisaje, junto a los ocres y a
los rojos casi difuminados de las besanas, alumbradas por un sol de cobre.
Las casas de Elvira se arracimaban en torno de la iglesia, con su esbelta
torre descollando sobre el cielo azul de la vega. En su calle principal
confluían todas las demás, algunas de ellas empinadas y tortuosas, con sus
fachadas de enrejados ventanales y sus tapias alabeadas de patios y de
corralizas. En la parte alta del pueblo, tras las últimas bardas, se hallaban
las eras, unas parcelas de suelo empedrado entre las que se intercalaba algún
terrizo, con toscos linderos de adobes, casi ya en el límite con los cerros,
sobre el que culebreaba un estrecho camino de tierra entre balates jalonados de
almendros y de olivos.
El haza de mi padre se encontraba a poca distancia de Elvira, en un
enclave que resultaba bastante pintoresco, con espacios de labor circundados
por gruesos muros de piedra, con bancales en los que se sembraban diferentes
clases de hortalizas. Desde allí, en los días claros de invierno y de
primavera, se divisaba un hermoso panorama del campo, con la ciudad de Granada
recostada al pie de unas colinas sobre el inmenso telón de la sierra,
empavesado de festones de nieve.
Mi infancia, pese a todo, fue muy feliz.
Aunque no gocé de los privilegios de otros niños, pertenecientes a familias
mejor acomodadas que la mía, puedo decir que no carecí de los esparcimientos
que eran más comunes entre ellos, quizá porque a los niños lo que más los une
son los juegos, por muy elementales que después lleguen a parecer. En aquella
época pasé con mis amigos muchas horas en los corrales; nos encaramábamos en
sitios que nos resultaban bastante peligrosos para nuestra edad: nos atraía el
riesgo, tras el cual alcanzábamos la gloria que solo estaba reservada a los que
se atrevían a superar sus prevenciones; desde lo alto de las bardas,
disfrutábamos del panorama que se ofrecía al otro lado de los muros, a la
manera de unos exploradores que avistan el territorio por el que dentro de poco
han de aventurarse. En las cámaras y trojes nos encantaba sumergirnos bajo los
montones de semillas que allí se almacenaban: sería muy difícil explicar por
qué nos gustaba tanto hundirnos en ellos, describiendo sobre su superficie
rutas que se iban borrando a medida que nos alejábamos del punto del que
hubiésemos partido.
Para la imaginación de un niño, cualquier cosa
puede ser atractiva, sobre todo si reúne cualidades que despiertan su
curiosidad o que excitan su fantasía. La realidad, por muy anodina que se
presente, es transformada a menudo a su antojo, convirtiéndose en algo muy
distinto de lo que los adultos piensan sobre ella. En aquellos lugares de mi
infancia, mugrientos y cubiertos de polvo, con aperos de la labranza arrumbados
en los rincones, todo era propicio para que jugáramos, para que nos
embarcáramos en aventuras sin término, en las que con frecuencia éramos jinetes
indómitos que atravesaban una tormenta, montados con gallardía en sus ágiles
corceles, bandoleros de tez curtida y manos de salvajes que se volvían
bondadosos para socorrer a los pobres, según las historias que oíamos en la
penumbra de los portales, mientras intentábamos conciliar el sueño en los
anocheceres morados del estío.
Ernesto, entre todos mis amigos, fue el que mejor
congenió conmigo. Como éramos de familias de muy parecida clase, no nos fue
difícil hallar entre nosotros compatibilidades, con las cuales fuimos asentando
una amistad muy sólida. Entre sus
virtudes, destacaba sin duda la de la osadía, muy apreciada por los niños
cuando tienen que afrontar alguno de los numerosos peligros que los acechan;
con su genio travieso nunca se arredraba ante nada, sino que siempre estaba
dispuesto a emprender nuevas experiencias, aun cuando no supiese muy bien
adónde lo encaminaban. Tenía la mirada inquisitiva, como si siempre estuviese
recelando de todo lo que se le ofreciese, alertado por indicios que solo él
acaso barruntase.
Yo, Gabriel, era también de natural muy
impulsivo, aunque quizá en mí obraban otras razones, muy diferentes tal vez de
las que moviesen a Ernesto. Al contrario de él, yo tendía a refrenar a veces mis
decisiones cuando observaba que podían acarrearme algún daño: lo hacía como un
modo de preservar mis intereses, como una forma de evitar situaciones que
habrían de resultarme en el futuro muy enojosas. Casi se diría que tenía un
sexto sentido, con el cual sorteaba aquello que a mí no me conviniese, a pesar
de que había también momentos en que me dejaba arrebatar por la temeridad que
impulsaba a Ernesto, quizá porque un niño no puede estar todavía maduro para
rechazar todas las tentaciones que se ciernen sobre su mente.
Es un tiempo lejano que a veces vuelve a mí
cuando menos lo espero, disgregado en escenas que me cuesta retener en la
memoria, instantes en los que me veo entretenido en algún juego que se hubiese
prolongado más de lo preciso, en un atardecer de invierno que casi de improviso
se torna frío y desapacible, con un tono malva que se extiende sobre el fondo
azul del cielo, con manchas de melocotón y de fresa esparcidas entre sus nubes.
Un espacio oscuro que se llena de recuerdos, de formas que adquieren perfiles
cada vez más concretos, reflejos de luz que todavía quedan prendidos de los
tejados, arriates en los que crecen plantas de diferentes tamaños, muñones de
enredaderas que se hallan deshojados, todo envuelto en una atmósfera que se me
antoja muy conocida, como si perteneciera a un sueño que hubiese tenido muchas
veces.
A mi padre lo veía muy poco, pues se levantaba
muy temprano y no volvía a la casa hasta que no se hacía casi de noche, cuando
yo ya estaba a punto de irme a la cama. Era un hombre de costumbres muy
rígidas, sin duda determinadas por el medio en que naturalmente se movía, al
cual hubieron de adaptarse también mis hermanos mayores, a una edad en la que
yo todavía estaba en la escuela. Quizá por ello quien más ascendencia habría de
tener en mí era mi madre, una mujer de modales muy tranquilos con la que
acabaría sintiéndome bastante seguro.
En los periodos en que llovía, sin embargo, todo
parecía volver a una normalidad que se hubiese vulnerado por el trabajo: con
las lluvias los hombres se veían obligados a suspender sus tareas en el campo,
por lo que mi padre y mis hermanos podían permanecer más tiempo con la familia.
Yo casi agradecía que fuese así, aun cuando sabía que tal circunstancia no
debía de ser muy favorable para los frutos, especialmente si las lluvias no
remitían. Me acuerdo de que los días se hacían muy breves, pues la luz se iba
demasiado pronto, sustituida por una penumbra gris chorreada de humedad y de
misterio.
Son fragmentos de mi niñez que se entrelazan con
otros que pertenecen ya a la adolescencia, a una época que se me figura de unos
perfiles más precisos, cuando la escuela dejó de ser ya el lugar que había
sido, pues me hallaba en una fase terminal, en los cursos en que había de
concluir mi etapa de escolarización.
Tendría trece años cuando me incorporé al mundo
del trabajo, si bien contaba ya con un bagaje cultural que nunca abandonaría.
Debido a mi larga instrucción, conservé hábitos que me habrían de ser muy
útiles, como sería sobre todo el de la escritura, con el cual llegaría a
garantizarme mi subsistencia.
He dicho antes que disponía de un sexto sentido
que no me impedía sin embargo caer en muchos errores, propiciados casi siempre
por un incorregible impulso que acababa dominándome. Son, en fin, las contradicciones
en las que muchas veces se incurre, pues no hay nadie perfecto en este mundo.
En la adolescencia, estas tendencias son quizá más acusadas que en otros
momentos, debido quizá a los cambios corporales que se producen en ella. Son
propensiones que resultan hasta cierto punto naturales, en especial si se
tienen en cuenta tales razonamientos.
Mi caso no pudo ser distinto de otros de mi
entorno. Viví la adolescencia de un modo muy brioso, pues a los esfuerzos que
había de hacer ahora en el campo se sumaban todas las actividades que realizaba en la calle, todos los
movimientos a los que estaba sujeto para mantener las relaciones de amistad que
ya había establecido, entre las que por supuesto seguía destacando la de Ernesto,
con el cual seguía congeniando mejor que con ningún otro vecino.
Por su carácter extrovertido, Ernesto había dado
ya en aventurarse en algunos escarceos amorosos, todos ellos de poco alcance a
causa de las convenciones de aquellos años, en los que las chicas habían de
estar sometidas a los estrechos mandados de los padres. Con gran astucia, mi
amigo conseguía sortear las vigilancias que sobre ellas caían, dándose trazas
para entrevistarse a escondidas con la que más le gustase, la cual solía
acceder con facilidad a sus caprichos. Eran conquistas que él pregonaba muy
ufano entre los demás, presentándolas como unas experiencias maravillosas que
había que vivir para poderlas imaginar.
Aunque a mí me habían empezado a gustar ya
algunas vecinas, la verdad es que no comprendí lo que realmente esto significa
hasta que no me dio por fijarme en Ana, una muchacha pelirroja que terminó por
acaparar toda mi atención, quizá porque ella ya me hubiese elegido antes a mí,
como suele ocurrir en muchas relaciones.
Tenía yo dieciséis años cuando comencé a tratarla.
Me la presentó un amigo en la calle de forma casual, una tarde en que se
celebraba en el pueblo una festividad importante Como había empezado ya a
gustarme, no quise desaprovechar la ocasión para hablar un rato con ella. Fue
un encuentro breve, durante el cual intercambiamos impresiones sobre lo que se
estaba celebrando. Aunque hablamos realmente muy poco, yo colegí que era una
persona bastante simpática, pues desde el primer momento había sabido captar mi
atención con expresiones y con gestos que resultaban muy agradables; me di
cuenta además de que yo también debía de interesarle, ya que me sonreía mucho
mientras conversábamos, como si no quisiera tampoco perder la oportunidad que
se le presentaba.
Desde entonces, casi no dejé de pensar en ella. Por
esas sospechas que yo tenía, empecé a concebir la posibilidad de que entre los
dos pudiese surgir una relación especial. Le tomé así mucho cariño: cada vez
que nos volvíamos a encontrar en algún lugar de Elvira, nos saludábamos de un
modo muy afectivo, como si hubiéramos reservado todas nuestras emociones para
ese momento; y aunque no nos dijéramos nada, expresábamos lo que sentíamos con
una sonrisa de cálido reconocimiento, en la cual estaban contenidos todos
nuestros afectos.
Otras veces era una mirada tierna, sorprendida
quizá al azar en el rostro, una mirada que venía a posarse con dulce
determinación en los ojos del otro, provocando en ellos un súbito desconcierto
que no pasaba desapercibido por quien lo hubiese ocasionado. Ella, con más
paciencia quizá que yo, iba convirtiendo nuestros encuentros en una trama que
parecía muy bien organizada, pues con su estrategia iba consiguiendo que aquel
cariño se transformara en mí en algo desmedido, en un sentimiento que ya no
podía tener ningún control.
Todo este proceso tuvo su punto culminante en el
día en que yo le insinué lo que me pasaba. Sin poderlo evitar, me puse a
conversar con ella en un tono más íntimo, después de que los dos hubiéramos
coincidido en el cancel de la iglesia. Ella llevaba el pelo recogido en un
moño, aquel pelo rojizo que tanto la embellecía cuando lo tenía suelto,
envolviendo su semblante en una aureola de fuego. La encontré muy guapa, quizá
porque en mi imaginación hubiese llegado a desvirtuar sus rasgos,
confiriéndoles propiedades que deformaban el encanto que poseían en la
realidad: sus ojos, de un tamaño desmesurado, se clavaban en los míos con
fingido desafío, con una morosidad que me parecía entonces muy tentadora. Sin
poderlo evitar, como decía, me puse a hablarle de lo que experimentaba cuando
la veía: le revelé que me inspiraba mucho cariño y que deseaba ser desde
entonces su amigo, un amigo fiel que estaría dispuesto siempre a ayudarla
cuando más falta le hiciera. Sin apartar la vista de mí, ella aceptó mi
ofrecimiento con una sonrisa, dando a entender que lo hacía de muy buen grado,
complacida con todo lo que yo le había revelado.
Desde ese instante nada fue igual para mí. El
amor, como un puñal, abrió una profunda herida en mi pecho, una herida en la
que se mezclaban sensaciones muy diversas: un ardor que no hallaba freno
alternaba con una ansiedad sin límites, con unos deseos inconmensurables por
hacer feliz a la persona que los había originado. Un desasosiego muy grande a
veces me tenía trastornado: necesitaba ver a Ana para calmarlo; necesitaba
hablar con ella de nuevo para comunicarle lo que sentía, para decirle
claramente todo lo que ella en mí había suscitado, aquel volcán de amor en que
se había convertido mi corazón desde que hablamos por última vez en el cancel
de la iglesia.
Los días transcurrían para mí con una lentitud
exasperante. El trabajo se me hacía insufrible en el campo: quería acabar
cuanto antes para volver al pueblo, para pasear por sus calles con la esperanza
de que se produjera un nuevo encuentro. Había momentos en que creía atisbar
alentadoras señales: pasaba por delante de la casa de Ana con la fundada
ilusión de que ella se asomara a la puerta, advertida también por algún indicio
que vislumbrara en su entorno, por una corazonada que se conformara en su
interior. En dos o tres ocasiones ella lo hizo y yo pude saludarla desde la
acera con un gesto ansioso de la mano, al que ella respondía de inmediato con
una invariable sonrisa. Eran instantes que yo recordaba después con intensa
emoción, tratando de evocar la escena con la mayor exactitud, en un intento por
revivir los sentimientos que en ella había experimentado.
Ahora, después de tantos años, estoy convencido
de que este tiempo de prueba y de búsqueda a veces infructuosa es muy
necesario, quizá porque así aumenta el enamoramiento que en nosotros se hubiera
iniciado, un enamoramiento que solo crece con las dificultades o con los
inconvenientes que en su desarrollo se hubieran presentado. Las cosas solo se
aprecian realmente cuando se consiguen con esfuerzo, cuando se anhelan con la
intensidad de quien persigue un sueño que parece imposible.
Descubrí, con aquella experiencia, que yo era más
sentimental de lo que hubiese creído: al contrario de Ernesto, que era más
inconstante, en mí los sentimientos tenían mucho más arraigo; los vivía con una
pasión desorbitada, con un furor incontenible, como si el hecho mismo de
albergarlos fuera ya una razón suficiente para tratar de apurarlos.
Fue algo turbador que me proporcionó mucha
inquietud, quizá porque no estaba seguro de ser correspondido: era una
felicidad tan grande la que tal certeza me depararía, que siempre estaba
buscando motivos para desconfiar de ella, como si yo no fuese capaz de
cobijarla. A los gestos de uno y de otro los reemplazaron después las palabras,
las palabras que deslizábamos sutilmente en las conversaciones que con otros
amigos manteníamos: daba la impresión de que queríamos prolongar la
incertidumbre, en un juego que a los dos nos conviniese, de acuerdo con unas
reglas que hubiésemos convenido hasta que se resolviera de algún modo la
situación en que habíamos caído.
Llegó a tal grado mi turbación que un día me
aposté enfrente de su casa, decidido a esperar allí hasta que pudiese hablar
con ella. No me importaba que la gente me viera y sospechara que algún interés
me movía, posiblemente relacionado con quienes se alojaban en aquella vivienda.
Aguardé más de una hora, casi sin moverme, fingiendo a veces que esperaba a
alguien que hubiese de pasar por allí.
Ana salió para visitar a unos parientes. Cuando
ya estaba en la calle, la abordé, antes incluso de que se hubiera percatado de
mi presencia. Por el sobresalto que le causé, deduje que le resultó muy grata
mi aparición. «Ah, eres tú», musitó casi
sin querer, como si viese en mí a alguien que le pudiese hacer mucho bien. «Me
alegro de verte», contesté con cierto aplomo, sabedor de cuál debía de ser mi
papel. La conversación que entablamos fue al principio muy sencilla, mientras
yo la acompañaba hacia su lugar de destino. Ella, al contrario de otras veces,
parecía dispuesta a secundarme en mis intenciones, quizá porque había
comprendido desde el comienzo cuáles eran. Fue un trayecto corto que los dos
recorrimos con mucha calma, tratando de demorar nuestra improvisada entrevista.
Cuando ya llegábamos a la casa de los parientes, yo le propuse con mucha
gentileza continuar el paseo: aduje que me sentía muy a gusto en su compañía y
que me apetecía seguir paseando con ella, aun a riesgo de que la gente nos
viera. A Ana le pareció bien y sonrió complacida de una forma que a mí me hubo
de causar gran impresión, como si en ella viera una halagadora señal de lo que
a continuación se había de producir. Comprendí que todo me sería propicio y que
me bastaba cualquier gesto para conseguir lo que me proponía. «Quiero ser tu
novio», le dije sin ninguna dilación a Ana, decidido a dar un paso definitivo
en nuestra relación. Ella se vio de pronto algo sorprendida por mi temeridad:
se quedó callada sin saber qué decir, aturdida por una declaración que tal vez
le resultaba demasiado precipitada. Yo, como era natural, aguardé con ansiedad
su respuesta, consciente de que de ella dependía en ese instante toda mi vida.
Fueron quizá varios segundos, durante los cuales se me cruzaron por la mente
muchos pensamientos, todos ellos confusos, mezclados con la posibilidad de que
Ana me respondiera con una negativa. «Yo también deseo ser tu novia», replicó
por fin con serenidad, como si estuviera muy segura de qué había de contestar.
Yo nunca había creído que toda la felicidad del mundo se me pudiera presentar
de aquella manera, con una respuesta tan rotunda, con palabras que parecían
tener ahora un significado diferente, un sentido especial del que antes
hubiesen carecido. «Tú me has gustado desde que te conocí −me vi obligado a
confesarle−. Creo que he encontrado a la persona ideal para mí». «Todas las
tardes te estaré esperando en la puerta de mi casa», apuntó ella antes de
llegar a la de sus parientes, satisfecha del fruto inesperado que había
cosechado con aquella rutinaria visita.
Así comenzó todo. Lo que sobrevino después fue
una sucesión de actos y de conversaciones que parecían estar ya establecidos en
nuestro destino, como si lo que hubiéramos de hacer apenas se pudiese desviar
de lo que ya estuviese determinado en él. Vivimos momentos muy apasionantes,
con los cuales nuestro amor fue afirmándose de un modo cada vez más seguro: era
como un fuego que crecía y que henchía nuestros corazones de una manera
constante, un fuego paulatino en el que los dos nos consumíamos, unidos en una
misma llama ardorosa que ocasionaba en nosotros emociones imprevistas. Fue un
dulce desasosiego que no lográbamos mitigar de ninguna forma, una honda
inquietud que nos impulsaba a querernos y a buscarnos con desesperación, sobre
todo cuando la ausencia agusanaba nuestras entrañas con insoportable
insistencia. Cada beso que nos dábamos servía para amarnos con más pasión: era
como un sello con el que rubricábamos todo lo que nos habíamos querido y
deseado durante el tiempo en que no nos habíamos visto; el recuerdo del último
beso era un ascua incandescente con la que alumbrábamos el devenir de uno
nuevo. Con cada abrazo yo me sentía más identificado con el alma de Ana: era
como si me confundiera con ella, como si mi ser perdiera corporeidad para
integrarse en el suyo, para convertirse en una identidad diferente, conformada
por la indisoluble unión en la que ya estábamos fundidos.
Yo solo pensaba en Ana: cuando estaba en el campo
con mi padre y mis hermanos, mi mente no estaba con ellos, con lo que en esos
momentos estuviésemos haciendo, aun cuando esto fuese especialmente duro para
mí, a una edad en la que todavía no estaba preparado para realizar grandes
sacrificios. Trabajaba de un modo mecánico, como si se tratara de un acto que
hubiese de ejecutar por pura inercia, por un oscuro atavismo del que no debía
apartarme. Mis pensamientos volvían una vez y otra a ella, a lo que ella me
hubiese dicho en un anterior encuentro, a lo que me hubiera declarado después
de un abrazo o de un beso; sentía en el pecho una ternura muy grande, una
ternura que se desbordaba porque no podía ser contenida en él. De esa manera
combatía el rigor de mis trabajos, si bien a veces se me hacía muy larga la
jornada, sobre todo cuando ya estaba próxima la hora del regreso, la hora en que
yo había de volver a la casa con mi padre y mis hermanos para cambiarme de ropa
con el objeto de cumplir con mi cita diaria.
Era un tiempo venturoso que ahora recuerdo con
mucho agrado, a pesar de las cosas que después me sucederían. Con dieciocho
años, la vida es un hervidero de ilusiones y de esperanzas atolondradas, un
cúmulo indefinido de inquietudes y de aspiraciones insaciables: nada hay en
ella que se considere irrealizable; en virtud de las ansias que la mueven, todo
se antoja al alcance del deseo, al alcance de una voluntad que no se detiene
ante ningún obstáculo. Me acuerdo con bastante nostalgia de los días fríos del
invierno, cuando la vega de Elvira aparecía envuelta en una bruma plateada,
tras la cual se adivinaban con dificultad los contornos azules de las hazas, en
un espacio oscuro en el que todo semejaba lejano y soñoliento. Me acuerdo de
los perfiles de la sierra, recortados sobre un cielo morado, en el que muy
pronto empezaban a surgir destellos de luz sonrosada, mezclados con las sombras
vaporosas de la noche. Parecía el amanecer de un paraíso de leyenda, perdido en
el fondo de un paisaje fantástico, en una época que hubiese quedado confinada
en un rincón remoto de la historia. Era una estampa que yo no olvidaría nunca:
la habría de tener presente siempre en mi vida, como una imagen en la que
estuvieran representados todos mis recuerdos, todas las experiencias que yo
había tenido hasta entonces en Elvira.
El amor, sin embargo, no tiene el mismo ímpetu
que al principio, sino que atraviesa por distintas fases con las que se va
moldeando, de acuerdo con las circunstancias a las que en cada una de ellas se
ha de enfrentar. En mi caso, hubo un factor que llegaría a ser determinante,
aun cuando al comienzo no parecía que tuviese demasiada importancia. Me refiero
al hecho de que la posición social de la familia de Ana era un poco superior a
la de la mía: en aquel tiempo, en las postrimerías del siglo XIX, había
bastantes desigualdades entre los diversos sectores que constituían la
sociedad. Lo que hacía que la familia de Ana se sintiese así no era otra cosa
que una especie de orgullo que estaba en ella muy arraigado: aunque en su trato
parecía bastante campechana y cordial, en el asunto de los amores o de unas
relaciones más estables se mostraba reacia a juntarse con personas que
pertenecieran a una clase inferior, con la cual entonces no quería estar
emparentada. Yo me di cuenta de esto poco a poco: de ser una circunstancia
irrelevante pasó a convertirse para mí en una realidad que había de condicionar
bastante mi noviazgo. Quizá el culpable de aquello no fuera otro que el padre
de Ana, un hombre adusto y engreído que siempre se mantuvo muy distante y frío
conmigo. Aunque procuraba hablar con él
del campo y de otras cosas semejantes, nunca conseguía que me dirigiera más de
tres o cuatro frases seguidas, proferidas siempre con cierta acritud, como si
le molestase tener que conversar con alguien que no merecía su consideración.
Sin que lo pudiera evitar, aquello acabó por
afectarme bastante, no tanto por el desdén que para mí suponía como por el
temor de que llegara a ser un obstáculo insalvable, una suerte de monstruosa
condición que amenazara con asolar todo lo que yo hubiese ido construyendo por
mi propia cuenta. Era un peso que había de soportar con paciencia, una marca
que hubiera caído sobre mi conciencia y que tuviese que sobrellevar con
resignación si no quería verme delatado por ella. Yo, a pesar de estas
asechanzas, trataba de sobreponerme como podía, aparentando ante Ana que todo
seguía siendo igual de idílico que antes, cuando nuestros besos y nuestros
abrazos nos trasladaban a una atmósfera mágica, en la cual gravitábamos como
seres que se han despojado de sus atributos mortales. Para mí, Ana continuaba
siendo la única persona que daba sentido a mi vida: la amaba con delirio, con
una pasión que alcanzaba extremos insospechados; era capaz de darlo todo por
ella, de anularme si era preciso para que fuese feliz. No sé si todos los
amantes sentirán lo mismo, puede que sí…, puede que el amor sea para todos
igual, una fuerza arrebatadora que nos lleva, un empuje ciego que nos impulsa y
que nos mueve a querer de un modo estremecedor. Yo vivía para ella, lo hacía
todo con la ilusión de que ella me viera y me pudiera otorgar su bendición. Mi
felicidad no consistía en sentirme amado por Ana, sino en haber tenido la dicha
de poderla conocer para entregarme por entero a ella, para dejar que mi vida
fluyera en la suya, corriente en la que desembocaba la mía para unirse en un
mismo discurrir, en un mismo flujo que crece y que se dirige con renovado
ímpetu hacia el mar, el destino final en el que las almas que se han unido
alcanzan su añorada plenitud.
Un día, sin embargo, ocurrió un hecho inesperado
que afectó a nuestro noviazgo. Como ya dije, el trato que me dispensaba el
padre de Ana no era el que yo hubiese deseado: durante varios meses no había
hecho más que acumular desplantes, algunos más ostensibles que otros, sobre
todo cuando en presencia de otras personas acababa humillándome. Para no tener
con él ningún encuentro desagradable, yo lo rehuía, simulando que no me
incumbía lo que estuviese diciendo; quizá por esto él se sintiese desairado, al
no verse contestado en lo que de forma tan palmaria declaraba. Tal actitud mía
hubo de alterarlo bastante, pues ese día llegó a provocarme más de lo debido,
hasta que yo estallé de un modo colérico. «Mi padre será pobre, pero es muy
honrado», le dije en respuesta a una intervención anterior, en la cual daba a
entender que en mi familia no se hacían los negocios muy limpios. Como si me
hubiera herido en lo más profundo de mi orgullo, no me pude contener, y a una pulla envenenada
de su parte yo le respondía con otra no menos insidiosa, sin que ninguno de los
dos se diera por vencido.
La disputa concluyó con la mediación oportuna de
un tío de Ana, que no estaba dispuesto a que los ánimos se encendieran más.
Aunque no se volvería a producir un incidente
como aquel, lo cierto es que ya nada
podía ser lo mismo. Yo traté de pensar solo en Ana, abstrayéndome de
todo lo que tenía alrededor: si la amaba, había de vencer todas las
dificultades que se me presentaran, aun cuando parecieran a veces demasiado
enojosas; debía hacer todo lo posible por defender mi amor, prolongándolo más
allá de los límites a los que hubiese de estar expuesto.
Durante algún tiempo luché, en efecto, por
conseguirlo: estaba convencido de que era mi deber; tenía que ser coherente
conmigo mismo, con el compromiso que había adquirido. Sin embargo, a medida que
pasaban los días me daba por pensar que Ana era la víctima principal de aquella
situación: por mi causa ella podía sufrir bastante cuando viera que nuestra
relación ya no había de ser como hubiese sido, pues la animadversión del padre
continuaría latente y más tarde o más temprano volvería a manifestarse, quizá
con más virulencia que en aquella ocasión, alimentada con nuevos motivos que en
el transcurso de los días hubiesen surgido. Llegué a creer que actuaba de una
forma egoísta, pensando solo en los intereses que a mí más me convenían: juzgué
que en el fondo yo no obedecía a otra cosa que a mi necesidad de ser amado por
alguien que me había de reportar grandes beneficios, alguien que además no
dudaría en sacrificarse por mí en el momento preciso. Me di cuenta de que
también se podía sufrir por amor: si yo era el inmolado, estaba claro que no lo
hacía por otra causa, por un amor que alcanzaba por mi sacrificio caracteres de
oblación. Caí de esta manera en un estado sentimental que me ocasionaba una
gran congoja, un dolor en el que se mezclaba el sufrimiento con la conciencia
de haber realizado una obra muy meritoria.
Durante varios días apenas dormí; me consideraba
culpable de todo lo que había pasado, de la ruptura que ahora estaba animado a
propiciar. Lo que más temía era que Ana no me comprendiera, llevada por la
confusión que le había de causar mi decisión; posiblemente pensaría que le
ocultaba la verdadera razón de mi renuncia, pues no era esta una solución muy
habitual entre dos personas que se quieren, entre dos seres que parecían
destinados a amarse desde siempre.
«He decidido renunciar a nuestro amor porque así
creo que sufrirás menos por mí», le dije el día que me atreví a comunicarle lo
que iba a hacer. «No te entiendo», murmuró ella repetidas veces, sin dar
crédito a lo que había oído, a lo que yo había acabado de plantearle. Sin
disimular mi dolor, le expliqué todo lo que había pensado al respecto, todo lo
que a mí me había movido a tomar aquella costosa determinación. No le dije nada
del padre, a quien traté de preservar para que ella no le guardara ningún
rencor. Me escuchaba con cierta perplejidad, como si no quisiera terminar de
creer lo que le estaba diciendo, como si lo viera como algo irreal, algo que
estuviera sucediendo en otra dimensión, en un mundo al que ella no pertenecía,
separado del suyo por una sólida cristalera por la que se podía asomar. Con los
ojos inundados de lágrimas, sin decirme adiós, se fue alejando de mí para no
verme más.
Para hacer lo que me proponía, tenía que huir de
Elvira. Era necesario que se lo dijera a mis padres para que lo supieran: no me
podía marchar sin haberles informado; había de explicarles por qué lo hacía,
por qué había tomado aquella decisión tan radical. Necesitaba además que mi
padre me proporcionara algún dinero para salir de allí, para escapar de aquel
lugar en el que ya no me era posible seguir. Yo no sabía si lo entendería; me
acordaba de la parábola del hijo pródigo, de aquella en que este reclama la
parte de su herencia para vivir por su cuenta, y me preguntaba si yo no estaba
actuando igual, si yo no iba a despilfarrar también mi fortuna para regresar al
cabo del tiempo a la casa de la que un día me había ido.
Para mis padres fue, en efecto, muy duro lo que
les propuse. La verdad es que no lo esperaban de mí, pues hasta entonces no
había hecho nada de lo que se hubiesen de quejar; lo vieron como algo
desproporcionado, como una acción descabellada de la que al final me habría de
arrepentir. Yo porfié en mi intento: les dije que lo hacía por amor, como una
forma de evitarle males mayores a la persona a la que más amaba en el mundo.
Siguieron sin entenderme, aunque mi madre, más condescendiente, terció para que
se llevara a cabo mi propósito. Fueron momentos de mucha tensión, hasta que
finalmente mi padre cedió, convencido de que mi resolución era ya irrevocable,
aun cuando le dolía mucho lo que pensaba hacer. «Espero que todo te salga
bien», me dijo con voz trémula, en un tono que no le había escuchado nunca, en
el cual hubiera podido percibir cierta ternura. Igual que en la parábola
evangélica, me dio la parte de sus ahorros que tenía destinada para mí, un
hecho que sin duda hubo de sorprender bastante a todos, pues nadie había
llegado a sospechar que fuera capaz de ahorrar con las escasas ganancias que
obtenía del campo. Aclaró que lo había hecho con mucha paciencia, rebañando
reales de todas las operaciones que había efectuado desde que empezó a
trabajar, consciente de que algún día había de necesitar lo que de un modo tan
minucioso iba acumulando.
El dolor que podía haber sentido por separarme de
Ana parecía en aquellos días adormecido, anestesiado por el orgullo que a mí me
había impulsado a actuar de aquella manera, por un ardor que tenía su origen en
mi fundado deseo de evitarle a Ana un sufrimiento que no merecía, casi el mismo
ardor que mueve al héroe a arriesgar su vida para luchar por unos ideales más
altos. Todo el amor que había experimentado por ella se había convertido en la
víctima ideal que había de ofrecer en el ara de los sacrificios, con la cual yo
superaría una prueba para hacerme más puro, más digno de los atributos con que
se representa a los seres escogidos por la Providencia. El dolor que le debía
de haber causado a Ana era, por otro lado, incomparable con el que había de
sentir en el futuro, cuando su padre se hubiera de oponer de verdad a nuestro
proyecto. Yo lo tenía muy claro: lo nuestro no podía progresar de ningún modo,
pues había una voluntad distinta de la nuestra que lo desbarataría, una mente
obtusa que pondría innumerables trabas para que no siguiéramos adelante.
Ernesto, mi amigo, fue el único que me entendió.
Quizá por aquella complicidad que desde pequeños habíamos mantenido, supo al
instante de qué me quejaba, cuál era el motivo por el que yo había decidido
marcharme de Elvira, abandonando a una novia con la que me había sentido tan
unido. Él, que había sido tan procaz a veces en sus actuaciones, no dudó en
alentarme ante una situación tan crítica, aun cuando él tuviese que separarse
también de su mejor amigo. «Siempre he creído en ti», me dijo, al tiempo que me
daba un afectuoso abrazo.
Hacía un día muy caluroso de julio cuando salí de
Elvira. El cielo, blanquecino, parecía arder sobre el paisaje, difuminado por
la calina. El pueblo, recostado al pie de los cerros pedregosos, se recogía
sobre sí mismo, con su torre aleteando sobre un fondo de ceniza, con sus casas
apiñadas en torno de ella, circundado de ejidos y de eras polvorientas. Los
caminos eran grietas que se abrían sobre la piel de la tierra, entre balates y
linderos llenos de abrojos y de arbustos, sobre un lejano mar de verdinegras
choperas. Me fui con el ánimo tranquilo, después de haber resuelto
temporalmente mis conflictos. Pensaba que mi marcha no había de ser definitiva:
cuando lo considerara oportuno, podía regresar a donde había nacido para volver
a encontrarme con mi familia. Con los años, Ana se iría olvidando de mí,
atraída por un nuevo amor que le haría descartar el mío, igual que me pasaría
posiblemente a mí. Era algo natural en la vida, una condición que se acaba
imponiendo, por más que al principio creamos que no podemos soportar lo que nos
ocurre. Los sentimientos, mirados desde esta perspectiva, son pasajeros, pues
dependen en gran medida de las personas que los han originado; si estas no
están presentes, lo más normal es que tiendan a diluirse, igual que la luz
sonrosada que se apaga en el horizonte cuando el sol se oculta. Es lo que
pensaba yo aquel día remoto de julio, frente a un paisaje cubierto de bruma,
con la ciudad de Granada vislumbrada en la distancia, como si surgiera de una
antigua leyenda. No fue una despedida triste: parecía que estuviese ya prevista
en un guion, del que no se habían de apartar los actos que se desarrollarían más
tarde. Fiel a mi papel, yo no derramé ninguna lágrima, sino que me mantuve
sereno, aparentando una seguridad que quizá no tenía. Del que más me acordaba
en aquellos momentos era de mi padre, con quien tenía la impresión de haber
contraído una deuda, una deuda que era más de carácter moral que de tipo
material y que debía saldar de alguna manera con mi actitud, demostrándole a él
que era capaz de valerme por mi cuenta, a pesar de que hasta entonces había
dado pocas señales de ello.
2
Desde Granada viajé hasta Madrid en tren. La idea
de ir a Madrid me la había sugerido mi amigo Ernesto, quien entre otras cosas
barajaba él hacer alguna vez lo mismo: consideraba que era el único lugar donde
uno podía labrarse un futuro, una ciudad donde se daban muchas condiciones para
que los negocios prosperaran con cierta facilidad, sin los rudimentos a los que
en un rincón de provincias habían de estar sujetos.
Después de muchas horas de viaje, llegué a Madrid
en un día claro y soleado, muy diferente del que hacía en mi partida. Mi
primera impresión, apenas me hube apeado del tren, fue la de llegar a un sitio
muy acogedor, con gentes que parecían imbuidas de un espíritu muy animoso.
Durante el trayecto, había tenido tiempo de volver a recapacitar acerca de lo
que estaba haciendo: a la aparente tranquilidad con que me había despedido de Elvira
le había sucedido la sensación de que perdía algo que podía ser irrecuperable,
seguramente el amor que había sentido por Ana, dilapidado ahora como una
fortuna a la que no se concede la importancia que tiene. Me dio también lástima
de ella, quizá porque la veía como una persona muy sensible que había tenido
que sufrir las consecuencias de una situación muy complicada, de la que ella no
era de ningún modo responsable. Sentí por primera vez un poco de remordimiento
por lo que había hecho, si bien lo descarté pronto al pensar que aquello había
sido inevitable, un suceso que estaba ya anunciado en mi destino, contra el que
nada se podía ya hacer. Consideré también que todo había estado determinado por
mi carácter, por mi forma de sentir y de actuar ante la vida, ante los
acontecimientos más importantes que ella me deparaba.
Al llegar a Madrid, me hallaba, pues, muy
confuso, incapaz de dilucidar lo que dentro de mí se estaba produciendo. La
impresión que recibí me sirvió para discurrir con mejor ánimo, para ver las
cosas de una manera más clara. La ciudad, al calor de julio, presentaba una imagen muy
llamativa, con un tráfico constante de coches y de carros que se trasladaban de
un lugar a otro, dejando en el ambiente una sensación de movimiento continuo,
de vida ajetreada y bulliciosa. Con mi vieja maleta de cartón, me trasladé a
una pensión de la calle de Atocha, una de las más próximas a la estación. Con
los escasos medios que llevaba, solo me podía alojar allí unos días, mientras
buscaba trabajo en los alrededores.
La juventud es proclive a no encontrar obstáculos
para lo que se propone: con el idealismo que por naturaleza le asiste, es capaz
de volar sobre ellos sin dificultad, como si fueran escollos que se salvaran
con la ágil desenvoltura de un ave. El sitio en el que me hospedé, por esa
natural propensión, me pareció magnífico, muy apropiado para los intereses que
me movían. El dueño de la pensión me había asignado un cuarto pequeño, con un
catre que me resultaba bastante cómodo y una mesita ante la que me sentaba por
las noches para escribir mis impresiones en una imaginaria carta que enviaba a
un amigo lejano, tal vez a Ernesto, con quien me hubiera gustado hablar en
muchos momentos para referirle en secreto lo que estaba viviendo.
De tanto deambular por las calles de la ciudad,
me convertí en un muchacho con aire de vagabundo, con evidentes trazas de
provinciano que ha acabado de arribar a un medio en el que se siente extraño.
Me moví por ambientes muy diversos, sin que en ninguno hallara la respuesta que
anhelaba para que se realizara mi proyecto: en todos se denegaba mi solicitud
de trabajo, a veces de un modo que me parecía un poco violento. Fui conociendo
por ello a tipos muy variados, algunos de aspecto bastante pintoresco, con los
que me tocó convivir en las puertas de los mercados o en los lugares más
concurridos del espacio urbano, siempre a la espera de un golpe de la fortuna
que los sacara del estado en que habían caído.
A fuerza de andar solo me volví taciturno, quizá
un tanto huraño para quienes conmigo trataban. Mientras iba y venía por las
calles, mis pensamientos se trasladaban indefectiblemente a Elvira, donde
volvía a hacer lo mismo que había hecho en los años en que allí había vivido,
quizá porque se trataba de costumbres que en mí estaban ya muy arraigadas, de
escenas que había visto a diario desde que era niño. Tan absorto me encontraba
en esto que había instantes en que confundía los dos ámbitos, el que aparecía
en mis ensueños y el que tenía entonces delante, creyendo que algún aspecto de
este había sido extraído momentáneamente de aquel. Miraba también con los ojos
de los míos, con los de mi padre y mis hermanos, figurándome lo que ellos
sentirían al ver aquel mundo tan variopinto en el que me hallaba, lo que ellos
juzgarían al toparse con una determinada situación que les hubiese extrañado
mucho.
Cuando ya mis fondos se acabaron, me fui a vivir
a un portal de la misma calle de Atocha, muy cerca de la iglesia de San
Sebastián, donde yo iba algunas mañanas a misa para pedirle a Dios que me diera
fuerzas para resistir. Tuve la ventaja de que era verano y de que por las
noches no refrescaba tanto como en otras épocas del año, en las que hubiera
sido realmente muy difícil sobrevivir allí. Para mí no supuso ningún enojo
aquel cambio, pues estaba ya mentalizado para que algún día se produjera: lo
consideré como una nueva contrariedad de mi destino, a la que había de vencer a
fin de hallar una senda más venturosa. Cerca de mí, en otro hueco del portal,
se solía situar un mendigo, con el que yo acabé tomando mucha confianza. Al
principio no nos hablábamos: parecíamos dos seres venidos de mundos muy
diferentes, dos seres que no tenían nada en común y que no podían entenderse de
ninguna manera. Yo lo miraba a veces de reojo para cerciorarme de que estaba
allí, para asegurarme de que no hacía nada extraño que pudiera poner en peligro
mi integridad. Era un tipo delgado, con unas barbas montaraces que se
enmarañaban en su cara y que le conferían un aspecto de ermitaño testarudo y
huidizo, con unos ojos oscuros que en ocasiones centelleaban en medio de su tez
renegrida, animados por alguna repentina idea que por su debilitado cerebro
cruzara. Sus manos, morenas y enjutas, estaban llenas de pliegues y de callos,
con uñas que habían tomado un color amarillento. Vestía con andrajos, todos
ellos mugrientos y zurcidos, con agujeros que no habían sido ya remendados por
falta de hábito. En los días del verano, gustaba de salir a la calle con una
boina muy gastada que llevaba a menudo ladeada sobre su hirsuto pelo. El
aspecto general era el de un hombre desahuciado, del que muy pocos en la
sociedad querían ya preocuparse: aunque no era muy viejo, daba la impresión de
que hubiesen pasado por él más años de los que hubiera vivido. A sus andares
cansinos y vacilantes unía una voz gruesa, llena de asperezas y de gargajos,
con la cual muchas veces expelía exabruptos e imprecaciones, dirigidos por lo
común a las personas que lo hubiesen mirado mal en su tráfago diario.
Mis primeras conversaciones con él eran muy
simples: se limitaban a meros saludos, contestados siempre por mí de la mejor
manera posible, pues no quería despertar en él animadversión ninguna. Por lo
general no me trataba mal, sino que parecía haber visto en mí a un individuo
con quien podía congeniar, de similares condiciones a las que él tenía. Quizá
por el hecho de compartir el mismo espacio, estábamos obligados a entendernos,
a buscar un punto de unión en el que los dos nos sostuviéramos. Por su trato me
di cuenta de que los seres humanos no somos en el fondo tan diferentes como
nuestro aspecto o nuestras lenguas proclaman: tenemos instintos e inclinaciones
que nos asemejan bastante y que muchas veces permanecen ocultos, hasta que unas
circunstancias ajenas los inducen a manifestarse.
Bartolomé, que así se llamaba el proscrito, acabó
contándome toda su vida poco a poco, en los momentos en que los dos
permanecíamos despabilados en el portal por falta de sueño: había nacido en las
montañas del norte y, desde allí, como un nómada, había emprendido una serie de
aventuras que lo habían llevado hasta la capital de España, donde llevaba ya
asentado más de quince años. En comparación con la suya, mi vida resultaba
bastante anodina, pues se reducía prácticamente a un solo episodio que pudiera
ser importante, a aquel que había determinado mi marcha de Elvira.
Algunos días salíamos juntos y recorríamos
algunas calles del centro, hasta que después cada uno seguía su propio camino,
empujado por los intereses o por las corazonadas que albergase en esos
instantes. A mí el destino me conducía por callejones lóbregos, por lugares a
los que apenas llegaba la luz del sol, detenida en las altas cornisas de los
edificios. Me encontraba con una humanidad singular: hombres y mujeres de
rostros cetrinos, ataviados con prendas muy características, en las que se
echaba de ver un uso peculiar del país; niños desmedrados que hurgaban en los
montones de desperdicios que se acumulaban en las aceras o que se disputaban la
posesión de un pilar que surtía de agua a toda la vecindad. Yo a veces me
paraba a observarlos por mera curiosidad, atraído por lo que hacían, por las
costumbres que advertía en ellos, muy distintas acaso de las que existían en
Elvira, con las que había estado familiarizado desde que era pequeño. Me veía,
sin embargo, como uno de ellos, quizá por ese resto de fraternidad que me hace
a veces identificarme con los demás, aun cuando estos sean muy diferentes en
apariencia de mí, como me pasaba también con Bartolomé, a quien ya llegaba a
querer como a un hermano, como a un hermano mayor que continuamente me enseñaba
secretos de la vida, sobre los cuales deseaba instruirme.
En uno de estos innumerables paseos, di con una
tienda en una calle que no se hallaba lejos de la Puerta del Sol. El tendero,
un señor muy amable, me tuvo atareado en diversos menesteres, con los cuales me
cobró todas las vituallas con que dispuso agraciarme aquel día. Fue algo con lo
que no contaba, un suceso que habría de marcar un nuevo devenir en mi
existencia. De ser un pobre vagabundo pasé a convertirme en el aprendiz de un
comercio, ya que después de algún tiempo empleado en su servicio el tendero
decidió contratarme como tal, con un sueldo que solo me cubría mis necesidades
más básicas.
En la tienda ayudaba a vaciar y a cargar sacos, a
llevar y a traer cajas, a barrer el local cuando estaba sucio, a atender a los
clientes cuando eran muchos… La verdad es que era para mí un trabajo muy
llevadero si lo comparaba con el que había llevado a cabo en el campo, donde
pasaba muchas horas al sol afanado en tareas que me resultaban muy ingratas.
Con don Justino, que tal era el nombre de mi patrón, se trabajaba además a
gusto, pues no era hombre que exigiese mucho, sino que por el contrario se
mostraba bastante comprensivo e indulgente con las debilidades ajenas, con las
que nunca se ensañaba aun cuando tuviese motivos para ello. Era alto, muy
delgado, con los ojos negros, casi perdidos bajo el breñal de sus cejas; vestía
un sobretodo gris, en el cual iba embutido todo el día, incluso cuando tenía
que salir a la calle. Entre sus manías la más llamativa era la de abrir muy
temprano su negocio, para lo cual se tenía que levantar con las primeras claras
del alba, obligándome a mí también a no apurar demasiado el sueño. Aducía que a
quien madrugaba Dios le ayudaba, un refrán en el que parecía estar compendiado
todo lo que pensaba acerca de la vida: para él, en efecto, nada se lograba si
no se empezaba a tiempo, si no se esforzaba uno desde el principio en que las
cosas discurrieran como era debido; con la premura se conseguía al menos que la
conciencia estuviese tranquila, porque si después no se alcanzaban los
objetivos no había que achacarlo a negligencia en el cumplimiento del oficio.
Era con lo único que había de transigir yo, pues en lo demás era don Justino
muy bueno, sobre todo si observaba en mí alguna carencia. Me prometió que algún
día me ayudaría a encontrar una residencia donde pudiera alojarme de forma
permanente, sin las incomodidades o las fatigas que todas las noches tenía que
padecer en el portal. Me decía que fuera valiente y que no perdiera la
paciencia, pues a los buenos siempre Dios le acababa echando una mano.
El caso es que yo progresaba en mi trabajo, ya
que dejé buena parte de mis encargos para realizar tareas que no requerían
tanto esfuerzo. Ya he dicho antes que de mi estancia en la escuela conservé muy
buenos hábitos, entre los que destacaban mis dotes especiales para escribir:
con excelente caligrafía, era capaz de redactar cualquier escrito que se me
pidiera con el estilo que mejor se adecuara a sus intenciones, con una
solvencia que quizá era más que sorprendente en un muchacho que se había criado
en un entorno tan rústico. Don Justino se fijó en esta habilidad mía, y quiso
aprovecharla para las cartas comerciales que con harta frecuencia remitía a las
casas proveedoras de sus productos. Pasé de esta manera a ser su escribiente, oficio
al que dedicaba a veces más tiempo del esperado, pues don Justino concedía
mucha importancia a las formas y a los modos de presentarse ante los más altos
dirigentes de su gremio. Yo cumplí con mi nuevo cargo lo mejor que pude, y lo
cierto es que algo debió de ganar con ello el representado, ya que las cartas
de respuesta le llovieron y consiguió hacer pedidos más beneficiosos.
Todo esto ocurría en los meses posteriores a mi
llegada a Madrid. A finales de septiembre la temperatura bajó bastante y los
días empezaron a ser algo más fríos y cortos. Cuando no trabajaba, a mí me
gustaba pasear por el Retiro o por el Prado, en medio de una arboleda muy
abundante, bajo los efectos de un silencio que en otras partes de la ciudad no
encontraba. Tenía necesidad también de pensar, de meditar en todo lo que estaba
viviendo: me daba cuenta de que la realidad no se conformaba fácilmente con lo
que yo hubiese proyectado sobre ella; mis sueños estaban muy lejos aún de
cumplirse, aunque la verdad es que no sabía exactamente en qué consistían, eran
solo deseos inconcretos de alcanzar algo mejor, de conquistar un estado más
agradable del que hasta entonces tenía, quizá de demostrarme a mí mismo que no
me había equivocado y que había de seguir luchando para ser un hombre
respetable, capaz de enfrentarse a su destino sin ningún complejo, sin ningún
remordimiento por lo que hubiese hecho antes.
Eran unos atardeceres muy plácidos los que desde
aquellos lugares se me ofrecían, tendidos en un horizonte que poco a poco se
iba cubriendo de una tonalidad sonrosada, casi difusa. Yo sentía mucha calma
contemplando el devenir del ocaso, el modo en que el sol se ocultaba en la
lejanía, difuminado entre nubes y rescoldos casi apagados. Me gustaba aquella
pincelada de color anaranjado que se extendía por el poniente, confundida
con otras de tono lila o morado que iban
envolviendo también el paisaje, dotándolo de una gracia que solo cabría descubrir
en esos instantes. Los cielos de Madrid eran al comienzo del otoño
encantadores: parecían surgidos de un cuadro, de un lienzo en el que los
colores estuviesen dotados de un poder de evocación especial.
Muchas veces pensaba en Ana: me preguntaba si aún
estaría sufriendo por mi partida, si la habría visto ya como algo necesario que
inevitablemente había de ocurrir. Otra solución hubiera sido traérmela conmigo
a Madrid, haber huido los dos de Elvira para emprender una nueva vida juntos, a
salvo de las influencias que podían ejercer en nosotros las familias. Ahora que
caía en esta posibilidad, me daba rabia por no haberla contemplado antes, por
no haber tenido la oportunidad de afrontarla. Me decía que quizá en el futuro
se me podía presentar la ocasión de resarcirme de ello, de corregir el error
que quizá hubiese cometido entonces. Ana seguía siendo, en efecto, la persona a
la que yo más amaba en el mundo, a pesar de la distancia que me separaba ahora
de ella; estaba seguro además de que aún me quería, por mucho que yo le hubiera
hecho sufrir. Nuestro amor continuaría estando en nosotros como una verdad que
hubiera quedado impresa en nuestros corazones y que ya no se pudiese borrar,
como un sentimiento muy firme que albergábamos en nuestras entrañas y que nos
había de seguir uniendo a pesar de las dificultades y de las divergencias con
las que nos teníamos que enfrentar.
Fue para mí un tiempo confuso, en el que no
lograba aclarar los sentimientos que con frecuencia me asaltaban. Uno de los
más pertinaces fue el de la nostalgia, cuando yo la creía ya desterrada después
de haberme adaptado sin mucha dificultad a la nueva realidad de Madrid. La
nostalgia era una especie de llamada interior que me estremecía, sobre todo
cuando volvía a abandonarme a los pensamientos que dentro de mí se originaban,
cuando deambulaba solo por algún paseo de Madrid, con mis ojos invadidos por la
dulce somnolencia de una tarde otoñal. Comprendía así que no podía dominar mis
sentimientos, por más que intentaba atemperarlos para que no tuvieran la fuerza
con que se presentaban al principio: yo era capaz de dirigir mis ideas hacia un
fin determinado, pero me era imposible hacer lo mismo con lo que sentía, con
las emociones tan grandes que de pronto se gestaban en mí.
Tuve mucha suerte, sin embargo, en mi vida
laboral. Debido a mis destrezas con la escritura, don Justino me buscó un nuevo
trabajo en unas oficinas que regentaba un buen amigo suyo. Este cambio
inopinado se produjo en el mes de noviembre, cuando empezaba a correr de vez en
cuando un viento helado por la ciudad.
Don Alfonso, como así se llamaba este aventajado
patrón, resultó ser un hombre muy pulcro y atildado. A diferencia de don
Justino, era un poco arbitrario y desaprensivo en su trato, más agudo e irónico
en sus juicios y en sus intervenciones. Aunque admiraba también mis cualidades
de escritor, a veces le divertía poner en solfa mi manera de hablar, salpicada
de incorrecciones y de modismos que hacían mucha gracia.
Don Alfonso llevaba siempre el pelo muy bien
peinado, dividido por una raya que se trazaba indefectiblemente al lado
derecho. Tenía la tez sonrosada, sin ninguna mancha; los ojos eran azules, de
un tono casi verdoso; la nariz, grande, acabada en punta. Vestía muchos días un
terno gris en el que era difícil advertir alguna arruga o pliegue que delatase
una falta de cuidado con la ropa que se ponía. Aunque usaba con frecuencia
sombrero, por la forma de llevarlo y de quitárselo se echaba de ver que era
para él más bien un complemento de su atuendo, siempre acorde con las modas o con
los estilos que se llevaban en su época.
En sus oficinas, yo ocupé pronto un lugar
preeminente, dado el aprecio que él tenía
a mi facilidad con la escritura. Al principio, como era natural, me
encargó trabajos de no demasiada envergadura, cartas de salutación o de necesaria
correspondencia con las que yo podía poner a prueba lo que sabía, especie de
ensayos con los que me había de preparar para lo que a continuación me
estuviese reservado. Con estos trabajos, don Alfonso pudo corroborar que había
acertado con mi elección, pues yo lo escribía todo de forma impecable, cada vez
con un dominio más claro de los recursos que necesitaba mi oficio.
En diciembre, don Alfonso premió mi diligencia
con la prestación de una vivienda en la calle de la Montera, de la que él era
propietario. En ella me podía alojar sin tener que pagar nada por mi hospedaje;
era de alguna manera una obra de caridad que le agradecí mucho, sobre todo
porque por ese tiempo ya arreciaba bastante el frío y yo no sabía ya cómo
combatirlo con los escasos medios de que disponía. Me despedí así de Bartolomé,
al que no obstante quise regalar con una buena porción de monedas para que la
existencia en aquellos días le fuera más llevadera.
Al verme instalado por fin en una residencia más
o menos fija, lo primero que hice fue escribir a mi casa: estaba deseando
conocer cómo se encontraba mi familia, aun cuando todavía no considerase la
conveniencia de ir a verla. Echaba de menos principalmente a mi madre, con
quien mi trato había sido más tierno. En la carta contaba todo lo que había hecho en Madrid,
sin omitir casi ningún detalle escabroso de mi apurada estancia en el portal;
me interesaba también por lo que en la casa o en el pueblo hubiera podido
ocurrir durante mi ausencia, por todo aquello que a mí de algún modo me pudiera
afectar.
Mientras aguardaba la respuesta, me dediqué a cumplir con mi trabajo con la
mejor voluntad. Don Alfonso estimaba cada vez más lo que hacía, especialmente
cuando observaba algún progreso en la forma con que redactaba mis escritos.
Decía que había nacido para ser escritor y que en el mundo se requerían muchas
personas como yo, capaces de plasmar con la pluma todo lo que por sus cabezas
pasase, igual que otros ejecutaban con las manos obras artesanales o artísticas
de un gran valor.
La verdad es que transcurría todo muy deprisa. A
mis avances en el trabajo les sucedieron pronto mis conquistas en el terreno
social, del cual yo me había visto en meses anteriores apartado. Conocí a un
joven de mi edad con el que no tardé en trabar una afectuosa e íntima amistad.
Se llamaba Miguel, pertenecía a una de las familias más distinguidas de Madrid,
era muy aficionado a las fiestas y a las reuniones de castizo calado, en las
que el vino corría más de lo conveniente. Aunque estudiaba para abogado,
empleaba más tiempo en estas inclinaciones que en los libros, por los que casi
sentía aversión. Era abierto y desprendido, amigo de todo el que con él se
relacionase, sin que le importara nunca la condición o la esfera social a la
que se adscribiera su interlocutor. Era alto y desgarbado, con la mirada
siempre dirigida hacia un punto lejano, como si fuese interpelado por algo que
se hallaba más allá de los límites que le imponía la realidad. Hablaba en un
tono muy animado, con cierto deje de ironía o de burla indiscreta de todo lo
que sucediese a su alrededor, en especial si era muy tenido en cuenta por
otros.
A mí me lo había presentado don Alfonso, un día
que fuimos a visitar a unos amigos. Desde el principio se mostró interesado en
hablar conmigo, quizá por lo que había dicho de mí aquel. A veces quería
indagar en lo que yo pensaba acerca de algún tema de actualidad, como si lo que
dijese sobre él estuviese impregnado de una autoridad incontestable. Por
aquellos días se discutía mucho en España acerca de la situación del país,
sobre todo en círculos de intelectuales y de personas amantes de las letras:
con la pérdida de las últimas colonias españolas se había desatado una crisis
que había dado mucho que pensar y que debatir, si bien era muy difícil hallar
una solución de carácter político para todos los problemas que se estaban
planteando. La mayor parte del pueblo, sin embargo, vivía con cierta
indiferencia ante esta realidad; yo, aunque no era ajeno a ella, tampoco
discurría con el apasionamiento que en otros había generado.
Miguel, en cambio, sí sentía especial curiosidad
por aquello, y quiso conocer con vivo interés lo que yo consideraba al
respecto. Le confesé que era algo que en aquellos momentos a mí casi no me
concernía, pues bastante tenía yo con resolver los conflictos que en mi propia
vida se habían presentado. Fue así como entramos en larga y fructífera
conversación. Él, dado a hablar con gentes de toda condición, me contó lo que
hacía a diario para no enfrentarse a los libros, con los que no se llevaba muy
bien. Reconoció que le gustaba la juerga y que nunca había dejado de asistir a
ninguna por cumplir con alguna de las obligaciones de su carrera estudiantil. A
mí me pareció simpático y continué hablando con él sobre todo lo que creíamos
más interesante. Después de varios meses en Madrid, seguía conociendo a tipos
muy diferentes de los que yo estaba acostumbrado a ver en mi pueblo, donde
todos los vecinos parecían responder a un mismo patrón.
A finales de enero recibí la esperada respuesta
de mi familia. En ella, mi padre, con una letra torpe y plagada de fallos, me
daba cuenta puntual de lo que había sucedido en Elvira durante mi ausencia, tal
como yo en mi carta le había pedido. Decía, entre otras cosas, que mi madre se
había vuelto desde entonces muy melindrosa y que por nada se ponía enferma, con
una languidez que dejaba a todos muy preocupados; el médico que la había
atendido aseguraba que su mal no era físico y que era probable que tuviera
continuas recaídas. Con una crudeza insospechada, mi padre me culpaba al final
a mí de lo que le ocurría: venía a decir que la causa de su enfermedad no era
otra que mi ingratitud, por lo que yo poco menos que merecía su repudio.
Como no podía ser de otro modo, me vi muy
afectado por aquellas quejas desmesuradas de mi padre. Si antes no tenía muy
claro si algún día había de regresar, ahora me costaba mucho vencer el despecho
que sentía para poderlo hacer. A la única a la que hubiera querido ver de mi
familia era a mi madre, a pesar de los sufrimientos que le había debido de
ocasionar. Para mitigar el dolor que por ella sentía, me decía que las cosas no
se habían desarrollado así por mi culpa, sino por otros condicionantes que yo
no hubiera podido evitar.
Con la ayuda de Miguel, a quien confié aquel secreto,
conseguí escapar del estado de abatimiento en que me hallaba; gracias a su
consejo, pude ver que la vida no se reducía a un lamentable episodio que había
tenido lugar en mi pasado, en unos momentos en que yo había actuado movido por
una buena intención, como era la de procurar que todo se resolviera de la mejor
manera posible para Ana. Tenía que ser más optimista, no se cansaba de
repetirme Miguel, con su mano posada
indefectiblemente sobre mi hombro. La verdad es que se mostró como un buen
amigo, siempre dispuesto a escucharme y a insuflar en mi espíritu el ánimo que
en aquel tiempo le faltaba. Como era de natural muy alegre, no paraba de soltar
bromas y chascarrillos con los que entretenerme, la mayoría de ellos acuñados
en sus innumerables andanzas por los sitios más variados.
Con lo que ganaba en la oficina de don Alfonso,
logré comprarme ropa más decente, más apropiada también para los lugares que
ahora visitaba. En marzo, gracias a estos cambios, pude aparecer ante la
sociedad de una forma muy distinta a como antes me había presentado: ya no era
un muchacho desastrado con aspecto quizá de indigente, sino un joven muy
respetable que con gran esfuerzo se estaba abriendo paso en el mundo.
Consciente de esta transformación, intenté
adecuar mis pensamientos al nuevo estilo de vida que parecía haber adoptado,
pues no debía detenerme en mi camino, sino que había de avanzar ahora por él
sin descanso, aun cuando mis pasos a veces tropezasen con obstáculos que no
hubiese previsto. Con el aliento que de continuo recibía de Miguel, traté de
olvidar todo lo que tuviera que ver con aquella triste experiencia del pasado:
busqué ocasiones idóneas para que mi ánimo se esparciera, para que mi mente se
recreara con motivos muy diferentes a los que hasta entonces la habían tenido
ocupada.
Con la osadía que otorga la juventud, me atreví a
secundar a Miguel en sus incursiones por los ambientes nocturnos de Madrid:
descubrí un mundo que yo no hubiera imaginado nunca, compuesto por gentes que
querían vivir de un modo más desenfadado, sin ningún tipo de convenciones o de
prejuicios que pudieran limitar sus ansias de libertad, personas que adquirían
hábitos o formas de vestir muy alejados de los que presentaba la mayoría, con
actitudes que a veces podían parecer irrespetuosas con respecto a determinados
principios. Yo, que había sido educado en una moral muy severa, me extrañaba al
principio mucho de lo que veía: me llamaba la atención el desenfreno con que en
aquellos medios se vivía, el anhelo por disfrutar de todo lo que en el
discurrir de las noches y de parte de los días se ofreciese, porque había veces
en que aquellas reuniones acababan bastante después de que el sol despuntase
por el horizonte.
Aprendí pronto, sin embargo, a no escandalizarme
de nada, quizá porque antes de que lo esperara ya me vi integrado en aquella
nueva sociedad que había descubierto; me di cuenta de que en ella no existían
las divisiones que había normalmente en la realidad, pues todos sus integrantes
parecían estar unidos por unas mismas ideas, en las cuales creían ciegamente
cuando se abandonaban a sus caprichos. La mayoría de ellos eran señores de
cómoda posición o miembros de una bohemia artística y literaria que hubieran
encontrado allí mejor asiento que en otros sitios. Aunque no tenía nada nuevo
que aportar, me acogieron muy bien, posiblemente porque era amigo de Miguel, a
quien todos estimaban mucho.
Como era natural, yo trataba de compaginar estas
escapadas con mi vida laboral, en la cual tenía intención de cumplir con
estricto rigor con todas las obligaciones derivadas de mi cargo. Don Alfonso, a
aquellas alturas, me apreciaba más que a cualquiera de sus otros empleados, no
solo por las capacidades de que yo daba cada día sobradas muestras, sino por la
buena disposición con que acudía a mi trabajo. Él, que era hombre muy
experimentado, sabía reconocer la índole de bondad o de mediocres aptitudes que
se escondía en las personas, sin que se le ocultara nunca ningún detalle que
pudiera ser significativo. Tenía clara conciencia, por otro lado, de cuáles
eran sus principales objetivos, por lo que nunca perdía el tiempo en aspectos
que consideraba secundarios: llevado por un agudo instinto de empresario, sabía
discernir casi de inmediato lo que podía ser más beneficioso para sus
intereses, para lo que hubiese proyectado en un determinado momento.
Con casi veinte años cumplidos, era capaz de
desenvolverme en dos ámbitos tan diferentes: en uno y en otro había aprendido a
comportarme como requerían las costumbres que en cada uno de ellos veía: era
serio y disciplinado en el recinto de la empresa; liberal y hasta mundano, en
las fiestas a las que de vez en cuando me sumaba.
En el mes de mayo, cuando ya la primavera había
triunfado con todo su esplendor por las arboledas y las florestas de Madrid,
conocí en una de aquellas reuniones nocturnas a una joven actriz que acompañaba
a un grupo de artistas. Desde el principio, desde que me la presentaron, me
cautivó su belleza, el fuego que irradiaba de sus ojos, la sonrisa que encendía
todo su rostro cuando algo le interesaba. Era espontánea en expresarse, pronta
y segura en las respuestas que daba, ocurrente en los temas que invitaban a
solazarse. Yo, casi sin querer, me vi envuelto en el halo de atracción que en
torno a ella se creaba, impelido por una especie de fuerza a la que no podía
sustraerme. Fue quizá un enamoramiento repentino, propiciado por todos los
factores que concurrían en aquel agradable entorno en el que me hallaba, por
los efectos del alcohol que ya hubiese ingerido, por el estado de euforia en el
que todos entonces nos movíamos, por el deseo de felicidad que allí parecía
haberse insuflado en mi sangre... Mariana, que así se llamaba la actriz,
encarnaba para mí en aquellos momentos la imagen de algo que yo afanosamente
hubiera buscado, la reproducción de un sueño en el que hubiese sido
inmensamente feliz.
Después de aquel deslumbramiento, no pude
permanecer ajeno a sus efectos, ya que cada día parecía que me encandilasen
más, gracias al modo de desenvolverse que tenía la estrella ante mí, a la forma
como me miraba y me atraía en las conversaciones que mantuviese conmigo, muchas
veces a espaldas de los demás. Yo creía que ella me buscaba, animada por algún
interés especial que se le hubiera despertado hacia mí; advertido por ciertos
indicios, llegaba a pensar incluso que le gustaba, cosa que a mí no podía menos
que henchirme de emoción, sobre todo porque en aquel tiempo me consideraba como
un oscuro planeta a su lado, al lado de un astro tan rutilante, del cual tomaba
yo la luz que en aquellos momentos me envolvía para parecer también de otra
dimensión. Me vi de esta manera arrastrado por su influjo, conducido a un
estado en el que me sentía ebrio de felicidad, colmado de todos los bienes que
en mi azarosa vida hubiera deseado. Casi no era consciente de lo que me pasaba:
era como si hubiera perdido las riendas de mi control, como si hubiese dejado
de ser lo que era para convertirme en un hombre distinto, en una suerte de
individuo que hubiera perdido su capacidad de pensar y que ya solo pudiera
actuar por los impulsos que generaban en él sus instintos más básicos.
Durante muchos días me dejé conducir por tales
sensaciones, todas ellas suscitadas en mí por la presencia estelar de Mariana,
que nunca faltaba a los encuentros que yo tenía con mis nuevos amigos. Su
recuerdo incluso me perseguía cuando estaba en la oficina o cuando descansaba
del trabajo en mi piso: parecía más bien una obsesión, una imagen fija que se
hubiera instalado en mi cabeza para anular todas las actividades que en ella de
ordinario se concitaban. Mi pensamiento estaba prácticamente absorbido por
ella, como si hubiese sido víctima de un hechizo del que no se pudiese
desprender. El enamoramiento en el que había caído era inducido en mí por la
creencia de que era correspondido, por la seguridad de que ella también se
había visto atraída por mí. Era algo que me llenaba de orgullo, algo que me
conmovía profundamente, en especial cuando volvía a verla y me abandonaba de
nuevo al poder de seducción que de ella emanaba.
Todo esto duró hasta que descubrí el engaño,
hasta que me di cuenta de que lo que yo creía no era sino el producto de una
sugestión, provocada en mí por las falsas muestras de cariño de que había sido
objeto durante aquel tiempo. Lo descubrí cuando la vi en brazos de otro, en brazos
de un desconocido que había llegado casi de incógnito al lugar donde se
celebraba entonces la reunión. Me acuerdo de que en aquel instante me sentí
traicionado, como si me hubieran desposeído de un derecho que me había
pertenecido: me vi transformado de pronto en un ser desdeñable, en un ser
agónico que no podía tener ya ningún valor en el mundo; fue como si de repente
hubiese retrocedido en mi estimación, como si me hubieran infligido un golpe
tremendo que me hubiese dejado muy aturdido.
De aquella experiencia aprendí a no fiarme
demasiado de la gente, aunque esto es algo que depende en última instancia del
sujeto que lo vive, del carácter o de la condición con los que le hubiera
tocado nacer. En mi caso, no sé hasta qué punto fueron determinantes el carácter
o la condición, ya que aún tendría que avanzar más en aquel terreno, sorteando
obstáculos o venciendo dificultades que se encargarían de modelar finalmente mi
espíritu.
El recuerdo de Ana, fruto de todo aquello,
volvería a enseñorear mi pensamiento de un modo inopinado, con una fuerza que
yo jamás hubiera sospechado antes: quizá permanecía impreso dentro de mí sin
que yo lo supiera, oculto en algún pliegue de mi cerebro, como una imagen muy
viva que en él se guardase por efecto de un misterioso mecanismo. En mis
sueños, sin que yo la convocase, reaparecía su figura, siempre de una manera
muy sorprendente, en los momentos en que nada hacía presagiar su presencia,
quizá porque había estado esperando su oportunidad al otro lado de mi vida,
camuflada como una sombra entre los esteros de mi subconsciente. Tenía la
certeza, cuando me despertaba, de que seguía queriéndola, si bien después esto
iba perdiendo consistencia a medida que pasaban las horas, desgastado por la
presión que en mí ejercían las obligaciones de mi trabajo. La distancia que
ahora me separaba de ella era quizá el factor más decisivo para que aquel amor
no retornase, para que yo me viera privado de él por la imposición de unos
límites que me resultaban infranqueables. En la carta que se me había enviado
no se hablaba de ella: ni siquiera se la mencionaba cuando se aludía
tangencialmente a mi pasado, cuando se repasaban algunos instantes de él que me
hubieran podido afectar; se notaba que había una clara voluntad por anularla,
por hacerla desaparecer de mi existencia, como si solo hubiera pertenecido a un
mundo que yo hubiera fabricado, un mundo poblado por sueños que yo me hubiera
empeñado en vivir.
El verano en Madrid invitaba a salir por las
noches. Mucha gente del centro se había marchado a la costa, donde tenía
residencias en las que alojarse. La ciudad se quedaba casi desierta a
determinadas horas del día, en las que solo se oía de tarde en tarde el agudo
pregón de los aguadores, en una época en que se agradecía mucho el transporte
del líquido elemento a las viviendas. Yo, como continué trabajando, me tuve que
adaptar a las nuevas condiciones del periodo estival, haciendo todo lo posible
por no malgastar demasiadas fuerzas en tareas que no eran verdaderamente
importantes: como un corredor de fondo, las iba dosificando para que no me
faltasen cuando más necesidad de ellas tuviese, para que mi ánimo no
desfalleciera nunca en el ejercicio de mi empleo.
Algunas noches en que no podía conciliar el sueño
por el calor, salía a pasear; en poco más de veinte minutos, me hallaba en el
Prado, donde muchos madrileños se daban cita para prolongar las horas de la
vigilia, en un ambiente que parecía más bien festivo, a pesar de que los
tiempos no eran demasiado propicios para nadie. Yo me adentraba entre los grupos
de noctámbulos, algunos de ellos animados con cantos y con palmas que causaban
un gran regocijo. Parecía como si el verano hubiera inyectado en los ciudadanos
unas ansias de vivir y de solazarse que en otras estaciones del año
permaneciesen dormidas: a los gestos adustos y circunspectos los habían
sustituido como por ensalmo otros más distendidos, en los cuales era fácil
discernir la alegría que ocasionaba en ellos el encuentro con otras personas.
Yo, como era natural, me veía también arrastrado por aquella corriente
bulliciosa: llevado por su empuje, sentía deseos de participar en aquellas
espontáneas celebraciones, confundido con todos los que allí se congregaban
para festejar el triunfo del verano. El cielo, entre los árboles del Prado,
semejaba un inmenso paño negro, con racimos de estrellas diseminados sobre su
superficie. El tiempo, encantado, parecía que se hubiese detenido para siempre,
anclado en un segundo eterno, un segundo que era a su vez muy similar a otros
que en el pasado se hubiesen sucedido: todo lo que ocurría tenía la apariencia
de haber ocurrido ya en otra época, quizá porque los quehaceres y las
costumbres de los humanos se perpetúan durante siglos.
A finales de julio, volví a escribir a mis
padres: lo hacía esta vez de un modo desesperado, buscando una respuesta clara
a las inquietudes que a veces me desazonaban; la enfermedad de mi madre, sobre
todo, era lo que más me preocupaba, ya que no sabía realmente cuál era su
alcance: temía que se me estuviese ocultando la verdad, quizá porque ya se me
consideraba un poco fuera de la familia, ajeno a las cosas que en ella tuviesen
lugar. Fue una carta muy larga la que escribí, tal vez acuciado por la
necesidad que sentía de explayarme, de referir todo lo que sospechaba acerca de
lo que en mi casa podía estar sucediendo. Pedía también noticias sobre Ana:
quería saber qué había sido de ella, cómo había reaccionado después de mi
partida, de qué forma había ido cambiando desde entonces, en qué tareas la
habían visto ocupada recientemente…
En ausencia de Miguel, que también se había
marchado de Madrid, me dediqué a deambular solo por la ciudad. Hacía ya un año
que había llegado y a veces me asaltaba la sensación de que hubiera
transcurrido mucho más tiempo, quizá porque este no se mide en nuestra
conciencia por los hitos que lo jalonan, sino más bien por la importancia de
los acontecimientos que en su devenir se producen. Igual que me ocurría cuando
llegué, me veía otra vez solo en medio de la multitud: aunque ya no lo era,
volvía a creer que era un vagabundo al que la gente margina, un mendigo
andrajoso al que todo el mundo desprecia sin ninguna piedad. Las calles a veces
me llevaban a los mismos sitios: la Puerta del Sol, centro neurálgico de
Madrid, era uno de los puntos a los que frecuentemente me conducían mis
pasos; de un modo disimulado, me
dedicaba a observar a las personas que allí se concentraban, como si quisiera
ver en ellas los signos de una raza que a mí me interesasen cada vez más.
En uno de estos innumerables paseos me encontré
con Daniel, un amigo de francachelas con quien no había coincidido desde que
estas se habían interrumpido a causa del verano. Daniel era grande, con la cara
muy ancha, salpicada de hoyuelos. Entre sus mayores méritos, destacaba el de
ser un escritor de avezado arte, admirado por los principales adalides de la
moderna literatura. Como muchos de sus compañeros, adolecía de cierta falta de
disciplina, descompensada por su manifiesta propensión a las fiestas y a la
bebida. Era un bohemio confeso que veneraba a Rubén y a los más renombrados
poetas de su cohorte, un hombre que hasta en sus modales y en su forma de
expresarse se echaba de ver un componente artístico del que no hubiera sabido
prescindir. Vestía con afectado desaliño, como si quisiera demostrar con tal compostura
el desorden material que presidía su vida.
Con él compartí muchos ratos, en los cuales
divagábamos sobre todo lo que considerábamos más interesante. Mi concepto del
arte y de la literatura resultaba muy
pobre en comparación con el suyo: yo dejaba que discurriera a sus anchas sobre
estas materias, con términos y expresiones que a mí me parecían a veces
demasiado artificiales, cargados de retórica; como era un hábil conversador, a
mí me tocó más bien callar y asentir, de lo cual Daniel debía de inferir que no
era muy ducho en aquello y que por tanto él había de tener el privilegio de
instruirme y de iniciarme en aquella especie de secta o de sociedad secreta.
Aconsejado por él, me puse a leer algunos libros de poesía que se habían
publicado en los últimos tiempos, con los que me pude formar una idea más
precisa acerca de lo que se estaba escribiendo. Fue una experiencia que me iba
a ser muy provechosa para lo que me sobrevendría después, para lo que me habría
de suceder después de que decidiera cambiar nuevamente de residencia.
Desde mediados de agosto, el tiempo empezó a ser
menos caluroso en Madrid. Algunas tardes los cielos se cubrían de unas nubes
oscuras y espesas que acababan arrojando densos goterones sobre la ciudad,
sepultándola en una atmósfera gris que recordaba los lejanos días invernales.
El olor a tierra mojada lo impregnaba todo, dejando en el ánimo del paseante un
sutil encanto de vida reconquistada, de paraíso entrevisto detrás de los
pesados cortinajes de la realidad. A mí me gustaba sumergirme en aquel
ambiente, quizá porque volvía a reencontrarme en él con mi antiguo espíritu
provinciano, resucitado allí por la acción de aquellas sensaciones tan
embriagadoras. Me daba cuenta así de que a uno siempre le agrada retornar a lo
que hubiesen sido sus principios, grabados en el alma como una impronta
sentimental que siempre nos habrá de caracterizar, una impronta que solo se
reconoce cuando se hallan las condiciones más adecuadas para ello, en los
instantes en que nos abstraemos de las triviales circunstancias en que nos
hallamos.
A final de mes, regresó Miguel, con quien volví a
emprender las mismas aventuras que con él había compartido. Regresaba más
animado si cabe que antes, con más ganas de moverse y de trasnochar por Madrid:
casi se diría que no encontraba freno su deseo de divertirse y de disfrutar de
todo lo que le deparase la vida madrileña, cada vez más agitada a medida que el
verano se acercaba a su fin.
A primeros de septiembre, recibí una carta
remitida desde Elvira. En ella, mi padre me informaba de forma muy escueta de
lo último que allí había acontecido; curiosamente, apenas hacía referencia a mi
madre, por lo que no pude saber si se encontraba mejor: solo decía que había
cumplido cincuenta y ocho años y que cada día preguntaba menos por mí. Como la
anterior, era una carta que parecía que estuviese escrita para concitar mi
dolor, pues aquella simple alusión fue para mí como una daga que atravesó de
inmediato mis entrañas, desprotegidas en aquellos momentos por mi falta de prevención.
Con la ayuda de Miguel, conseguí nuevamente
superar la impresión que me había causado aquel inesperado golpe: gracias a la
medicina que para mí suponían sus palabras, logré después de varios días
reponerme de todo lo que había sufrido. «La vida es una mascarada que no hay
que tomar en serio», decía a menudo él para darme ánimos, por ver de
contagiarme su condición desenfadada y tornadiza.
Septiembre, con sus nuevos ritmos, pareció
remozarme por dentro, dotándome de una predisposición especial para desechar
temores y quebrantos, para buscar en la realidad motivos con los que despabilar
definitivamente mi ánimo, hasta entonces bastante condicionado por lo que había
ocurrido desgraciadamente en Elvira. Como el que se desprende de una vestimenta
que lo abruma, sentí un alivio muy grande cuando comprobé que ya no me pesaban
tanto los fardos de mi pasado, sino que podía vivir liberado de ellos, con la
ligereza de quien desea levantar un vuelo que lo aleje de los mezquinos
embarazos a los que había estado sujeto. Más que como una mascarada, la vida se
me presentaba como un inmenso camino por el que yo había de discurrir ahora en
busca de sorprendentes encuentros: la vida era ancha y merecía la pena
aventurarse por ella, aun cuando a veces hubiera que sortear algunos
obstáculos, algunos inconvenientes con los que uno se hiciera cada vez más
fuerte.
Aunque no fue un cambio que se produjera de forma
repentina, sus efectos no tardaron en percibirse en el trato que normalmente
dispensaba a los demás: si antes había actuado con ciertos reparos, ahora
empezaba a comportarme de un modo más natural, como si se hubieran abierto las
compuertas que impedían conocer mi verdadera personalidad. Lo noté
principalmente en las actitudes que mostraba ahora la gente hacia mí, en la
confianza con que era correspondido en mis saludos y en mis manifestaciones de
afecto y de cordialidad. Con gran sorpresa, pude comprobar que en torno a mí
aumentaban las personas que me querían, quizá cada una con un interés
diferente, por motivos que yo a veces desconocía. Me volví así más
comunicativo, más dispuesto a intervenir en las reuniones de las que formase parte: todo me resultaba ahora fácil
para entenderme con los otros, para ser uno más entre ellos; bastaba con un
nimio asunto para que se iniciara una relación, para que la amistad prosperase
después con fórmulas seguras de acercamiento y de congratulación.
Comenzó así un periodo nuevo para mí, en el cual
tuve encuentros muy prometedores, casi todos ellos propiciados por el cambio al
que estoy haciendo mención. Me sentí por momentos inundado de dicha, movido por
un optimismo ciego que me llevaba a confiar cada vez más en mi suerte: estaba
seguro de que todo me saldría bien, de que todo habría de resultar como yo
hubiese proyectado.
En octubre, cuando ya los cielos de Madrid
aparecían por las tardes manchados de fresa y melocotón, conocí a una joven que
estuvo a punto de ser decisiva para mí. Se llamaba María Encarnación. Era amiga
de un conocido, a quien acompañaba en una de las numerosas reuniones a las que
asistíamos Miguel y yo. Se celebraba algo, quizá la publicación de un libro. Me
la presentó Miguel, a quien a su vez se la había presentado aquel conocido.
Parecía una cadena en la que de unos a otros nos fuésemos pasando el testigo de
una carrera en la que todos íbamos a ser
vencedores. Durante unos momentos creí que yo había visto ya a aquella chica en
otro sitio; era probable, por qué no, que me hubiese cruzado con ella por la
calle, en algún lugar de Madrid. Era guapa, quizá no tanto como la actriz,
posiblemente porque esta cuidaba mucho su tipo. Tenía los ojos verdes, de una
tonalidad muy clara. Era rubia, con el cabello muy largo, aunque lo llevaba
recogido aquella vez en dos trenzas. Por la forma de actuar, daba la impresión
de que fuese algo tímida: le costaba comportarse con naturalidad; cada gesto
que hacía ante mí parecía estudiado, un acto mecánico que apenas descompusiese
la rigidez de su pose. A mí me resultaba un poco difícil hablar con ella, pues
respondía a todo con frases muy cortas, con fórmulas casi convencionales que
apenas permitían continuar el diálogo. Me enteré de que le gustaban la pintura
y la música. En sus ratos libres decía que pintaba, pues desde pequeña era algo
que se le había dado bastante bien. Yo, por mi parte, le conté de dónde era y
qué había hecho desde que llegué a Madrid. Fue una conversación tensa, cargada
de silencios y de miradas pudibundas: nada hizo presagiar en ella lo que
sobrevendría después, la gran confianza con que llegamos a tratarnos. No fuimos
novios, pero casi llegamos a serlo. La verdad es que no sé dónde está la
frontera que delimite un estado de otro. Yo acudía a recogerla muchos días a su
casa y nos dábamos un paseo por Madrid. Poco a poco nos íbamos contando cosas
más íntimas, sentimientos que estuviesen escondidos quizá en nuestro interior
desde hacía bastante tiempo. Nos convertimos así en dos amigos que empezaban a
confiarse sus secretos. La relación se prolongó durante varios meses; en algún
momento yo me sentí atraído por ella, por aquellos ojos verdes de tono muy
claro que no acababan de posarse en los míos con determinación, por aquel ser
pusilánime y sensible que no terminaba de creer en lo que el futuro le tenía
destinado. Es posible que a ella le pasase lo mismo, que se sintiera también
atraída por mí, aunque en su caso no era tan fácil averiguarlo, pues por su
propia timidez a veces tendía a disimular sus emociones, aun cuando ya
hubiésemos avanzado mucho en nuestra amistad. Quizá hubo instantes en que los
dos albergamos los mismos sentimientos, instantes de mayor intimidad en que
deseamos tal vez manifestar al otro que lo queríamos. Me acuerdo de que una
tarde estuve a punto de besarla: llevado por un impulso incontrolable, acerqué
mi rostro al suyo para oír con más claridad lo que me decía, con el fin de que
ella se viera también animada a confiar aún más en mí. Habló de forma
entrecortada, quizá porque había sospechado cuál era mi verdadera intención.
Aguardé unos segundos, unos segundos que se hicieron muy intensos, durante los
cuales traté de imaginar el modo de abordar nuestro beso; casi lo veía ya
plasmado en sus labios, un poco gruesos, muy bien trazados en el conjunto de su
cara, bajo una nariz que describía un dibujo casi perfecto. Los rozaba ya con
mi boca cuando algo me detuvo, quizá una última intuición, con la cual me
apercibía de que ella no se entregaría a mí por completo, probablemente porque
no estaba segura de que me quería. Ante esa posibilidad, depuse enseguida mi
actitud, tratando de simular que me había aproximado a ella para oír mejor lo
que me hablaba, como un gesto que debía de parecer muy natural en el transcurso
de una charla. Yo no sé si María Encarnación fue consciente de lo que había
intentado, es posible que sí lo fuera y que también fingiera que no se había
dado cuenta. Nuestra relación, a partir de entonces, se iría enfriando poco a
poco: mis visitas se harían cada vez más esporádicas, hasta que al final
dejarían de repetirse, cuando ya los cielos de Madrid aparecían a diario
emborronados de nubes, con vientos muy fríos que barrían con gran ímpetu las
calles.
En febrero, después de un tiempo de lluvias
torrenciales, comencé a salir otra vez solo por las tardes. Me apetecía caminar
por la ciudad, es algo que desde entonces siempre he hecho, caminar para
relajar mis pensamientos, para enredarlos con recuerdos que fueran llegando a
mi mente; muchas veces caminaba sin saber adónde me dirigía, conducido por el
azar, por un capricho o una corazonada que me hicieran torcer el rumbo por un
lugar concreto, por una calle por donde no me hubiera internado nunca. Se me
representaba la vida en esos momentos como un espacio habitado que yo había de
recorrer para que tuviera algún sentido, igual que en los juegos de la infancia
los objetos adquieren el valor que el niño en su imaginación les concede: era
una impresión que nunca me ha abandonado desde aquella época, una impresión con
la que necesariamente he convivido a lo largo de todos los viajes que he
emprendido por Europa.
A primeros de marzo, sin que yo lo esperara,
volví a recibir una carta de mi familia. Era una carta extraña, ya que no se
explicitaba realmente el motivo por el que había sido escrita. Se hacía
especial hincapié en mi felonía, a la que se culpaba nuevamente de los males que ahora estaban ocurriendo, aunque no se
aclaraba en qué consistían. Se me acusaba no solo de traidor, sino de mal hijo,
digno de ser repudiado por lo que había hecho. Con gran dureza, se me conminaba
a no volver, a permanecer siempre alejado de Elvira, como si fuera un proscrito,
un individuo abominable que hubiera de cumplir una condena.
Después de aquella carta, yo no supe qué pensar.
Durante algunos días viví desconcertado, sin una conciencia clara de lo que
hacía; apenas podía concentrarme en nada, en el trabajo actuaba sin la
desenvoltura con que me venía moviendo últimamente, a veces cometía errores
imperdonables, ocasionados por mi falta de atención. Tenía la cabeza llena de
escrúpulos, de ideas muy farragosas, de imágenes que no guardaban ninguna
relación. Por las noches me costaba mucho conciliar el sueño: por más que lo
intentaba, no conseguía serenarme para poder dormir. Mis pensamientos no
encontraban el punto preciso para invertir la tendencia que se había
precipitado en mí: luchaba como un náufrago contra las olas de angustia y de
inquietud con que era acometido en el mar de mis tribulaciones, un mar
proceloso que me obligaba a buscar con desesperación un lugar al que asirme, un
promontorio al que encararme para descansar un poco.
Con la primavera experimenté un cierto alivio,
propiciado quizá por los cambios que se produjeron con la llegada de la nueva
estación. Madrid se revistió de una luz más brillante, a veces teñida de
naranja o de lila en las tardes en que se disipaban las nubes, con un sol de
oro colgado sobre el horizonte. Con la fuerza de mi juventud, logré
desentenderme poco a poco de mi pesadumbre: empujado por ella, ingresé de nuevo
en los ambientes que antes había frecuentado, codeándome con gentes que tenían
una visión muy optimista de la existencia, en la cual las sombras eran anuladas
por las luces que sobre todas las cosas se vertían.
Todos los amigos hablaban por aquel tiempo de la
bohemia parisina, entre la que deseaban estar mezclados. Yo, en lugar de
desearlo, determiné sumarme a ella. Necesitaba huir, huir de aquel mundo en el
que hasta entonces había vivido: si antes había huido de Elvira, ahora había de
hacerlo de Madrid. Debía alejarme de mi pasado, no solo a través de mi mente,
sino también por medio del espacio: cuanto más lejos estuviera de Elvira,
mejor, más a gusto me sentiría, más a salvo me encontraría de todos los
fantasmas que me perseguían, azuzados ahora por aquellas palabras envenenadas
que había leído en la última carta. La huida era el único medio con que contaba
para seguir confiando en mí mismo, para continuar el camino que desde hacía ya
casi dos años había emprendido. Yo no podía quedarme parado, quizá se trataba
de una reacción que se gestaba en mi subconsciente, una mentira camuflada de
nuevo de verdad que me impelía a realizar lo que hubiese pensado que era más
conveniente para mí. Si continuaba en Madrid, era muy probable que acabara
cediendo: la cercanía de mi pueblo tal vez me condicionaría bastante, caería
sobre mi conciencia como un peso del que nunca podría desembarazarme; Madrid de
algún modo se había convertido en una continuación de él, en un remedo ampliado
de lo que había sido mi vida en un rincón del sur. Si no me iba, como digo, era
muy posible que cediera a la tentación de volver, a la tentación de enfrentarme
otra vez a mi pasado, ante el que inevitablemente habría de sucumbir. Yo tenía
que seguir alejándome para que mi personalidad continuara ilesa, para que el
ser que se iba formando dentro de mí pudiera liberarse definitivamente de los
miedos que lo atenazaban. Era una decisión que, como todas, necesitaba ir
madurando: ya he apuntado antes que no soy tan impulsivo como a primera vista
parece, pues en muchos momentos me paro a pensar las consecuencias que me puede
deparar una determinada resolución. En aquel caso, me concedí una tregua:
quería sobre todo estar seguro de los motivos que me inducían a abandonar
Madrid.
Durante los meses siguientes, continué afanado en
mis tareas, tratando de ejecutarlas con el máximo rigor. La idea de marcharme
hacía que me entregase con más pasión a ellas,
como si viera en su cumplimiento una forma de ir madurando mi decisión.
Nadie sabía lo que pretendía hacer: era un secreto que conservaba en mi
interior; si se lo comunicaba a otros, no era raro que se devaluase o que
perdiese la fuerza con que yo lo había concebido; los otros podían desvirtuarlo
con sus objeciones o con sus intentos de disuasión.
Mientras tanto, la primavera avanzaba sobre
Madrid, abriendo en su ancho espacio panorámicas que no se habían contemplado
antes, en los días en que la ciudad apareciera envuelta en una sábana de
neblina azul. Ahora era todo diáfano, de perfiles muy nítidos, un paisaje que
semejaba haber adquirido una dimensión nueva, una amplitud de límites
indefinidos, de vagas lejanías. Parecía una ciudad rejuvenecida, con montones
de edificios entreverados de espesa arboleda, con calles de diverso trazado que
se cruzaban o que se confundían en lugares de mucho tránsito, donde una
población bulliciosa se congregaba por diferentes motivos. A mí me gustaba
mezclarme con ella, sentir su pulso, vibrar con él en privado, como si fuera un
ladrón que disfrutase con la delectación del objeto que hubiese robado, un
ladrón anónimo que andaba suelto en medio de la multitud. De alguna manera
sabía que también me estaba despidiendo de ella, aunque sería probablemente la
misma que me habría de encontrar en otros sitios, la misma masa de gente con la
que tendría que convivir en París en el caso de que me fuera.
En junio, cuando ya la ciudad se cubría de
jirones de encendida calina por las tardes, tomé el firme propósito de dar por
concluida mi estancia allí. Para realizarlo, tuve que informar a don Alfonso de
que dejaba definitivamente el cargo para el que me había contratado. Le
expliqué las razones por las que lo hacía, aunque no estoy seguro de que las
comprendiera. El que sí me entendió, igual que pasó con Ernesto, fue Miguel,
quizá porque él también estaba poseído del mismo espíritu aventurero que yo. Me
dijo que lo sentía mucho, pues me consideraba como uno de sus mejores amigos, y
se despidió de mí con un fuerte abrazo. Un abrazo cuyo calor todavía puedo
percibir, oculto en algún receptáculo de mis sentidos. Hoy sé que la amistad no
se pierde y que por mucho tiempo que pase siempre se conserva un latido de
ella, un resto de amor que todavía pervive y que se confunde a veces con el
aluvión de otros sentimientos más perentorios.
La verdad es que cuesta mucho despedirse de los
seres que más nos quieren, aunque esto es algo que se aprecia en su justa
medida al cabo de los años. Al salir de Madrid, pensé que mi sino no era otro
que viajar, en busca de una felicidad que yo creía entonces muy lejana, una
felicidad cuya semilla estaba ya germinando
quizá en mi corazón aunque no lo supiese.
3
París me deslumbró desde el primer momento. Me
pareció una ciudad vieja, con cierta presunción de moderna, con aire quizá de
provinciana que se ha revestido con todos los atributos que hubiesen caído
sobre ella. Tuve la impresión también de que se trataba de un lugar que
estuviese ya prefigurado en mi destino, un lugar al que yo había de ir
indefectiblemente, obligado por mi suerte o por los múltiples azares que en mi
vida se hubieran presentado. Había algo en ella que me atraía fatalmente, quizá
esa misma mezcla de vejez y de espíritu contemporáneo, tal vez la gracia con
que parecía ofrecerse al recién llegado, la coquetería con que se manifestaba
al viajero para ser descubierta. Su belleza era, pues, el resultado de un
conjunto de elementos muy diferentes, el efecto de una amalgama en la que todo
estuviese colocado en un perfecto orden. Era una ciudad que parecía todavía
anclada en la historia, con manifestaciones de un presente que semejaban
también restos de otra época, quizá porque allí todo estaba condenado a ser
antiguo. La misma torre Eiffel, símbolo por excelencia de un arte nuevo, tiene
algo que la hace vieja, quizá su propia hechura, tan controvertida por quienes
solo vieron en ella un monstruo de hierro.
Los primeros días los pasé en una pensión. Había
llegado con un caudal considerable de dinero, mucho mayor que el que había
tenido cuando llegué a Madrid: en lugar de malgastar lo que ganaba con mi
trabajo en fruslerías o en lujos innecesarios, lo había ido ahorrando en espera
de una mejor oportunidad para invertirlo, exactamente como había hecho mi
padre, de quien tal vez había heredado el espíritu previsor con que atendía sus
deberes. Al principio me costó bastante comunicarme con las personas con las
que había de tratarme: lo hacía con señas o con las pocas palabras que sabía
del francés, aprendidas casi todas en Madrid, en los ambientes en que me movía
con Miguel. La verdad es que con buena voluntad es fácil vencer todas las
barreras que se interponen en nuestra relación con los demás: lo comprendí más tarde,
cuando después de haber progresado algo más en el dominio del francés me atreví
a usarlo con resolución con toda clase de interlocutores, sin que me importaran
los fallos o los defectos de pronunciación en que había de incurrir; de esta
manera conseguí avanzar también en mis exploraciones por la ciudad, con las que
llegué a acceder a cierta información que podía ser muy valiosa para mí.
Vivía en la rue Mouffetard, una calle estrecha de
caserones destartalados, con muchas tiendas. Desde allí partía todas las
mañanas hacia distintos puntos de París, casi siempre conducido por el azar,
por una determinación imprecisa que se hubiera despertado dentro mí, por el
afán de descubrir algo que me pudiera dar la clave para conocer mejor la
ciudad. Me gustaba sobre todo pasear por los muelles del Sena, donde a veces me
detenía para observar a los pescadores apostados junto al río o para hojear los
libros de los tenderetes colocados contra el pretil. París ofrecía pequeños
placeres que sólo podía disfrutar quien estuviese predispuesto para ello; para
un transeúnte normal era posible que pasaran desapercibidos, especialmente si
aquello formaba parte para él de una inveterada rutina. En mi caso no era así:
yo salía siempre ilusionado con encontrar algo nuevo, ávido de descubrir quizá
un secreto bajo la apariencia estática de las cosas, alguna sensación que no
hubiera advertido nunca, suscitada por aquellos sitios por donde ahora
transitaba, alguna sensación que llegase a mí de forma imprecisa, parecida a un
deseo que no hubiera terminado de formularse, a una ensoñación vislumbrada en
un pasado que tal vez ya no existe… Pasear bajo los olmos y los álamos del Sena
era para mí una delicia, sobre todo por las tardes, cuando la luz moría en las
aguas del río con reflejos de oro y de bronce.
Igual que me ocurrió en Madrid con Miguel, en
París también hallé el compañero ideal que me entendiera. Me encontré con él
una mañana en el museo de Luxemburgo, después de que nos hubiéramos parado los
dos a contemplar unos cuadros de pintores impresionistas. Tenía un aire
evidente de artista, con el cabello crespo, enredado en torno a la frente de
manera caótica. Era rubio, con la tez muy clara, los ojos de un azul casi
transparente, dueños de una gran viveza. Vestía con desaliño, aunque en él tal
descuido no parecía tan estudiado como en otros representantes de su profesión
que yo había conocido. Sus manos eran grandes, con cierta tosquedad que fuera
más propia de un campesino o de un hombre avezado a duros oficios, como habría
sido yo si hubiera continuado en Elvira. Habló él primero, me preguntó en un
francés muy semejante al que yo empleaba si me gustaba aquella pintura. Después
de responderle, mantuvimos una
fructífera conversación que se prolongó durante varias horas. Como yo había presumido,
era pintor. Procedía de un pueblo de Aragón y había recalado en París en busca
de fortuna, atraído por el poder de seducción que ejercía la bohemia en los
jóvenes artistas. Me contó muchas cosas acerca de lo que había descubierto
desde que llegó a la capital parisina; casi se diría que se comportaba como un
anfitrión que hubiera de atender a sus invitados con la mayor deferencia, quizá
porque él llevaba ya más tiempo allí que yo. Hablaba con mucho entusiasmo, con
un acento que podía parecer demasiado ingenuo en él, en un tipo que casi ya
rayaba en los veinticinco años, como se encargó de aclarar en el transcurso del
diálogo. Lo que más me llamó la atención de Dámaso, que así se llamaba, era su
facilidad para comunicarse conmigo, quizá porque hubiera visto en mí a un
camarada seguro en quien podía confiar, tal vez a un paisano de su mismo pueblo
que se hubiera encontrado con él casualmente en un lugar de París. Aunque su
forma de expresarse era muy diferente a la mía, noté yo que había muchos otros aspectos
que nos igualaban, quizá un fondo cultural que venía a ser muy semejante,
producto a su vez de la educación que ambos habíamos recibido: entre él y yo
realmente había muy pocas diferencias, los dos habíamos nacido en sendos
pueblos, dedicados fundamentalmente a la agricultura, de la cual se abastecían
para su subsistencia.
Vivía Dámaso en un apartamento del boulevard
Saint-Michel, adonde no dudó en invitarme para que lo viera. Se trataba de un
cuarto muy amplio, con varios espacios destinados a distintos menesteres.
Ocupaba el centro de la pieza una mesa muy grande, cubierta entonces de muchos
papeles de periódicos y de revistas semanales, sobre los que había algunos
botes de pintura. Por todos lados se hallaban cuadros, algunos de ellos sin
terminar, como si no hubieran acabado de convencer al pintor. Los había de muy
variados temas, aunque predominaban los paisajes, casi todos de ambiente
urbano, de calles o de jardines que quizá perteneciesen a París, donde ahora
Dámaso estaba asentado. No era por lo general una pintura figurativa, sino que
se advertía en ella cierto interés por la descomposición, por la presentación
de una realidad que se hubiera reflejado en el espejo deforme de la recreación
artística, algo así como había intentado ya el impresionismo, aunque en este
caso no se hacía de manera tan sistemática, según el resultado de unas
impresiones de luz y de color. En la pintura de Dámaso había una desfiguración
mayor que lo acercaba al arte contemporáneo, a los estilos que en los últimos
años se venían cultivando. Por lo visto había vendido algunos cuadros, con lo
cual se mantenía en aquel apartamento, aunque a veces se veía al final de mes
muy apurado: me contó que para pagar el alquiler había de realizar con
frecuencia algunos trabajos que su mismo patrón le encargaba, advertido de las
necesidades que tenía.
Como nos llevábamos muy bien, acordamos que yo me
iría a vivir con él: de esa manera se podría pagar mejor entre los dos el
apartamento, pues a lo que a uno le faltara lo supliría el otro fácilmente con
su aportación. Una vida en común resultaba para ambos mucho más ventajosa que
por libre, sobre todo si estaba basada en una amistad verdadera, como así
creíamos que había de ser la nuestra.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que aquel
fue uno de los periodos más venturosos de mi existencia, a pesar de las
vicisitudes que todavía hube de superar. Me animaba una gran ilusión, la
ilusión de abrirme paso por aquel abigarrado mundo, en el cual me aguardaban
sorpresas que yo no era aún capaz de sospechar. Tenía conciencia además de que
atesoraba cualidades que no había terminado de desarrollar y de pulir. Mi
facilidad para la escritura, por ejemplo, era algo que yo había de seguir
cultivando, pues me podía deparar aún beneficios que tal vez me resultaran muy
útiles. Para ello no debía descuidar nunca la lectura, cantera inagotable de
recursos para escribir cada vez con más solvencia. En los tenderetes del Sena
adquirí algunos libros en francés de autores muy importantes del siglo XIX. Con
la ayuda de un diccionario, los fui leyendo poco a poco, al tiempo que
descubría que mi capacidad para entenderlos era cada día mayor. Me ayudaba
mucho para esta comprensión la práctica habitual del idioma, con la que había
conseguido ya considerables adelantos.
Al cabo de tres meses, tuve que buscar una fuente
de ingresos para mí. La suerte, igual que en Madrid, condujo mis pasos durante
varios días hasta que al final la hallé en uno de los muchos restaurantes que
había en la ciudad. El dueño, un bretón muy simpático, debió de ver en mí a un
español capacitado para su negocio, dotado quizá de unas facultades que no eran
muy comunes en aquellas tierras. Para él, como hube de comprobar más tarde, era
muy importante caer bien a los clientes: el servicio había que hacerlo con
agrado, con artes que no estaban al alcance de todas las personas que se
pusieran a cumplirlo. Yo, por lo que deduje de su trato, era de las que reunían
tales condiciones, quizá por mi modo sureño de actuar, en el que se mezclaban
una aparente indolencia y cierto desparpajo, muy apreciables quizá en mi manera
de hablar, marcada por un acento andaluz del que todavía no había acabado de
desprenderme.
Monsieur Artaud, que así se llamaba el bretón,
era hombre de complexión muy recia, con un bigote espeso, la mirada ancha,
abierta a un mundo del que parecía estar enamorado. Vestía con elegancia, de
acuerdo con el lugar que le correspondía, con la categoría social que le
proporcionaba la regencia de su negocio. En su comportamiento, sin embargo, se
percibían restos de una anterior vida, en la que por lo visto había sido
marino, casi un lobo de mar que había surcado innumerables millas y atracado en
infinidad de costas, siempre rodeado de un halo de misteriosa leyenda. En los
ratos en que se hallaba libre de obligaciones, con la euforia que le otorgaba
la cerveza que se hubiese tomado, con un pie en el estribo del mostrador, solía
contar muchas de las peripecias por las que había pasado, en un tono que hacía
recordar el de los viejos rapsodas medievales, pues lo relataba todo de un modo
muy enfático y ampuloso, deteniéndose en aquellos detalles que consideraba más
importantes para una mejor comprensión de la historia. La verdad es que era un
buen narrador, dotado de una gran capacidad para conectar de inmediato con sus
destinatarios, para despertar desde el principio su interés por lo que iba a
relatarles. Aprendí de él a contar las cosas de un modo diferente, como si
estuviera obligado a mantener la atención de mis supuestos oyentes todo el
tiempo que durara mi intervención, igual que hacía él con el grupo de
parroquianos que quedaban en su restaurante, ante los que desplegaba todo su
arte narratorio con gran aparato de gestos y de miradas elocuentes.
Los días en que descansaba de mi trabajo los
dedicaba a escribir. Había empezado por meros apuntes, por notas sueltas en las
que intentaba registrar todo lo que estuviera viviendo. Más que de un diario,
aquello iba tomando la forma de un cuaderno personal, en el cual trataba de
expresar todos los sentimientos e impresiones que durante aquellos días me
asaltaban; era una especie de ejercicio con el que conseguía ir depurando mi
estilo, hasta dejarlo cada vez más preparado para acometer cualquier tipo de
registro o de modalidad textual.
De estas anotaciones breves pasé al relato:
escribí cuentos, al principio muy simples, casi para niños, tal vez porque este
género conserva en el fondo un carácter ingenuo que lo acerca a la literatura
infantil, como si los receptores de los cuentos hubieran de ser siempre niños. Eran
piezas cortas que después se fueron agrandando hasta adquirir la dimensión de
un relato más complejo, siempre al modo que yo había aprendido de mis
principales maestros, entre los que últimamente tenía un gran peso Honoré de
Balzac, uno de los mejores escritores franceses del siglo pasado.
A los
libros que había comprado en los tenderetes les sucedieron otros que había
sacado en calidad de préstamos de la Bibliothéque Nacionale. La lectura se
convirtió para mí en una práctica habitual, sin la cual no podía vivir:
necesitaba leer a diario, siempre encontraba un rato para ello, antes del
desayuno, en el trayecto que seguía hasta el restaurante de monsieur Artaud, en
los intervalos de mi trabajo, en el regreso a casa… Leía mientras caminaba,
tumbado en la cama antes de conciliar el primer sueño, sentado a la mesa de un
café de París…
No todos eran libros en francés: también los
conseguía en español, normalmente ediciones de clásicos que habían llegado a
París a través de un mercado de segunda mano. Me gustaba mucho Cervantes: El Quijote me lo fui leyendo al tiempo
que también seguía otras lecturas; yo ya había leído antes algunos capítulos de
la inmortal obra, con cuyo contenido estaba ya muy familiarizado; lo que más me
llamó la atención ahora fue su estilo, sin el cual estoy seguro de que El Quijote
no podría ser el mismo, un estilo que estaba presidido por la intención
humorística, por el deseo de trasladar al lector una historia que le divirtiera
y que lo obligara a pensar en las claves sobre las que había sido hecha, porque
el humor no es algo inocuo, sino que contiene siempre una crítica o una postura
filosófica acerca de la vida.
Leí mucho, como digo. La lectura me siguió
aportando muchos recursos y técnicas para el ejercicio de la escritura. Después
de seis o siete meses, me di cuenta de que entre el español y el francés había
quizá más semejanzas que diferencias; las diferencias eran de tipo fonético o
léxico, pero las estructuras sintácticas eran muy similares, prácticamente las
mismas, lo cual es muy importante, pues la escritura de una lengua tiene su
base fundamental en la sintaxis, en el modo en que se relacionan las palabras
para construir unidades cada vez más grandes.
Mientras tanto, París me continuaba deslumbrando
con su innegable embrujo. Siempre que podía, salía a pasear, igual que había
hecho en los días que siguieron a mi instalación en la ciudad: paseaba por
cualquier sitio, a veces acompañado de Dámaso, con quien compartía el gusto por
la contemplación de los paisajes. No solamente lo hacía por los muelles del
Sena, siempre tan románticos, sino también por otros lugares quizá más
prosaicos, en los que no era raro tampoco que hallase algún motivo que pudiera
deleitarme.
El jardín de Luxemburgo era uno de mis destinos
habituales, sobre todo porque allí se hallaba también el museo, donde yo solía
extasiarme contemplando los cuadros. Era aquel un espacio grande, cuajado de
verdura, en el que uno siempre encontraba la paz que anhelaba su alma, el
sosiego que necesitaba su espíritu para elevarse a cimas cada vez más altas.
Había allí un silencio que sobrecogía desde el primer instante, un silencio que
agujeraban de pronto los cantos impenitentes de los pájaros que anidaban en los
árboles, un silencio que arañaban a veces los rumores suaves de la fronda
cuando el viento la agitaba. Uno tenía la grata sensación de estar asistiendo a
un emotivo concierto, en el cual alternaban las flautas y los oboes de los
pájaros con el violín quedo de las ramas, con largas pausas de silencio que
hacían aún más conmovedora y profunda la música que allí se estaba escuchando.
París me deslumbró también en los días de lluvia.
Todas las impresiones anteriores quedaban borradas por la lluvia, por aquella
cortina de agua que envolvía entonces la ciudad. Nada de lo que se hubiera
sospechado antes tenía, en efecto, sentido: parecía como si todo hubiese
retrocedido en el tiempo, como si todo perteneciese entonces a una edad
imprecisa, a una época del pasado que permaneciese aún viva en la historia. El
presente había sido anulado por la lluvia, por aquella atmósfera gris que se
había apoderado de la realidad, semejante a un sueño en el que hubiera acabado
por sumergirse la conciencia, un sueño en el que las cosas aparecían entonces
desvirtuadas y caprichosas, con un aspecto que difería bastante del natural,
del que hubieran tenido en los días en que los ojos se hubieran posesionado de
ellas. Tal era la sensación que predominaba cuando llovía, cuando París quedaba
sepultado bajo la lluvia: se veían las calles difuminadas, con los contornos de
las casas agrupados en un borroso boceto, en un conjunto desordenado de líneas
y de sombras que aún no hubiera terminado de concretarse. No existían perfiles,
los límites habían desaparecido, disueltos en aquella mancha acuosa que se había
extendido por todos los sitios. Se mostraba todo deforme, como salido de una
especie de cataclismo, de una sumersión en los subterfugios del tiempo: los
principales monumentos de París perdían también los rasgos que los definían,
los atributos por los que hubiesen llegado a ser inigualables; se convertían en
esbozos de sí mismos, en prefiguraciones de lo que luego habría acabado por
realizarse.
Yo encontraba aquel panorama muy poético: aquella
vuelta al pasado se me antojaba teñida de melancolía, impregnada de una dulzura
que hacía evocar los años del romanticismo. La lluvia resucitaba también viejos
sentimientos, arrumbados en el alma por la acción de otros agentes más
poderosos: no solo la realidad se tornaba más antigua, sino que uno mismo
regresaba también a su infancia, cuando observaba de niño cómo caía la lluvia
en el patio de su casa. Daba la impresión de que era algo intemporal, un hecho
que ocurriese a la vez en distintos momentos, una suerte de prodigio que
convirtiese los recuerdos en sucesos actuales.
Yo compartía con Dámaso muchas de estas
impresiones. La verdad es que siempre es bueno tener al lado a alguien a quien
contar nuestros secretos, a quien referir a veces nuestras dudas, nuestros
temores acerca de un determinado presentimiento. Conversábamos mucho, sobre
todo cuando los dos nos hallábamos ociosos en el apartamento; había temas que
nos interesaban más, sobre los cuales opinábamos con un ardor que solo podía
ser achacable a nuestra juventud, al espíritu de lucha y de entrega que nos asistía.
Dámaso se reveló a mí como una persona muy sensible, capaz de las emociones más
tiernas. Entre otras muchas cosas, me contó cómo había sido su niñez en el
pueblo donde nació, una niñez que estuvo marcada de una forma muy especial por
la muerte repentina de su padre. Tenía él tan solo ocho años y era como yo el
menor de los hermanos. Lo pasó muy mal, pues mientras sus hermanos se dedicaron
desde muy temprano a trabajar a él no le quedó más remedio que permanecer en la
casa con la madre, a quien ayudaba en todas las tareas domésticas, mucho más
duras de las que se hacen hoy, ya que en ellas se incluía también el cuidado y
la limpieza de los animales. Con nueve años ya salía con un pequeño rebaño de
cabras a los montes: decía que fue este al final el trabajo que más le había de
gustar, pues se lo pasaba muy bien con las cabras en los montes, donde
comenzaría muy pronto a disfrutar de todos los encantos que la naturaleza le
ofrecía, de los que luego daría buena cuenta en sus cuadros; aseguraba que su
vocación de pintor empezó a germinar en él entonces, en medio de las breñas y
de los pedruscos por donde caminaba, en la cima de los collados por los que a
veces discurría, desde donde tendía su vista con profundo deleite para abarcar
todo lo que ante ella se mostraba, un paisaje abrupto de tozales y de colinas
que descendía hasta un valle de gran anchura, por el que serpeaba un riachuelo.
De vez en cuando rompía el hilo de su discurso para volver a mencionar al
padre, a quien parecía seguir echando de menos a pesar de que él era un niño
cuando murió: decía que se acordaba de él perfectamente y que en sus sueños
muchas veces se le aparecía con los mismos rasgos con los que lo había
conocido, como un hombre maduro que todavía no había comenzado a envejecer, con
la tez muy morena, la mirada audaz y algo provocativa, con el pecho muy grande,
del que siempre asomaba un manojo de pelos por la abertura de la camisa,
siempre tierno a pesar de su tosco aspecto, a pesar de sus manos rudas y
desabridas. Más o menos así lo evocaba Dámaso cuando se ponía a describirlo,
cuando rememoraba los instantes en que todavía creía estar junto a él.
Yo también le hablaba de mis padres, aunque en mi
caso concurrían determinadas circunstancias que inevitablemente habían de
enfriar mi relato, sobre todo cuando acudía a mí el recuerdo de las últimas
cartas, en las cuales casi se me conminaba a que los olvidara, a que me
separara cada vez más de ellos. Una fuerza superior a todo esto, que todavía
pervivía en mí, me animó a escribirles nuevamente: me dije que no estaba de más
que supieran por lo menos dónde me hallaba ahora, después de un año en que
habíamos dejado de comunicarnos, más por la actitud que ellos habían demostrado
en sus escritos que por la mía, pues la mía no era sino una reacción natural
ante lo que en ellos había advertido. Les escribí, en fin, contándoles todo lo
que había hecho durante aquel largo periodo, todas las sensaciones que había
experimentado en mi nuevo lugar de residencia.
Al contrario de otras veces, no tuve que esperar
mucho tiempo su respuesta. Llegó antes de lo que yo presumía, aunque en esta
ocasión me iba a deparar una desagradabilísima sorpresa, mucho peor que las que
ya había recibido en anteriores mensajes. Se trataba del fallecimiento de mi
madre, acaecido dos meses después de que yo me instalara en París. Se me decía
en la carta que se me había remitido una al domicilio de Madrid para
comunicarme el fatal desenlace pero que desde allí se había devuelto a Elvira
por no haber podido dar con el destinatario. Al dolor de la inesperada noticia
se sumaron en aquellos instantes los escrúpulos que yo siempre había sentido,
unos escrúpulos que parecían haber invernado en mí como alacranes bajo las
piedras de mi conciencia y que ahora salían a la luz para clavarme sus afilados
aguijones. Solo pensaba en el tiempo que yo había vivido sin saber que mi madre
había muerto, en los buenos ratos que había pasado mientras ella ya no existía.
Me daba mucho vértigo de considerarlo, de comparar mi situación durante
aquellos meses que habían transcurrido con los sufrimientos que en mi familia
se habían padecido. Dámaso, que se hallaba presente, trató de consolarme: igual
que Miguel, intentó que recapacitara y que volviera a cobrar la cordura para
ordenar un poco mis sentimientos. Hablando con él, empecé a darme cuenta de que
lo que había sucedido era ya irrevocable, un
hecho del que yo no había de tener ninguna culpa. Aquellos
remordimientos que experimentaba eran más bien enfermizos, una especie de deuda
que yo hubiese contraído con mi pasado, una mancha o un peso de los que pronto
tenía que liberarme.
El recuerdo de mi madre fue para mí el mejor
lenitivo. El amor con que ella me había tratado en mi más tierna infancia no
podía olvidarlo, permanecía dentro de mí dando aún calor a mi ser íntimo, como
unas ascuas que todavía continuasen encendidas, un resto de lo que había sido
el fuego que a mí me había animado. Yo estaba seguro de que en virtud de ese
amor ella me habría perdonado, en el caso de que realmente hubiera cometido
algún acto reprobable: era algo de lo que no debía dudar, sabía que mi madre me
había de querer siempre, por muy adversas que fuesen las condiciones para ello,
por mucha cizaña que hubiesen sembrado en torno a ella para que el trigo de sus
buenos sentimientos no creciese. Esto me reconfortaba como ninguna otra cosa:
su recuerdo me habría de perseguir en aquellos días de forma constante, la
impresión de que ella me escuchaba en los momentos en que me encontraba más
decaído, la sensación de que incluso me acariciaba como cuando era pequeño;
intuía su presencia a mi lado a pesar de la enorme distancia que ahora me
separaba de los lugares donde había convivido con ella, quizá porque su
presencia ya no dependía de un cuerpo determinado, sino que estaba ahora
resuelta de un modo diferente, de un modo que solo podía ser captado por las
potencias del espíritu, por las antenas de un alma que no había dejado de
presentir su aliento. Puedo decir que ella me salvó de caer en una depresión de
la que tal vez nunca me hubiera levantado, me dio una fuerza inopinada para que
no desconfiara más de mi suerte, para que siguiera soñando con un futuro en el
que yo pudiera convertirme al fin en un hombre de provecho. Tenía que luchar,
me decía con insistencia, tenía que luchar en nombre de ella, como si hubiera
de corresponder así a todos los afectos que no habían podido manifestarse desde
que yo salí de Elvira: era un hueco que había de rellenar con mi trabajo, con
mi esfuerzo constante por descollar en un mundo que se me presentaba siempre
muy complicado.
Fue así como me sobrepuse a mi desgracia: si
hacemos caso a las voces enemigas que se alzan en nuestra conciencia,
difícilmente podremos alcanzar lo que nos proponemos; debemos, por el
contrario, atender a nuestras ilusiones, a todos los sueños que vamos
albergando mientras vivimos, especialmente si son buenos para nuestro espíritu,
para las aspiraciones que de él siempre cabe esperar. Yo me había propuesto
dedicarme a la literatura: era consciente de que escribía bien y no estaba dispuesto
a desaprovechar un don tan importante; lo que no tenía claro quizá era si lo
haría de forma profesional o como mera afición, eso era algo que se dilucidaría
más tarde, cuando tuviera que enfrentarme a la realidad. Era tal vez mi
principal sueño, igual que el de Dámaso era ser algún día un pintor muy
admirado. Una tarde estuvimos hablando precisamente sobre ello. No habíamos
salido a causa de la lluvia y permanecíamos los dos en el apartamento, un poco
cansados de habernos dedicado durante varias horas a nuestras respectivas
labores. Dámaso había retocado un cuadro, lo había hecho con el primor que en
él eran tan habitual, con un esmero casi de amanuense. Yo había escrito una
semblanza de mi madre, a la que trataba de evocar como una persona muy virtuosa,
con atributos poco menos que angelicales, tal como en aquellos días yo a menudo
me la representaba. Los dos, como decía, necesitábamos un descanso, un
intervalo quizá para nuestros quehaceres, pues era bueno que estos se
realizaran siempre de manera relajada. Por eso nos pusimos a hablar sobre lo
que pensábamos, sobre lo que en esos instantes más nos interesaba. Dámaso me
volvió a confiar que deseaba ser famoso para que sus cuadros se conocieran. «La
fama es el precio que tengo que pagar por ello», comentó con cierto pesar, como
si le molestara de veras que el conocimiento de su obra tuviera que estar
ligado necesariamente al prestigio. Yo, por mi parte, aseguré que el prestigio
no me preocupaba, pues consideraba que era un valor añadido, un valor que concedía
la sociedad a las personas que más hubiesen destacado en una determinada época.
Yo quería hacer simplemente lo que me gustaba, le dije, sin más pretensiones
que las de cubrir las necesidades materiales de cada día. Le confesé, llegado a
aquel punto, que quería ser escritor, a lo que él me respondió que ya lo era y
que solo me faltaba publicar para que a partir de entonces la gente me leyera.
«Publicar es muy difícil», repuse.
«Hasta que no lo intentes no podrás hablar», replicó él, como si tratara de animarme
para que lo hiciera. «Cuando uno descubre que tiene un don, lo quiere explotar
al máximo: la escritura me ha permitido, entre otras cosas, conocerme mejor a
mí mismo», expuse yo al hilo de aquello, contento por conversar ahora acerca de
lo que a mí más me interesaba. Dámaso habló después sobre lo que para él
significaba la pintura: era un medio para apropiarse de la belleza que uno
encuentra en el mundo, dijo con el entusiasmo que él solía poner en todo lo que
hacía, un entusiasmo que no había perdido la gracia de la juventud con que se
conciben los proyectos más desproporcionados.
Dámaso era así, un tipo muy afable que a veces se
dejaba arrebatar por los ideales que en su mente se hubiesen insinuado, en los
cuales creía de un modo incondicional, con la intrepidez de quien no ha
conocido todavía el fracaso. La verdad es que respondía como ningún otro al
modelo del artista bohemio y alocado, ingenuo en todos sus planteamientos
vitales.
Si como pintor parecía tan ilusionado, en los
asuntos relacionados con el corazón no se mostraba de otro tenor. A poco de
estar viviendo con él, ya me había hablado de varios romances que había tenido,
todos ellos pasajeros, frustrados quizá por la misma impaciencia de él por
convertirlos en algo más estable. Después de que se malograra uno no tardaba en
ilusionarse con otro, sin que hubiera entre ambos apenas un intervalo que le
ayudase a reflexionar sobre lo que hubiese sucedido: yo casi lo envidiaba por
aquella facilidad que tenía para encadenar noviazgos, para suplir con una nueva
mujer a la que antes parecía haberlo enamorado. Decía, para justificarse, que
aún no había encontrado a la que para él estaba destinada, a aquella con la que
siempre hubiese de congeniar, conformada de tal manera que solo bastaba que la
hallase para que se produjese una unión perfecta. «Si ha sido creada para mí,
nada podrá impedir que lo sea», concluía con cierta arrogancia.
Un día, casi dos años después de que empezáramos
a vivir en el mismo apartamento, se presentó en él con su última novia. Sería
ya la cuarta o la quinta que había llegado a tener desde que yo lo conocí. En
este caso se trataba de una suiza de maneras muy elegantes, con la cual había
coincidido en una especie de homenaje que se había dado a un célebre pintor
parisino. Se llama Solange, era muy alta y delgada, con el cabello rubio, los
ojos azules, los labios prominentes. Según me dijo Dámaso en su presentación,
era investigadora: se dedicaba a estudiar aspectos relativos al arte, los
principales secretos por los que las grandes creaciones han acabado cautivando
a los hombres; trabajaba, según él, para una revista especializada que le
pagaba muy bien los artículos que escribía, aunque sobre este punto pareció
disentir la prometida. Por lo poco que hablé con ella, inferí que debía de ser
muy inteligente, aunque es posible que en esta deducción influyera bastante
todo lo que Dámaso me había dicho ya sobre ella.
Un mes después de aquella visita, tuve con ellos
un nuevo encuentro, esta vez en un café de la rue Notre-Dame-des-Champs, adonde
yo solía ir mucho con Dámaso. Es probable que el encuentro no fuera casual,
sino que hubiera sido dispuesto por mi amigo para que yo conociera mejor a
Solange, de quien daba muestras de estar verdaderamente enamorado. Había
llegado yo antes que ellos al local; me hallaba sentado a una mesa, cerca de
una ventana que daba a la calle. Fuera llovía mucho: un velo de agua lo nublaba
todo; parecía que era de noche. El mes de marzo se había presentado así, con
intensas lluvias, con repentinos chubascos que lo arrasaban todo. Como era mi
costumbre, me había acomodado en aquella mesa, al lado de la ventana, para
escribir un rato; me gustaba de vez en cuando buscar estos rincones para
inspirarme mejor, al tiempo que me entretenía con lo que divisaba en la calle.
La lluvia dibujaba en los cristales acuosos garabatos que se borraban pronto,
sustituidos por otros que parecían haberse formado con los restos de los
anteriores, dando lugar así a una cadena ininterrumpida. Si aguzaba un poco el
oído, podía percibir el ritmo pertinaz con que caía la lluvia, sus golpes
acompasados en los sitios en los que débilmente percutía, como de nudillos que
llaman con timidez a una puerta, nudillos que tocan y que apenas dejan un eco
macilento, unas notas que se repiten a pesar de la escasa fuerza con que fueron
emitidas. Yo estaba, como digo, escribiendo cuando ellos se presentaron de
improviso en el café. Venían embutidos en sendos gabanes oscuros, como si el
hecho de ir vestidos de la misma forma les confiriese un aspecto de mayor
complicidad. Fingieron al principio que no me habían visto y tuve que ser yo
quien los saludara desde el lugar en el que me encontraba, un poco apartado de
los demás clientes que se hallaban allí. Con gestos muy expresivos, se
acercaron los dos hasta mi mesa. Se les notaba contentos, henchidos de una
felicidad que tal vez no procedía de aquel encuentro, sino de algo que entre
ellos hubiesen tramado. Dámaso, adelantándose a mí, proclamó la alegría que les
producía haberme visto y, sin terminar de saludarme, tomaron asiento a mi lado.
Yo hice ademán de guardar el cuaderno en el que escribía; pero mi amigo,
apercibido de ello, me pidió que les leyera lo que había escrito. A mí de
pronto me dio un poco de pudor hacerlo y traté de negarme aduciendo que aún no
lo había acabado. «No importa: cuando yo hago un esbozo, ya sé cómo va a
resultar el cuadro; su alma ya está allí impresa», arguyó por su parte él,
orgulloso de su planteamiento. Yo no supe qué replicar en ese momento y, al
verme escrutado por ellos, no tuve más remedio que volver a abrir el cuaderno
para leer un fragmento: «Hoy mi corazón está vacío: ningún sentimiento lo
inquieta, parece como si se hubiera vuelto insensible, un corazón de piedra
sobre el que resbalaran las lágrimas que yo vertiera en mi pasado, incapaces ya
de humedecerlo. Mi vida se ha tornado un erial, una inmensa llanura de tierra
agrietada, sobre la que ya no llueve. El amor, como una nube, se ha disipado de
mi vista, se ha perdido en un horizonte de fuego; me gustaría que volviera, empujado
por un viento recio, un amor convertido en tormenta que arrojara sobre mí una
lluvia torrencial que inundara mi
corazón y lo transformara en un vergel productivo, en un espacio de abundante
floresta». Dámaso no dijo nada, pero Solange comentó en francés que era muy
bello, a lo que yo respondí que era solo un ejercicio, un ensayo de redacción
en el que intentaba expresar lo que últimamente sentía. Ella preguntó con
amable sonrisa desde cuándo me veía en aquel estado. Le dije que lo que
realmente mueve a las personas es el amor y que yo no lo experimentaba
realmente desde que una vez tuve que renunciar al primero que había conocido.
Solange pareció de veras afectada por aquella noticia, como si estuviera ella
de algún modo implicada en aquel hecho. Me di cuenta en ese instante de que era
una mujer muy sensible y de que había acertado probablemente Dámaso con haberla
elegido. Aprovechando que ni ella ni yo hablábamos, terció el enamorado pintor
para decir que le había gustado mucho mi texto y que más que un esbozo se
trataba ya de un cuadro plenamente realizado, en el cual se podía notar con
perfecta claridad la mano del artista. Lo había dicho con tanta vehemencia que
simuló que manejaba un pincel y que trazaba varias líneas sobre un imaginario
lienzo. Solange se rio de su ocurrencia, al tiempo que yo apenas me inmutaba
por ello, contagiado todavía del sentimiento de hastío que impregnaba mi
escrito, entristecido quizá por la falta de colorido que había descubierto en
mi supuesta pintura.
Pedimos unos licores y estuvimos charlando
durante más de una hora. La conversación derivó
hacia otros temas, casi todos relacionados con el futuro. Con gran
sorpresa para mí, me anunciaron que se casarían pronto: estaban convencidos de
que se llevaban muy bien y que era innecesario prolongar demasiado el noviazgo.
Lo decían con mucha seguridad, a veces mirándose a los ojos, como si en esos
instantes quisieran confirmar ante mí lo que ya hubiesen acordado entre ellos.
Yo me alegré, aunque en el fondo me extrañaba de que Dámaso actuase ahora de
una manera tan decidida. Pensé que quizá se debía a la confianza que le
transmitía Solange, a la madurez con que ella parecía comportarse. «Cuando uno
está seguro de lo que quiere, no caben dilaciones», apostilló él al término de
nuestro diálogo.
El proyecto, efectivamente, cuajó casi enseguida.
A las dos o tres semanas de aquel significativo encuentro, Dámaso me comunicó
que el casamiento se efectuaría a comienzos del verano en Ginebra, donde él
había pensado instalarse definitivamente con Solange: me explicó que él era un
artista ambulante y que ella en cambio tenía en Ginebra una casa que había
heredado de sus abuelos, por lo que era evidentemente más fácil que fijaran
allí su residencia.
El tiempo, después de aquello, pareció transcurrir
muy deprisa. La primavera en París fue aquel año bastante desapacible: a los
días lluviosos les sucedían otros con vientos destemplados que se batían contra
los edificios y que gemían de forma alarmante en las esquinas. La boda tuvo
lugar el 29 de junio en una iglesia de la ciudad suiza. Yo había pedido permiso
en el restaurante de monsieur Artaud para asistir a ella. Me alojé durante unos
días en una pensión que había apalabrado Dámaso. El evento fue más pomposo y
emocionante de lo que yo presumía; la familia de la novia, según colegí de los
trajes y de las galas que lucían en la ceremonia, era de una posición social
bastante elevada. Fue para mí un acto muy significativo, pues con él me
despedía de un nuevo amigo, aunque esta vez era él quien se separaba de mí. A
los abrazos que siguieron a la celebración se sumaron palabras de
reconocimiento y promesas de volver a encontrarnos. Igual que me había pasado
en ocasiones anteriores, tenía que enfrentarme otra vez a solas con mi destino.
La vida era así, una lucha individual por alcanzar siempre algo mejor, algo que
nos satisfaga y que nos reconforte de lo que antes hubiésemos sufrido: para
conseguirlo había que soportar innumerables contratiempos, como era en aquel
caso precisamente la despedida de un amigo, por muy dura o ingrata que fuese.
Mientras vivimos, no hacemos realmente otra cosa que despedirnos de muchos de
los seres a los que habíamos querido: las circunstancias nos obligan a seguir
avanzando, aunque a veces sintamos la tentación de mirar hacia atrás, de volver
la vista hacia nuestro pasado, hacia los lugares en los que alguna vez creímos
que éramos felices.
De vuelta en París, me hallé con una realidad que
aparentemente no había cambiado: yo acudía a mi trabajo con la misma solicitud
de siempre, me refugiaba en mi apartamento para leer o escribir, paseaba por
los muelles del Sena con la misma parsimonia de antes… Durante varias semanas
todo continuó igual, hasta que de pronto empecé a echar de menos a Dámaso: era
como si el paso de los días hiciera más acusada su falta, quizá porque la
huella dejada por un amigo nunca puede borrarse. Él había llegado a ser casi para mí como un
hermano: entre nosotros dos se había creado tal grado de intimidad que apenas
podíamos pasar el uno sin el otro, exactamente como dos miembros de una familia
que se necesitan y que se complementan mutuamente; las únicas diferencias que
existían entre él y yo se debían a cuestiones de arte, a las visiones que cada
uno tenía acerca de lo que el arte nos deparaba. Comprendí de este modo que su
compañía me había sido muy beneficiosa, mucho más incluso que la de Miguel o la
de Ernesto, posiblemente porque con ellos no había tenido tanta compenetración.
Ahora que me faltaba, entendía que su presencia me había dado mucha seguridad, pues
sabía que contaba con un interlocutor perfecto, con el cual podía discurrir
sobre lo que quisiera. Al no tenerlo ahora, mis pensamientos fluían sin ningún
sentido, muchas veces se embrollaban al no disponer de un destinatario
concreto: eran soliloquios sin público, discursos que se iban quedando vacíos a
medida que se prolongaban en el tiempo.
Pasé el verano, en fin, con más pena que gloria,
aunque la escritura me ayudaba con frecuencia a mitigar los sentimientos,
haciendo que me olvidara de la realidad aquella para poder trasladarme a la que
yo recreaba. Era un esfuerzo que ciertamente me servía para dominar mi
voluntad, para dirigirla hacia todo aquello que me pudiera reportar algún bien.
En el restaurante, mientras tanto, yo había
conseguido ya cierta reputación, basada siempre en la confianza que desde el
principio había depositado en mí su dueño. Como era un lugar muy concurrido,
pude allí conocer a personas de muy variado carácter, cada una de ellas
distinguida por algún sello peculiar, por alguna cualidad que la hiciera
diferenciarse fácilmente del resto. Había un señor muy atildado que venía
preferentemente los domingos: solía usar una ropa decimonónica muy bien cuidada
que resaltaba aún más su figura. Yo lo había tomado al principio por un escritor,
dado mi afán por descubrir ejemplares de la especie en la que ya me incluía.
Procuraba servirlo con la mayor deferencia, con atenciones que quizá no hubiese
dedicado a otros clientes. El señor, por lo que llegué a comprobar, no hablaba
mucho: pronunciaba de una forma seca y desabrida, como si no tuviera demasiado
interés en hacerlo. A veces componía un mohín con los labios, un gesto al que
no sabía qué significado atribuir; más bien era una señal de abulia o tal vez
de desprecio. El tipo podía ser un misántropo, me dije después con cierto
desaliento, uno de esos hombres que quizá han sufrido un desengaño y que han
optado por no juntarse con nadie, convencidos de que los demás no merecen
ningún respeto. Durante algún tiempo lo estuve observando y siempre llegaba a
la misma conclusión: todo apuntaba a que realmente era un ser que repudiaba el
mundo, un ser que se hubiera refugiado en sí mismo ante la repugnancia que los
otros en él causaban. Siempre se sentaba a la misma mesa, en un rincón del
local, a veces rodeado por un halo de penumbra que hacía aún más misteriosa e
inquietante su presencia, convirtiéndolo casi en un extraño al que hubiese que
vigilar. Yo, por supuesto, me reservaba mis impresiones, pues hubiera sido una
indiscreción darlas a conocer, sobre todo a monsieur Artaud, que tenía a aquel
sujeto por alguien especial.
Todas mis sospechas se disiparon cuando un día
habló conmigo con gran confianza. Apenas le hube servido el segundo plato, se
dirigió a mí con determinación para preguntarme si yo era español; había
empleado una entonación ambigua que más se parecía a la de una afirmación que a
la de una pregunta con la que pretendiese satisfacer su curiosidad. Igual que
había hecho yo, él también debía de haberme observado durante aquel tiempo, quizá
porque hubiera adivinado por mi forma de hablar el lugar del que procedía. Yo
no supe al momento qué decir: me quedé un poco desconcertado, como si alguien
hubiese descubierto en mí una especie de delito que tuviese que ocultar. Dejé
la bandeja que llevaba en la mesa de atrás y con cierta timidez me acerqué de
nuevo a él. «Sí, soy español», le dije casi con orgullo, sin titubear. Con gran
lentitud, él levantó la cabeza y me miró a los ojos con una expresión muy
risueña, como si hubiera acabado de desvelar un secreto. «Yo también soy
español», dijo con el mismo descuido que yo había advertido siempre en su
pronunciación. «Llevo en París más de treinta y cinco años, me vine huyendo de
la situación de mi país», siguió diciendo en francés, sin apartar la vista de
mí. Yo me senté entonces a su lado y nos pusimos a hablar con gran camaradería,
esta vez en español. Me contó que era de Madrid y que había participado en la
política de su tiempo pero que debido a los desbarajustes que se produjeron
después de la revolución del 68 decidió salir de España, donde nunca hubiera
podido vivir a gusto. Dijo que el siglo pasado había sido desastroso para
España y que los acontecimientos posteriores le habían dado la razón. Ante la
contundencia de sus afirmaciones, a mí no me quedaba más remedio que asentir,
consciente además de que él tenía mucha más experiencia que yo. Casi adopté la
actitud de un discípulo que asiste con docilidad a la enseñanza que le
transmite su maestro, persuadido de la autoridad con que este lo instruye. Fue
más bien una lección de historia la que recibí de aquel insigne exiliado, pues
a continuación pasó a contarme todos los avatares de la política española
durante el siglo XIX, algunos muy cruentos. Me refirió que un antepasado suyo tuvo que huir de España
también a causa de la represión del régimen de Fernando VII, durante el cual se
habían cometido muchos atropellos. Dijo que siempre lo había considerado como
un héroe, igual que a otros muchos correligionarios que más o menos habían
corrido la misma suerte. Él, en cambio, se había exiliado porque había querido,
como un acto de rebeldía ante la falta de responsabilidad y de sentido común
que observaba en los políticos españoles. Yo, como discípulo, me limité a decir
al final que había sido para mí un placer conocerlo y que estaba de veras muy
admirado por su ejemplo.
Otro personaje que a mí no pudo dejar de
sorprenderme fue un hombre ya mayor que llegaba siempre ataviado con una capa.
Tenía el aspecto de un ser desvalido, de un indigente que se dedicara a pedir
limosnas por las calles. A su cuerpo enjuto, casi descarnado, unía un rostro
cetrino, con una barba muy abundante que ascendía de forma irregular por sus
mejillas; tenía la nariz muy grande, los ojos de un tono aceitunado. A sus
ademanes desproporcionados acompañaba con frecuencia una voz gruesa, de
resonancias muy graves. Parecía, por toda su estampa, un tipo de otra época,
quizá escapado de alguna página literaria, con resabios de viejo conspirador
que hubiera optado por vivir de una forma más cómoda.
Solía aparecer este ínclito personaje por las
noches, cuando ya quedaban muy pocos parroquianos en el restaurante. Lo hacía
con estrépito, dando a conocer su llegada con voces desaforadas, con gestos que
no resultaban naturales. Monsieur Artaud, para que no ahuyentara a su
clientela, procuraba apartarlo de ella con la familiaridad que ya garantizaba
un trato muy prolongado, conversando con él acerca de los temas que más le
interesasen.
Con la edad, había dado en creerse digno
representante de los legendarios mosqueteros, como a menudo proclamaba. Yo a
veces pensaba que lo decía en tono de broma, aunque en otras ocasiones dudaba
acerca de ello: daba tantos detalles sobre aquel asunto que uno acababa casi
creyendo que hablaba realmente en serio. Sin duda, había leído más de una vez
la célebre novela de Dumas, en la que se cuenta la historia de aquellos
personajes que él entonces evocaba con tanta nostalgia. «La vida actual –solía
decir− está exenta de romanticismo»: le faltaban, según él, episodios novelescos,
aventuras trepidantes que la hicieran más entretenida. El mundo caminaba hacia
su ruina porque no había nadie que lo impidiera, nadie que esgrimiera su sable
contra la caterva de enemigos que lo tiranizaban. Había, ciertamente, muchos
poderes ocultos que actuaban en la oscuridad y que conspiraban contra los
hombres, males que se infiltraban en las sociedades y que terminaban
corrompiéndolas. Él, por supuesto, estaba dispuesto a intervenir: le hubiera
gustado ser un mosquetero para luchar contra esas fuerzas desconocidas, contra
ese otro cardenal Richelieu que no paraba de urdir asechanzas en las sombras. A
mí me recordaba por momentos a don Quijote: igual que él, quería imitar a los
protagonistas de una historia que pertenecía a la literatura y que por tanto no había que confundir con la
realidad, sobre todo con la realidad en la que uno se circunscribía. Sin
embargo, aquel señor de la capa no estaba loco o no había llegado al grado de
perturbación del personaje cervantino: conservaba quizá un punto de
racionalidad o de sensatez que lo libraba de la locura. O al menos eso era lo
que a mí me parecía.
La siguiente persona a la que voy a referirme no
era tan extraña como las anteriores, sino que podía considerarse dentro de la
normalidad, según los cánones con los que se dilucidaba la pertenencia a uno de
los dos territorios. La conocí cuando ya llevaba varios años trabajando en el
restaurante, aunque la primera vez que la vi apenas tuve ocasión de hablar con
ella. Fue después, a medida que su presencia se hacía cada vez más asidua,
cuando comencé a tratarla con mayor confianza. De cosas más o menos cotidianas
pasamos a hablar de asuntos de índole privada, de aspectos que ninguno de los
dos habíamos revelado quizá a nadie.
Esta tercera persona era una joven viuda, un poco
mayor que yo. Casi siempre iba acompañada de una criada suya con la que parecía
congeniar muy bien. Por su forma de vestir y de comportarse, se deducía
fácilmente que debía de ser una dama de postín, como después se comprobó al
saberse que había heredado un rico patrimonio de su difunto marido. Lo más raro
del caso era que apareciera tanto por allí, aunque en opinión de monsieur
Artaud sus visitas no obedecían a otro motivo que a su deseo de escapar de la
sombría soledad en la que había quedado. Madame Linois, como así se dio a
conocer, se había mostrado desde el primer momento como una mujer bastante
agradable a pesar de su viudez. Hablaba siempre con mesura, como si no quisiera
malgastar las palabras, en un tono que hacía entrever su buena educación. Al
principio yo no me había fijado mucho en ella, quizá por el excesivo respeto
que me infundía su figura. Sin embargo, poco a poco me habría de dar cuenta de
que era verdaderamente muy bella, de facciones muy claras, en las que casi no
se podía descubrir ningún defecto. Tenía la tez morena, en consonancia con unos
ojos negros que eran el mayor atractivo de su cara, unos ojos grandes que
miraban con mucha delicadeza, con un afecto que no sobrepasaba nunca los
límites de lo comedido. Su cabello, oscuro y rizado, lo llevaba siempre
recogido en un moño muy alto, lo cual acentuaba aún más los rasgos que
embellecían su rostro, de un contorno más bien ovalado. Era de estatura
mediana, delgada de talle, un tanto airosa en sus movimientos y en su forma de
desplazarse.
De todo esto, como es natural, me percaté poco a
poco. Mi relación con ella se reducía al principio a palabras de estricta
cortesía, a comentarios muy escuetos sobre los platos de comida que le hubiese
de poner cuando me tocaba a mí servir su mesa. Casi nunca hablaba ella más de
lo necesario, siempre sometida a la línea de discreta austeridad que parecía
presidir su conducta. Durante varios meses no cambió apenas nada en el modo de
comunicarnos; yo, por mi parte, tampoco me había excedido en lo que debía ser
la atención que había de prestar a una clienta. Sin embargo, a partir de cierto
instante todo empezó a cobrar un cariz inesperado: ella, quizá animada por
alguna circunstancia que yo no conocía, se decidió a hablarme de una forma más
expeditiva, sin los miramientos o las precauciones que antes la hubiesen
refrenado; lo advertí sobre todo en el interés que mostraba por referirse a
asuntos que nada tenían que ver con los que antes nos habían ocupado, como si
quisiera hacerme partícipe de lo que ella pensaba. Sorprendido por aquel
inusitado cambio, yo me limité a escucharla con la atención que merecía su
trato, tratando de aparentar que no me había apercibido de nada.
Esta nueva actitud se fue consolidando con el
tiempo: madame Linois siguió contándome cosas que más bien pertenecían a su
entorno privado, de las cuales saqué en conclusión que era una mujer bastante
sensible que se había visto muy afectada por la muerte del marido. Yo, en
respuesta a su confianza, le fui revelando también datos acerca de mi vida, si
bien me reservaba algunos que solo comunicaba a las personas con las que tenía
una relación más íntima.
Sin darnos cuenta, casi habíamos llegado a ser
amigos: con el natural distanciamiento que imponía la posición que cada uno
ocupaba, nos habíamos empezado a tratar de un modo cada vez más distendido, con
ese fácil acuerdo que se establece entre dos seres que comienzan a conocerse.
Era una amistad todavía incipiente, en la que yo creía barruntar anuncios de un
sentimiento nuevo, aunque era aún pronto para saber en qué consistía. Ella me
había elegido a mí como su principal confidente; cuando llegaba al restaurante,
miraba con ansiedad a su alrededor hasta que me encontraba a mí, hasta que me
localizaba en un punto concreto del local, donde yo a la sazón realizaba alguno
de mis servicios. Aunque todavía me resultaba muy extraño lo que estaba
viviendo, no podía dejar de reconocer que madame Linois me atraía mucho más que
otras señoras: era una mujer a la que había acabado por tener mucho cariño,
posiblemente como resultado del que ella me debía de profesar a mí, un cariño
que no se expresaba aún de una manera tangible y que solo se intuía en miradas
y en sonrisas que furtivamente se dibujaran en nuestros semblantes, en un gesto
tal vez minúsculo que hiciera palpitar alguna fibra sensible del otro.
Un día, sin que yo lo esperara, me invitó a
merendar en su casa. Al comienzo lo consideré como una muestra más de su
afecto, como una simple correspondencia a todas las atenciones que había tenido
con ella: en mi pensamiento no quería dar más importancia a aquello; sin
embargo, a medida que se acercaba el momento de la cita, fijado para las cinco
de la tarde de un lunes en que yo no trabajaba, mis dudas aumentaban acerca de
la verdadera intención que podía albergar madame Linois. Vivía en una lujosa
mansión de las afueras de París, en un barrio que en los últimos años había
crecido notablemente. La calle en la que estaba situada la casa era una especie
de avenida flanqueada de plátanos. Como era a finales de otoño, las aceras se
hallaban cubiertas de hojas, todas ellas de un color pardo o de un marrón
oscuro, casi ya corrompidas por las abundantes lluvias que habían caído. La
mayoría de las casas eran enormes, con los tejados de pizarra. La de madame
Linois estaba rodeada de una verja que tuve que franquear para llegar hasta la
puerta. Salió a abrirme la misma señora que solía acompañarla en sus visitas al
restaurante, esta vez ataviada con una cofia blanca. Con una cortesía
exquisita, me hizo pasar al salón, donde ya me aguardaba madame Linois, sentada
en un canapé muy elegante, frente a una mesita de caoba sobre la que ya estaba
preparada la merienda. Tras saludarla como correspondía, yo tomé asiento en un
sofá que había al otro lado de la mesita, un poco envarado por todo lo que allí
me rodeaba, sin duda excesivo para el nivel de vida al que yo pertenecía.
Obligado por las circunstancias, traté de comportarme durante los primeros
instantes del modo que creía más adecuado al sitio donde me encontraba. Madame
Linois, una vez que nos quedamos solos, procuró dirigirse a mí de una manera
más franca. Se refirió al principio a lo que estábamos merendando: se trataba
de algo frugal, presentado con mucho gusto; me explicó que el té era inglés y que los dulces habían sido fabricados por
la mejor pastelería de París, en un antiguo obrador que ella conocía desde que
era niña. Yo, de una forma un poco afectada, le dije que había sido para mí un
placer aquella invitación y que me parecía todo muy rico y muy bien combinado.
Ella sonrió, satisfecha de lo que acababa de oír. Aquella tarde vestía un traje
de muselina azul, con una manteleta gris echada sobre los hombros. Su cabello,
peinado con menos rigor que de costumbre, confería a su rostro un aspecto
totalmente nuevo, quizá una cierta concesión a la ligereza o al abandono que la
hacía parecer más mundana, con un aire menos reservado que el que había tenido
siempre. Su mirada, antes discreta, había perdido en apariencia el pudor que la
contenía: sus ojos, en vez de volar sobre los objetos a los que se hubiesen
dirigido, se posaban ahora con resolución sobre ellos, como si de ese modo
consiguieran subyugarlos bajo su dominio. Había tal vez algo premeditado en su
actitud, un deseo constante por agradar, por sorprender a quien todavía no la
hubiera conocido por completo. Su voz sonaba ahora tensa, sin la dulzura que
antes la había caracterizado; hablaba a veces con premura, con una impaciencia
imprevista, como si quisiera decirlo todo al mismo tiempo, como si no controlara
en esos instantes el orden de sus pensamientos. Yo me quedé callado durante un
buen rato, en espera de que ella fuera exponiendo con aquella precipitación sus
ideas; de vez en cuando asentía en señal de que la atendía, especialmente
cuando notaba que algún pedazo de hilo de su embrollado discurso quedaba suelto
o no acababa de encajar en el conjunto. Cuando ya parecía que había terminado
de hablar, volvió con renovado ímpetu a manifestar lo que quería, de la misma
manera que ocurre con el salto de una corriente cuando un obstáculo se
interpone en su curso. En la segunda parte de su intervención procuró ser más
directa, pues en lugar de referirse a cosas banales habló sin ningún tipo de
ambages de la relación que manteníamos. La calificó de muy cordial, al menos
hasta aquel momento: se trataba de una amistad muy sincera, dijo, de una
amistad en la que no podía haber engaños, ni suspicacias o malentendidos que la
pusieran en peligro. Confiaba en mí desde el primer día que habló conmigo, me
declaró sin titubeos, atenta a la reacción que en mi semblante pudiera
vislumbrar. Yo comenzaba a advertir, a aquellas alturas, que se expresaba cada
vez con más soltura y que su discurso, después de aquel salto, había adquirido
una marcha más regular, quizá porque estaba ya muy próxima su desembocadura.
Prevenido por esta sospecha, adopté una actitud
defensiva y, en vez de arriesgar en un terreno que yo no conocía, preferí
reservar mis armas para utilizarlas en un posterior ataque, cuando viera con
más claridad las posiciones que ella ocupaba. Como prueba de que no había
huido, solo comenté que su compañía me resultaba muy agradable y que de veras
no merecía el trato que me dispensaba.
Pero Silvie, que tal era su nombre, no renunció
nunca a la batalla y, aprovechando las palabras de galante cumplimiento que yo
le había dirigido, pasó a asediarme con frases todavía más atrevidas y con
miradas que parecían dardos incisivos. Me llegó a decir que después de su
marido no había conocido ella a ningún hombre tan interesante como yo: su
relación, pues, no se quedaba ya en la mera amistad, sino que había algo más en
ella, algo que quizá hubiera que definir con otro nombre.
Con una habilidad que a mí mismo no dejaba de
sorprenderme, logré en los siguientes minutos desviar la conversación hacia
otros asuntos, hacia temas mucho menos comprometedores. Le hablé, por ejemplo,
de mi afición al arte y a la literatura, sobre la que ella ya tenía alguna
noticia. Le revelé que uno de mis principales sueños era el de convertirme
algún día en un escritor importante, en un escritor que fuera famoso no por sus
éxitos de venta sino por la calidad de su obra, por todos los valores que ella
atesorara. Le dije que el ser humano se medía por el alcance de sus proyectos,
por el impulso con que acometía sus actos.
Aquello no fue más que una pausa, ya que en
cuanto yo callé Silvie comenzó a atacar de nuevo, esta vez con una decisión
irrevocable, dispuesta casi a morir en el empeño. Je t’aime, me dijo al cabo de una serie de frases, como si fuera
aquella la prolongación natural de su discurso, interrumpido por todas las
consideraciones que yo había realizado.
Me vi tan turbado que llegué a ruborizarme. Para salir de mi apuro, traté de sonreír,
como si con aquel gesto manifestara de algún modo mi consentimiento ante lo que
acababa de escuchar, al tiempo que me reservaba también mi opinión. Ella debió
de reparar en mi azoramiento y de improviso se levantó con la intención de dar
por concluida la merienda. Yo, como era natural, hice lo mismo, sin salir
todavía de mi anonadamiento, con la vista fija en un ventanal que daba a la
calle. Je suis enchantée, me dijo con
inopinada dulzura, casi a un paso de mí. Moi
aussi, balbuceé, parado ante ella, sin saber lo que me había de deparar
finalmente aquella situación. Silvie se acercó aún más, mi corazón palpitaba
con fuerza, casi se podían oír sus latidos. Yo seguía mirando hacia el
ventanal, Silvie tenía los ojos clavados en mí. Esperaba un nuevo atrevimiento,
quizá el roce de una mano, cuando de pronto sentí sus labios sobre los míos.
Fue un beso muy tierno, quizá el más tierno que hubiese recibido nunca.
Me vi arrastrado desde aquel día, conducido a un
punto en el que no era dueño de mis actos, en el que mi conciencia se eclipsaba
para dar paso al sol radiante de mis sentimientos. Vivía enajenado, pendiente
solo de la impronta que había dejado Silvie en mis pensamientos: el recuerdo de
aquel beso me perseguía, sentía todavía su huella palpitante en mis labios.
Silvie era, sin duda, una mujer que reunía mucho encanto, nacido del conjunto
de sus cualidades, del extraño atractivo que irradiaba de su cuidada belleza.
El hecho de que ella me amara, como me lo había demostrado, era para mí todo un
honor, ya que yo no era más que un pobre hombre a su lado, un simple camarero
de un restaurante que se declaraba aficionado al arte y a la literatura; ella,
por el contrario, era una señora que pertenecía a una clase social de notable
altura, dueña de unas posesiones con las que podía sentirse muy segura en la
vida. Si era verdad que me quería y que pretendía mantener una relación formal
conmigo, estaba claro que para mí estaría ya todo resuelto, habría llegado casi
sin intentarlo a la cumbre de mi fortuna. En mis ensueños, me veía ya como un
caballero, noblemente vestido, con un lacayo que estuviera dispuesto a servirme
en todo momento. A veces me dejaba seducir por esta idea: pensaba en escenas o
en actos a los que me había de conducir mi nuevo estado, en el cual yo no tenía
ya ninguna necesidad que me apremiara.
Tuve dos o tres encuentros más con ella, en los
que pude comprobar de nuevo el enorme afecto que me tenía: al beso inicial le
sucedieron otros no menos emocionantes, casi siempre precedidos de palabras o
de gestos muy sugerentes, con los cuales anunciábamos el inmenso placer que casi
ya presentíamos, el infinito goce que cabía en tan solo unos instantes, en unos
breves segundos en que nuestras bocas se juntaban, atraídas por el gran amor
que nuestras almas sentían.
Yo viví unos días de extraordinaria dicha: para
mí el presente era ya un futuro espléndido, pues a todas horas estaba pensando
en él, lo imaginaba con todos los atributos con los que se puede adornar la
felicidad, una felicidad que yo compartía con la mujer que el destino tenía
reservada para mí, en un lugar de Francia que yo jamás hubiese sospechado, en
una mansión decimonónica, rodeado de lujos y de comodidades, una vida fastuosa
que me había de evitar los disgustos con los que normalmente se presenta la
existencia, un camino el mío que ya discurriría por un terreno menos escabroso,
por unos parajes que harían mucho más amena mi marcha.
En mis sueños de aquel tiempo me veía
transportado a un mundo idílico, nunca turbado por los indicios de inquietud
que presagian una pesadilla. A veces
soñaba que caminaba acompañado por unos seres fantásticos, en los cuales podía
distinguir por momentos rasgos de personas conocidas. Curiosamente, nunca se me
aparecía Silvie, a la que yo no dejaba de invocar cuando estaba despierto; era,
por el contrario, Ana quien surgía en muchos sueños de repente, envuelta quizá
en un halo de misterio, como si regresase de un sitio muy remoto, una figura
silente que en ocasiones se detenía junto a mí para sonreírme con dulzura o
para acercar su boca a la mía hasta rozarla suavemente, dejando en mí la misma
sensación que yo había tenido cuando Silvie me besó aquella vez en su casa,
como si yo ahora las confundiese a las dos por efecto de aquel mismo contacto,
quizá porque en el fondo nunca nos olvidamos de la primera persona a la que
amamos, siempre la estamos reemplazando por otra, colocamos en su lugar a
alguien que la sustituya, alguien que pueda depararnos la misma dicha que
experimentáramos al principio. Todos, sin excepción, estamos faltos de
consuelo, faltos de un complemento que acabe de dar sentido a nuestras vidas.
Es muy rara la gente que se basta a sí misma y que no necesita por tanto que
los demás la auxilien o la animen. El único asidero que no falla, para aquellos
que lo han encontrado, es Dios: según cuentan los que de verdad lo conocen, es
el mayor bien que uno puede tener, un bien que se ha de conservar con mucho
cuidado para no caer en la tentación de cambiarlo por otros que son
perecederos, por placeres de corto alcance que muchas veces engañan y convencen
a los que están desprevenidos.
Quizá el romance que tuve con Silvie fue uno de
ellos. Lo digo ahora, después de que haya pasado mucho tiempo, cuando ya las
cosas no se ven de la misma manera. En aquellos días, sin embargo, me costó
bastante dolor aceptar que aquel amor tampoco podía ser para mí. Una tarde,
cuando ya todo parecía indicar que nuestro noviazgo estaba formalizado, Silvie
me citó nuevamente para decirme algo muy importante, según me había escrito en
una nota que me había entregado por la mañana la criada en el restaurante. Acudí,
como no podía ser de otro modo, puntual a la cita. Ella me aguardaba en el
salón, sentada en el sofá que yo había ocupado otras veces, con la cabeza
reclinada en el respaldo, como si no se encontrase bien. Al verme llegar, se
incorporó con rapidez e hizo un leve movimiento de aproximación hacia mí. Yo
iba a saludarla como siempre, con un breve apretón de manos, pero me di cuenta
de que rehuía el contacto y no quise forzarla a hacer algo que tal vez no
deseaba. Tomé asiento en el canapé, enfrente del sofá en el que ella ahora se
hallaba: parecía, con aquel cambio de lugares, que se hubiesen invertido los
papeles y que yo fuese ahora el protagonista, el personaje central de aquella
escena. Esta vez no me había llamado Silvie tampoco para merendar; simplemente
quería hablar conmigo, como muy pronto recalcó, en cuanto pasó a referirse a la
intención que la movía aquella tarde. Tenía especial interés en que yo la
supiera, aunque para ello aún había de
anticiparme algunas consideraciones, quizá para que estuviera prevenido para lo
que me habría de comunicar después. Yo notaba en su rostro una expresión
extraña, la expresión de alguien que ha madurado mucho un proyecto y que no se
atreve después a darlo a conocer, tal vez porque algo lo retiene en el último momento,
una duda que no acabara de disipar, un sentimiento de culpa que lo acuciara en
los instantes finales, cuando ya casi se aprestaba a obrar como hubiese
imaginado. A veces vacilaba para decir lo que pretendía, se enredaba en excusas
que no tenían ninguna lógica, en explicaciones que carecían de sentido, igual
que el niño que quiere justificar un determinado comportamiento e inventa mil
embustes que lo avalen. Repetía en tono condolido que ella no deseaba hacerme
ningún daño, de lo cual yo deducía que nada bueno intentaba decirme. Sus ojos
habían perdido el brillo que los embellecía: miraban con tristeza, como si
pesara sobre ellos el recuerdo de una experiencia muy desagradable. Je ne sais pas, decía a modo de
muletilla, como una fórmula que la salvara de pronunciar frases más decisivas.
Durante varios minutos yo divagué sobre aspectos relacionados con mi vida,
sobre asuntos a los que no parecía dar demasiada importancia, como si le
concerniesen en realidad a otra persona, con la que yo además apenas me tratase.
Tal pausa permitió a Silvie reanimarse para exponer su objetivo: sin ningún
tipo de rodeos, me confesó que se acordaba todavía mucho de su marido y que no
estaba dispuesta a traicionar su memoria. Por fidelidad a lo que sentía, se
veía obligada a cortar la relación que había mantenido conmigo. Se trataba de
una decisión muy costosa, en la cual había reparado mucho durante los últimos
días: suponía para ella un enorme pesar tener que decírmelo; me había querido
como a un amigo, durante algún tiempo había creído incluso que podía profesarme
un amor muy parecido al que había sentido por su marido; pero se había dado
cuenta finalmente de que todo aquello no era más que una quimera, una ilusión
que fatalmente no se cumpliría. Amar por obligación no era de ningún modo
aconsejable, opiné yo sin poder disimular mi turbación, desviando la vista
hacia el suelo, donde parecía descansar de la tensión a la que había estado
sometida. El amor tenía que ser libre, reflexionó Silvie al hilo de aquello,
satisfecha de haber resuelto por fin el problema que tanto la agobiaba. Era una
conclusión a la que ella quizá no hubiese llegado, una conclusión que casi
servía para dar por terminada aquella conversación tan importante.
Los dos nos despedimos después de una manera muy
fría, como si aquellos besos que nos habíamos dado jamás hubiesen existido,
borrados de golpe por el viento atronador de un desengaño muy profundo.
Nunca más volví a verla. Con el paso de los años,
Silvie se convertiría para mí en el prototipo de una mujer imposible, en un
sueño que habría de dejar en mi mente un recuerdo cada vez más difuminado.
4
Con veinticinco años, yo había vivido ya
bastante: acumulaba tantas experiencias que casi creía que no me faltaba ya
ninguna para completar la visión que tenía sobre el mundo, una visión amplia y
variada que se había ido creando a lo largo de diversas etapas, cada una de
ellas con unas características distintas, con una dificultad nueva que yo había
de superar de una manera adecuada, según los conocimientos que ya hubiese
adquirido. En la vida lo que cuenta no es el valor con que se acomete una
determinada circunstancia, sino lo que se aprende de cada vivencia,
especialmente si esta lleva aparejada una derrota, la pérdida de algo que hubiésemos
estimado de una forma desmedida.
A los tres meses de aquella cita desafortunada
con Silvie, ocurrió que hube de cambiar de oficio. Aunque parezca extraño, el
causante de este inopinado cambio no fui yo, sino que fue el propio monsieur
Artaud, quien tuvo a bien premiar mis méritos literarios entregándome en manos
de un eximio escritor. Lo había conocido a través de un amigo que estaba muy
bien situado en el mundo de la cultura, según me explicó el día en que me había
de presentar ante él. Como disfrutaba de una excelente posición en la república
de las letras, no se le ocurrió a mi patrón mejor idea que ofrecerle mis
servicios como secretario, para los que según él yo me hallaba
extraordinariamente preparado. Fue tanto el encomio que le hizo de mis cualidades
que el escritor no dudó en contratarme; por lo visto, casi le agradeció a
monsieur Artaud que se lo hubiese propuesto, pues muchas veces se había sentido
desbordado por no poder atender todos los asuntos que su trabajo generaba,
muchos de ellos de carácter administrativo, de los que él quería precisamente
zafarse para dedicar más tiempo a la escritura.
La impresión que me causó mi nuevo dueño, por así
llamarlo, fue bastante agradable, pues en su comportamiento se echaba de ver
que era una persona muy educada y atenta: en cuanto observaba que me faltaba
algo, acudía a mí solícito para proporcionármelo; a veces incluso tenía la
sensación de que era yo más bien quien había de ser servido, el sujeto del que
otros debían ocuparse. Tanto era su empeño en verme contento que yo me convencí
de que tenía que mostrarme siempre feliz, de acuerdo con los principios en los
que él parecía haber fundado nuestra relación. Era alto y desgarbado monsieur
Ronsard, con la barba cana y el pelo blanco, la nariz prominente, los ojos de
un azul muy claro, a punto de cerrarse por el peso de los párpados. Hablaba por
lo general con mucha calma, como si saborease las palabras en la boca antes de
ser pronunciadas, como si las retuviese un momento para probar su acento o para
calibrar el alcance de su significado. Le gustaba vestir de un modo informal, a
veces con cierto aire de bohemio redomado: según decía, evitaba de esta manera
la esclavitud que suponía atenerse a un protocolo muy estricto; si la gente lo
admiraba, no era verdaderamente por su vestimenta, sino por los valores que
encerraban sus libros.
Con el tiempo descubrí, sin embargo, que su
principal defecto era el de no mirar otra cosa que lo que competía a su
ejercicio literario: cuando estaba inspirado, no quería que nadie lo molestase;
si yo me acercaba para cumplimentar cualquier favor, casi me tomaba por un
intruso al que debía amonestar, me hablaba incluso en un tono airado, con el
gesto constreñido por el furor, por el disgusto que le ocasionaba tener que
interrumpir su trabajo. Permanecía en este estado de ira latente hasta que daba
por concluida su tarea, hasta que el genio ya se le agotaba después de cuatro o
cinco horas de gozosa labor, porque estaba claro que cuando se ponía así con
los demás era porque él disfrutaba con lo que hacía.
Yo, que también me las daba de escritor, hice un
esfuerzo por entenderlo, aunque la verdad era que a mí no me había pasado nada
semejante; cuando yo escribía, no necesitaba concentrarme tanto, solo me
bastaba con seguir un hilo que partía de mi interior y que daba vueltas en
torno a mi actividad consciente. Tomé aquello como una manía a la que tenía que
acostumbrarme pronto, una manía que no era motivada por el hecho de que
monsieur Ronsard escribiera, sino por el modo particular con que él lo hacía,
muy diferente del que otros practicábamos.
No fue en realidad muy complicado conseguirlo; lo
único que hube de hacer fue evitar su trato en los momentos en que duraban sus
deliquios literarios, muy abundantes desde que se vio más libre de cargos.
En todo lo demás se seguía mostrando monsieur
Ronsard como una persona muy cortés, capaz de caer en detalles que quizá
hubieran pasado desapercibidos para otro. Yo, como era natural, le debía estar
agradecido por lo que por mí había hecho, aun cuando hubiera tenido que
soslayar las cosas que me habían resultado más enojosas. Él, que era bastante
perspicaz, sabía apreciar el esfuerzo que realizaba para adaptarme a su mundo
y, con el fin de corresponderme, se ponía muchas veces a hablar conmigo de literatura,
sobre la cual discurríamos los dos de una forma muy prolija. De acuerdo con su
papel de maestro, me instruía sabiamente sobre lo que había de hacer para
escribir cada vez con más soltura. Me dijo, entre otras cosas, que para
lograrlo tenía que desechar al principio mucho: «El escritor no se distingue
por lo que escribe, sino por lo que ha ido eliminando mientras trabajaba en
ello», recuerdo que me explicó en cierta ocasión, orgulloso del influjo que
podía ejercer en su discípulo.
Yo abandoné por aquel tiempo mi apartamento para
trasladarme a vivir con monsieur Ronsard, que residía en un piso de la rue de
Saints-Péres desde hacía muchos años. Como los dos estábamos solteros, no había
realmente ningún inconveniente para que compartiéramos la misma residencia. El
piso era además muy amplio y estaba por lo general muy bien iluminado; la pieza
que más me gustaba era el salón, donde disponía de una inmensa biblioteca. Él
solía trabajar en un rincón de la estancia, sobre una mesa que estaba casi
siempre atiborrada de libros, muchos de ellos pertenecientes a ediciones muy
antiguas. Una de las curiosidades de monsieur Ronsard era su preferencia por la
literatura del romanticismo; con la contemporánea se mostraba siempre muy
selectivo, pues apenas salvaba de ella unos cuantos títulos. Por el hecho de
ser español, a mí me tenía en un alto grado de estima, ya que era un ferviente
adorador de El Quijote, decía que no existía en el mundo una obra más importante,
una obra que ya contenía un gran componente romántico.
Cuando no escribía, a monsieur Ronsard le daba
por pasear por el piso: de un extremo de la vivienda se desplazaba hasta el
otro, siempre sorteando obstáculos, a veces apoyado en un bastón que solo le
servía para ir tanteando el suelo, al modo de un invidente que tuviese que
abrirse paso por un sitio que desconoce. Yo lo observaba desde un sofá, al
tiempo que también escuchaba lo que me decía, por lo común relacionado con los
argumentos de sus libros, con los episodios que hubiera de escribir dentro de poco.
Parecía como si necesitara la presencia de un interlocutor para aclarar sus
ideas, para pensar mejor la forma de llevarlas a cabo. Casi nunca me
consultaba, simplemente me hablaba de lo que creía más conveniente; cuando
dudaba, volvía una y otra vez sobre el mismo punto, hasta que al final hallaba
la solución. Si no tenía nada que decir sobre ello, se distraía discurriendo
sobre sí mismo: fue así como me enteré de gran parte de su vida; me la contaba
siempre de manera fragmentaria, siguiendo un orden impreciso, a impulsos de una
voluntad antojadiza. Había nacido en una aldea de los Alpes, donde había
transcurrido casi toda su infancia. Decía que era este un tema recurrente en la
mayoría de sus libros, la evocación de un paraíso que hubiera perdido: para él,
la felicidad residía allí, en un lugar de su pasado que él revestía siempre con
el velo ideal de una inmarcesible belleza;
en un entorno presidido por colosales montañas, cuyas cumbres aparecían
casi siempre cubiertas de un manto de nieve, él pudo hacer realidad todos los
sueños que se acumulaban en su imaginación, sin los límites que a veces se
imponen en otros contextos más civilizados. Un tío suyo, que era rico, lo sacó
de allí y lo llevó a un internado de Lyon, donde recibió todas las instrucciones
que a su edad le hacían falta. Lo que más le atrajo, ya desde el principio, fue
la lectura; se hizo escritor porque él quería hacer lo mismo que los autores a
los que más admiraba. Aseguraba que en su adolescencia era muy soñador; a causa
de su ingreso en el internado se había vuelto huraño y retraído, siempre reacio
a comunicarse con sus compañeros. Esto, según él, acentuó aún más sus ganas de
escribir, pues de esa manera se refugiaba en el mundo que procuraba recrear, un
mundo muy alejado del que le presentaba la realidad, poblado por seres que siempre
tenían algo de salvaje. Todos lo consideraban entonces como un tipo muy tímido,
al que le costaba mucho relacionarse con los demás; sus propios profesores
trataban de corregirle este defecto, conminándolo muchas veces a salir de su
ensimismamiento; alguno afirmaba que si continuaba así lo más seguro era que
habría de tener serias dificultades en su futuro, pues un muchacho tan
pudibundo contaba con muy pocas posibilidades de salir adelante en la vida.
Monsieur Ronsard, sin embargo, no hizo caso nunca de tan negros vaticinios,
convencido como estaba de que lo que hacía era precisamente lo que más le
convenía en aquellos momentos. Me dijo que la escritura lo salvaba además de
caer en la depresión: si no se hubiera dedicado a ella, posiblemente no hubiese
tenido otro camino, ya que en aquel ambiente era muy difícil sobrevivir si uno
no se aferraba a unas creencias muy firmes. Después del internado pasó a la
universidad, donde completó dos cursos de Filosofía. Su lado inquieto no le
permitió terminar la carrera y lo condujo a otros sitios. A esas alturas era ya
independiente y podía gozar de sus primeros triunfos como escritor: después de
publicar varios cuentos en una revista, su reputación había crecido mucho en
los medios literarios; se había convertido en un joven muy prometedor que todo
el mundo se disputaba. Una editorial le ofreció pronto un proyecto, que él no
dudó en aceptar para garantizarse la subsistencia durante un largo periodo.
Decía que él no buscaba entonces la fama, solo pretendía situarse en una
sociedad regida por una gran competencia: la fama era algo secundario, un
premio quizá añadido al reconocimiento que podía alcanzar uno. Fue aquel un
proyecto muy ambicioso, con el que consiguió publicar sus primeras novelas,
todas ellas escritas con la seguridad que le deparaba el contrato que ya había
firmado con la editorial. Me confesó que de ninguna de ellas se sentía
satisfecho, quizá porque le había faltado ese fondo de incertidumbre que
siempre se precisaba para que la creación literaria pudiera dar unos frutos
duraderos. «Lo que hace al artista es la precariedad», manifestó más de una vez
con gesto meditativo, saboreando las palabras en la boca antes de decirlas. Lo
mejor de su obra llegó después, cuando se encontró de veras consigo mismo, sin
los condicionantes que habían pesado entonces sobre él. Fue un tiempo muy
fructífero que prácticamente se prolongaba hasta la actualidad, cuando él se
hallaba ya en una edad madura, casi terminal, pues a los setenta años, que eran
los que tenía, no se podía esperar ya que se obtuviesen grandes resultados.
Monsieur Ronsard, que leía a veces lo que yo
escribía, me aconsejaba continuamente que me embarcase en una novela. Decía que
todo lo que había escrito hasta entonces estaba muy bien pero que aún tenía que
superar una prueba mayor, como era la de afrontar una empresa mucho más
complicada, en la que era necesario desplegar todo el talento que atesoraba
uno. Ante su insistencia, yo le dije en cierta ocasión que no me veía preparado
para ello, pues no se me había ocurrido aún ninguna historia que pudiese
merecer realmente la pena. Él adujo entonces que solo bastaba con que reuniera
los materiales que yo mismo tenía almacenados en mi cabeza, algunos de ellos
tal vez escondidos en el subconsciente. «Cuando no tengas nada que contar,
busca en tu pasado, en todas las cosas que te han sucedido desde que tienes
memoria; busca también en el pasado de los que te han precedido, en las
historias que a ti te han contado cuando eras pequeño, en las leyendas que en
torno a tu lugar de origen existen: yo estoy seguro de que encontrarás los
materiales necesarios para componer una novela», me dijo.
Con cierto miedo inicial, me aventuré a escribir
sobre mis primeros recuerdos de la niñez. Comencé con el que conservaba de mi
madre, cuando yo me quedaba en la casa con ella después de que mi padre se
hubiera marchado con mis hermanos a la vega. Siempre hay que partir de un punto
para iniciar una novela, aunque después uno tenga que volver necesariamente a
un instante anterior. Elegí sin duda aquel porque me parecía más significativo,
el momento en que yo me veía solo con mi madre, amparado por su inmenso cariño,
por su tierna solicitud de mujer entregada al cuidado de sus hijos; como yo era
el menor, todas sus atenciones estaban concentradas en mí en aquel tiempo.
Puede que sea, efectivamente, un punto decisivo en mi vida, en el cual yo me
sentía en una felicidad sin límites, propiciada por las caricias de unas manos
que se posaban con mucha suavidad en mi pelo y que a veces me pellizcaban las
mejillas o me apretaban el mentón para acompañar unas palabras de inefable
afecto. Como argüía en más de una ocasión monsieur Ronsard, quizá lo que nos
insta a escribir es el sentimiento de haber perdido una dicha que teníamos, la
sensación de haber sido expulsados del paraíso en el que alguna vez vivimos.
Con mi ingreso en la escuela, yo me vi separado inevitablemente del calor
materno, de aquel rincón de mi infancia que yo había convertido en mis sueños
en un pedazo de edén en el que yo era inmensamente dichoso. La historia que
empecé a escribir partía, pues, de aquel lugar, de aquella sensación de
bienestar que a mí me embargaba entonces. Lo que vino a continuación no fue
sino el agrio recuento de un desahucio, del que yo traté de salvarme
abandonándome en brazos de mujeres que podían proporcionarme un amor quizá
parecido al que me había dado mi madre.
Con monsieur Ronsard asistí, como era natural, a
muchos actos culturales. Aunque él no era partidario de este tipo de fastos,
muchas veces no tenía más remedio que acudir a ellos, sobre todo cuando era
requerido por algún asunto relacionado con sus libros. Yo lo acompañaba en
calidad de secretario aunque él, con la afabilidad que lo caracterizaba, solía
presentarme como un digno aspirante al oficio que él desempeñaba: decía que no
me faltaban cualidades y que en un futuro no muy lejano yo confirmaría con
creces sus entusiastas previsiones.
En ningún ambiente se encontraba monsieur Ronsard
más a gusto que en el de una tertulia a la que asistíamos de vez en cuando. Se
celebraba esta en el cuarto de atrás de una conocida vivienda, cuyo dueño era
uno de los más destacados miembros de aquellas reuniones. Todos los que allí
acudían eran escritores o artistas, algunos de ellos venidos de países
extranjeros, como tuve ocasión de comprobar yo mismo cuando me encontré con dos
o tres que procedían de España. Monsieur Ronsard, animado con lo que allí se hablaba,
era uno de los que más intervenía en las tertulias: frente a las opiniones que más
se esgrimían , era la suya casi siempre una voz disconforme, escuchada por lo
general con mucho respeto y atención por todos los presentes, de lo cual se
infería fácilmente que ejercía allí una autoridad indiscutible.
La mayoría de aquellos artistas y escritores eran
fieles seguidores de las nuevas tendencias, entre las que apuntaban ya
movimientos que habrían de causar una gran ruptura en el mundo de la cultura.
Como casi todos eran más jóvenes que monsieur Ronsard, era hasta cierto punto
natural que quisieran ser más modernos y adelantados en sus proclamas
artísticas, como si lo adelantado y lo moderno fueran ya de por sí condiciones
suficientes para triunfar en el ámbito en el que ellos se movían. Lo viejo era,
por el contrario, caduco y deleznable, incapaz de producir ya nada duradero: la
belleza era para ellos cuestión de ingenio, algo que forzosamente se había de
realizar con elementos nuevos, con creaciones que no dejaran de sorprender a
los destinatarios habituales del arte o de la literatura. En sus maneras de vestir y de actuar también
querían ser distintos: yo notaba en sus poses, como ya lo había advertido en
Madrid con otros creadores, cierto componente afectado, como si el hecho de ser
originales llevara ya implícita una imitación de las cosas que eran necesarias
para conseguirlo. Todo era repetición, juego ya aprendido, una forma de
solazarse con la especulación literaria o artística. Algunos, siguiendo esta
línea, eran más procaces o atrevidos: en su intento por defender un punto de
vista, proferían voces o lanzaban denuestos contra sus supuestos enemigos,
contra los detractores de la escuela a la que ellos pertenecían. Lo hacían
principalmente cuando estaban bebidos, porque en aquellas reuniones era
bastante común que la gente tomara más alcohol del aconsejable, en especial
entre aquellos que eran ya asiduos de ellas. Pronunciaban entonces discursos
muy animados, con ocurrencias y diatribas que quizá en otros momentos no se
hubieran dicho. Jacques, un tipo muy enjuto, con la cara salpicada de granos,
era quien más descollaba en tales peroratas, todas ellas ribeteadas con algún
chiste o con alguna anécdota escabrosa que hacía estallar en forma de grandes
risotadas a casi todos los demás. Yo, por supuesto, me mantenía al margen de
estos escándalos, a los que habría tenido por vulgares si no hubiera sido
porque eran causados por una gente tan ilustrada.
Monsieur Ronsard, cuando hablaba, procedía de un
modo muy distinto, pues él aunque bebía nunca llegaba a extremos tan reprobables.
En su discurso lo que más cautivaba a su auditorio era su contenido, las ideas
por las que él se regía en los juicios que le merecía el arte literario. Como
ya he destacado, en sus gustos se remontaba a la época en que reinaba el
romanticismo, una época muy diferente de la que entonces en Europa se vivía,
contagiada de un espíritu moderno que pretendía en gran medida acabar con lo
antiguo. Para todos debía de parecer monsieur Ronsard un ser anacrónico,
defensor de unos criterios que ya no podían tener ninguna vigencia; sin
embargo, como admiraban su literatura, no les quedaba más remedio que admitir
que buena parte de razón tendría cuando era capaz de escribir tan excelentes
obras. «El romanticismo, señores, es la clave para entender nuestro siglo», era
una de las frases que más repetía en sus intervenciones, siempre con la voz
engolada, tratando de abarcar con su mirada a todos los oyentes. «Víctor Hugo
es el padre de la modernidad», proclamaba con todas sus fuerzas.
Después del cambio de domicilio, a mí se me
ocurrió que debía escribir otra vez a los míos para que lo supieran. Lo hice
ahora en un tono neutro, casi como si se tratara de una mera esquela de
cumplimiento, con la cual solo quería no perder el contacto que con ellos había
tenido. La relación con mi familia era algo que yo no deseaba perder, por más
que hubiera pasado por situaciones muy críticas, especialmente a raíz de la
enfermedad de mi madre: no era bueno que cortase los lazos que me unían con
ella, lazos que yo sentía incluso fluir por mi sangre, como unos humores que
formaran la parte más íntima de mi vida. Ya conté que yo seguía creyendo que el
espíritu de mi madre continuaba alentando en mí: era un impulso muy suave que
percibía en mi interior, una especie de caricia que se expandía por mi alma
como una ola de indecible ternura. Por aquel tiempo a mí no me movía ningún
resentimiento, sino que todo lo perdonaba a quienes habían sido los seres que
yo más había querido en el mundo: si había albergado algo contra ellos, ya lo
había desterrado de mí con la resolución de quien rechaza un estorbo demasiado
enojoso. El mayor lastre que uno puede tener son sin duda los rencores que
guarda contra las personas que a su juicio le han causado algún mal: es una
rémora muy pesada que impide abrigar proyectos más ambiciosos, una rémora que
condiciona notablemente la actividad del espíritu, obligándolo a permanecer
sujeto al suelo del materialismo, a los oscuros quehaceres de una existencia
muy rutinaria. Yo quería entonces reconciliarme con mi padre y con mis
hermanos: quería que ellos me perdonaran si tenían alguna queja contra mí, si
seguían pensando que era yo quien había ocasionado con mi ingratitud el
terrible mal que había acabado con la vida de mi madre.
Después de varios meses de espera, empecé a
considerar la posibilidad de que esta vez no recibiría ninguna respuesta.
Aunque desconocía los verdaderos motivos de aquel largo silencio, intuía que en
mi familia tal vez yo había terminado por ser un proscrito, una persona a la
que había que tener alejada por su mala conducta, un desterrado al que ni
siquiera se debía atender para que fuera más aguda su pena.
He de confesar que tardé en reponerme de aquello,
pues para mí resultaba mucho más dura aquella ausencia de respuesta que
cualquier otro castigo que se me infligiera. Era como un desprecio que caía
sobre mí sin merecerlo, como una señal de ignominia de la que me costaba mucho
desprenderme. ¿Qué había hecho yo?, me preguntaba muchas veces cuando estaba
solo, cuando paseaba por los mismos sitios que tanto me habían gustado en otra
época. ¿Por qué se me trataba así, qué se esperaba de mí?, continuaba
interrogándome con dolor, casi con desesperación. Lo que uno hacía era mal
interpretado por otros, obedientes a criterios que habían sido grabados para
siempre en sus conciencias, criterios tal vez erróneos por los que reprobaban
los comportamientos que no se ajustaban a ellos.
No sé el tiempo que hubo de transcurrir para que
yo me sintiera mejor, quizá siete u ocho meses, durante los cuales traté de disimular
mi desazón ante monsieur Ronsard. Para mitigarla, muchas tardes me ponía a
escribir: era un modo de alejarme de la realidad, un modo de adentrarme en un
mundo que solo yo reconocía, construido con los restos que habían quedado de mi
pobre vida, recuerdos que todavía pululaban por mi mente con la insistencia de
obsesiones que no terminan de desintegrarse.
Cuando por fin acabó aquel periodo tan ingrato,
París volvió a sorprenderme casi como al principio. Era primavera, y París
renacía de las oscuras huellas dejadas por el invierno, de los velos de sombra
con que se desplomaban los días en los meses anteriores. Descubrí una luz nueva
que aleteaba en el aire, una luz quizá más ancha que cabrilleaba sobre los edificios
más altos de la ciudad. Parecía como si todos los colores tuvieran un mayor
resalte bajo su influjo, una tonalidad que tal vez nunca se hubiera advertido:
el azul del cielo semejaba una vaporosa tela de seda; el verde de las arboledas
tenía un brillo muy intenso, como si hubiera sido revestido de un barniz
especial; el agua del Sena refulgía con los numerosos destellos que se
deslizaban sobre sus ondas. Sin duda, París era una ciudad que se presentaba
muy pintoresca, con marcados contrastes entre las diferentes estaciones del
año, a veces entre distintos momentos de un mismo día. Para mí su encanto nacía
de la relación íntima que cada uno podía tener con ella: para un espíritu
sensible como el mío la belleza no es algo meramente externo, sino que depende
también de la visión que se proyecta sobre las cosas, de la actitud con que uno
se entrega a la contemplación de una realidad que le hubiera resultado
interesante. El gusto estético es siempre subjetivo: es una facultad que no
está vinculada necesariamente con la conciencia, sino que es un producto que se
genera en regiones muy profundas del ser humano, en una parte de él que
permanece envuelta en el misterio. Después de siete años, París se me antojaba
como un lugar de leyenda, como un lugar mágico en el que todo estuviese
confundido, mezclado con un pasado que no hubiera acabado de conocerse. Todo lo que sobre él se había escrito
contribuía sin duda a ensalzarla en la mente de quienes estaban más
familiarizados con la literatura: para mí, por ejemplo, la imagen de Notre Dame
estaba indisolublemente ligada con la que ofrece Víctor Hugo en su admirable
novela; el entorno de la catedral de París seguía cargado de embrujo, ya que
por él continuaban transitando en mi imaginación los personajes de aquella
fabulosa historia. El mundo real se tornaba de pronto fantástico por una suerte
de encantamiento que actuase en aquel sitio: era una transformación inmediata que
producía efectos muy gratos, pues uno accedía
enseguida a una dimensión nueva, en la que la vida cobraba un aspecto
mucho más plácido.
En la composición de mi novela yo proseguía con
ciertas vacilaciones con mi trabajo. Aunque escribía en español, a veces
traducía al francés bastantes fragmentos para que monsieur Ronsard los valorase
mejor. Era este un ejercicio que me resultaba muy fructífero, pues me permitía
entrenarme con estructuras gramaticales que podían ser válidas para las dos
lenguas: esto hizo que a la hora de escribir en la mía pensara también en la
posibilidad de trasladarla a la otra, consiguiendo así un estilo muy flexible,
con una sintaxis que nunca se envaraba en morosos meandros, sino que fluía recta
y serena, casi sin ningún obstáculo.
Después de la casa, el siguiente escenario al que
tuvo que enfrentarse el protagonista de mi historia fue la escuela. En ella se
encontró con un espacio nuevo, velado por una débil penumbra. Los pupitres se
alineaban a un lado y a otro de la sala, presidida por la mesa del maestro,
situada a su vez sobre una tarima de madera. Al maestro me lo representé con
rasgos más suaves que los que habían caracterizado al que a mí me había
impartido clase, quizá por un mero capricho de desvirtuar el aspecto con que se
habían manifestado las cosas. En lugar de aparecer como un hombre grave, lo
pinté como un ser casi indolente, dado a condescender con los hábitos y las
posturas de sus pupilos, una actitud que en los años en que yo iba a la escuela
era poco frecuente. En vez de enseñarles con métodos muy estrictos, lo hacía
con formas que podían considerarse harto novedosas, con las cuales los alumnos
progresaban en sus estudios en un ambiente muy desenfadado. El encuentro con
otros niños marcó desde entonces la vida del protagonista, pues lo obligó a
adoptar un comportamiento mucho más sociable que el que antes había tenido. Se
vio arrastrado por ellos hacia un territorio que le resultaba desconocido,
lleno de peligros y de secretos que tenía que descubrir cada vez que intentaba
explorarlo. Un afán ingente de aventura lo empujaba a adentrarse por los patios
y las corralizas en los que ahora se desarrollaban sus juegos, siempre animados
por la noble competencia que se había establecido con sus amigos: el deseo de
ser los primeros o de llegar antes a los sitios era muy común entre ellos y
formaba parte del ardor con que emprendían todas sus acciones.
Conforme avanzaba en la configuración de la
novela, me daba cuenta de que esta iba tomando una vida propia, muy diferente
quizá de la que yo hubiese programado. Si al principio se podía observar un
cierto paralelismo con lo que a mí en mi infancia me había sucedido, después el
curso de la misma historia la desviaba bastante de lo que realmente había
pasado: el simple hecho de introducir un elemento nuevo hacía que todo cambiase
radicalmente. Después de dos o tres capítulos, el protagonista tenía ya muy
poco que ver conmigo: era un personaje nuevo al que yo, el autor, tenía que
seguir caracterizando de un modo distinto, de acuerdo con las circunstancias o
los sucesos con los que a partir de entonces hubiese de enfrentarse. A monsieur
Ronsard le parecía muy bien aquella experiencia: decía que estaba comprendiendo
así el verdadero sentido de la creación. Lo único que me objetaba era la
lentitud con que ejecutaba mi proyecto: él escribía mucho más deprisa, quizá
porque era dueño ya de unas técnicas y de unos recursos que empleaba con mucha
desenvoltura.
Monsieur Ronsard era ya muy mayor. Desde antes de
que yo lo conociera, venía siendo víctima de frecuentes ataques de reuma, de
unos dolores muy intensos en las articulaciones que lo tenían durante algunos
días apartado de cualquier actividad mundana. Para caminar, había de valerse en
esos periodos de un bastón, pues apenas podía dar dos pasos sin que sus
rodillas se resintiesen. Cuando se veía en tal estado, su genio se agriaba
considerablemente, por lo que tenía uno que andarse con mucho cuidado.
Estos ataques no remitieron, obviamente, con el
tiempo, sino que se hicieron cada vez más enojosos y duraderos, especialmente
en los meses invernales, cuando más frío hacía en París. Yo permanecía siempre
atento a sus necesidades: ante cualquier indicio de malestar, acudía solícito a
su lado para tratar de auxiliarlo en la medida de mis posibilidades. Más que el
secretario de un escritor, parecía un mayordomo o un enfermero que atendiese
con prontitud a un paciente aquejado de continuos dolores. Monsieur Ronsard
agradecía, normalmente, mis desvelos, sobre todo cuando veía que yo aparcaba
todas mis otras obligaciones para ocuparme solo de él.
A pesar del reuma, no se consideraba enfermo: en
cuanto se sentía mejor, se olvidaba de lo que hubiese pasado y se ponía a
actuar como lo había hecho siempre, quizá para demostrarse a sí mismo que no
había sufrido ninguna merma. A mí me regalaba entonces con alguna atención, con
algún libro por el que yo hubiese mostrado un especial interés: de esa manera
me pagaba los cuidados que yo le había dispensado, todos los sacrificios que
había tenido que realizar para asistirlo con escrupulosa regularidad.
La enfermedad, sin embargo, se complicó con una
nueva dolencia que alarmó bastante a los dos. Al principio pareció que era algo
muy leve, una mera arritmia del corazón, provocada quizá por alguno de los
excesos a los que a veces nos entregábamos cuando nos juntábamos con otros
escritores. El mismo monsieur Ronsard manifestó que era una molestia que ya había
sentido en otras ocasiones y que no había que preocuparse demasiado por ella.
Sin embargo, en lugar de ceder, la arritmia fue en aumento, convirtiéndose por
momentos en algo muy angustioso, en una especie de presión que no lo dejaba
apenas respirar. Tan mal se vio monsieur Ronsard que me pidió que llamara a un
médico. Yo conocía a uno que tenía una consulta en la misma calle donde
nosotros vivíamos; sin ninguna pérdida de tiempo, acudí a él, resuelto a
solicitar de inmediato su ayuda. El médico, en cuanto lo informé de lo que
ocurría, no dudó en atender mi petición. Lo exploró enseguida, con la seriedad
que al parecer merecía el caso. Sin vacilar, diagnosticó que era una crisis
cardiaca que debía ser tratada en un hospital.
Fue así como empezó una etapa muy dolorosa y
triste para monsieur Ronsard. En el hospital, consiguieron aliviarle
momentáneamente la dolencia, causada por el mismo reuma que padecía. Fue, como
digo, una mejoría transitoria, con la cual monsieur Ronsard pudo aferrarse de
nuevo a la ilusión que siempre había alimentado sus días, la ilusión de recrear
un mundo que solo era producto de su inagotable fantasía. Durante algunas
semanas vivió entregado a la literatura, tratando de reanudar la historia que
estaba escribiendo con la misma fruición con que se había abandonado a su
trabajo siempre. Logró escribir solo dos o tres capítulos, pues a su falta de
ejercicio se sumó pronto un segundo episodio de su mal, anunciado con síntomas
muy parecidos a los que había sentido la primera vez. Esto, como era natural,
lo retrajo bastante: comprendió que lo suyo no tenía ya arreglo; aunque no me
lo dijo, en su rostro se notaba fácilmente la aprensión de la que había
empezado a ser víctima.
Monsieur Ronsard fue ingresado nuevamente en el
hospital. En él tuvo que superar sucesivas crisis, hasta que finalmente su
corazón ya no pudo más. Murió una mañana de primavera en la que París parecía
resurgir de las oscuras huellas dejadas por el invierno.
En su testamento, monsieur Ronsard me declaraba
heredero de todos sus bienes, entre los cuales se incluía el piso donde los dos
habíamos residido, con todos los libros que en él había. Me vi así agraciado
con una fortuna que yo no había buscado, pues mi interés no había sido otro que
servirle. Con el dinero que tenía ahorrado, que no era tanto como se creía,
podía vivir perfectamente durante una larga temporada. En el mundo literario
fui objeto de múltiples y variados comentarios, algunos inspirados por la
envidia que mi nueva situación despertaba.
Lloré, como era natural, su muerte: durante
muchas jornadas eché de menos su compañía; recordaba sobre todo los momentos en
que los dos charlábamos amigablemente sobre literatura, sobre el lugar que esta
ocupaba en nuestras vidas. Para él, la literatura era una manifestación más del
espíritu, una manifestación quizá curiosa y entretenida, entreverada de sueños
y de fantasías. Como buen romántico, creía que el ser humano estaba imbuido de
una fuerza extraordinaria que lo liberaba de la esclavitud de la materia. Para
mí, fue monsieur Ronsard mi mejor maestro, un avezado mentor que me enseñó a
valorar de otra manera el mundo.
Yo, que no estaba hecho para la molicie, encontré
pronto el modo de emplear mi tiempo en una ocupación que me resultara
provechosa. Gracias a los contactos a los que me había conducido mi anterior
etapa, di en tomar amistad con un editor que había tenido mucho trato con
monsieur Ronsard. Sin que yo se lo pidiera, me propuso que trabajara para su
empresa como colaborador. Para mí, constituía en principio algo muy gratificante,
pues me permitía de nuevo ejercer un oficio que estaba relacionado con la
literatura.
Después de aceptar la propuesta, pasé al día
siguiente al lugar donde debía desarrollar mi trabajo. Se trataba de un
inmueble situado en la rue de la bucherie,
muy cerca de Notre Dame. Allí tenía, en efecto, la sede la empresa que dirigía
monsieur Dupond, el editor al que había conocido. Era un edificio muy antiguo,
con dos plantas reservadas para la dirección y la administración de la
editorial. Yo, que nunca había estado tan cerca del sitio donde se gestiona la
edición, me quedé muy impresionado de hallarme allí: me parecía casi imposible
que pudiera formar parte ahora de un mundo que yo había creído siempre muy
alejado.
Para empezar, monsieur Dupond me encargó que
leyera un manuscrito que se acababa de recibir para conocer mi opinión. Lo leí
con muchas ganas, quizá en dos o tres días. Noté en él algunos fallos de
expresión, algunas partes en que el argumento perdía acaso interés. En su
conjunto, me parecía un manuscrito bastante aceptable: se advertía que su autor
era primerizo y que había puesto mucho empeño en la redacción; era probable que
le hubiese costado grandes esfuerzos, especialmente a la hora de corregirlo.
Aunque no se lo comuniqué a monsieur Dupond, lo consideraba por todo ello muy
digno de ser publicado. Le dije solamente que era un trabajo más bien mediocre,
lo cual coincidía al parecer con otras opiniones que él había recabado.
Así comenzó todo. Después tuve que actuar de
corrector de varios libros que habían sido ya aceptados por el comité de
lectura. Para llevar a cabo mi nueva tarea, hube de consultar de vez en cuando
diccionarios y enciclopedias, pues había términos y afirmaciones que
necesitaban ser cotejados. A veces modifiqué algunas expresiones o corregí
algún signo de puntuación que no me resultaba adecuado. En esta labor procedí
con bastante celo, pues quería que todo quedara de la mejor forma posible. En
general, no fue mucho lo que cambié, ya que trataba de respetar en gran medida la
voluntad del autor.
Monsieur Dupond se manifestó muy satisfecho con
el resultado de mis correcciones. Era un hombre al que le gustaba revisarlo
todo, no porque dudase del trabajo que podían realizar sus colaboradores, sino
porque así se sentía más seguro. Estaba quizá excesivamente preocupado por el
prestigio de su editorial: era ante todo un gran profesional que deseaba
contentar a los lectores que habían confiado en ella. Para él, los éxitos de
ventas ocupaban un lugar secundario: como decía muchas veces, eran solo la
consecuencia de un proceso bien ejecutado.
Como no podía ser quizá de otro modo, era
monsieur Dupond un tipo serio, con el gesto siempre contraído, a causa sin duda
de sus frecuentes lucubraciones. Tenía el cabello blanco, la tez muy morena,
los rasgos de la cara muy pronunciados, con los ojos negros, dominados por una
expresión que infundía bastante respeto, una expresión cavilosa que acentuaba
el grosor de su nariz, de un tamaño que pasaba por ser algo desproporcionado.
Su voz era grave y espesa, en consonancia con el resto de su personalidad:
hablaba sin precipitación, con silencios que a veces resultaban muy elocuentes,
quizá porque con ellos expresaba también sus dudas y sus temores. Vestía con
pulcritud, con ternos muy elegantes, confeccionados especialmente para él en
las mejores tiendas de París.
A pesar de su seriedad, había en monsieur Dupond
cierta bondad que le impedía parecer distante y engreído. Desde el principio
supe que me llevaría muy bien con él: era uno de esos hombres que no descubren
al instante todo lo que son, uno de esos seres que pueden semejar huidizos pero
que esconden muchos valores que uno tiene que intuir.
Cuando ya intimé con él, pude comprobar que no me
había equivocado en mi primera estimación. Monsieur Dupond se mostró al fin
como una persona muy afectuosa, si bien sus sentimientos aparecían siempre
recubiertos por una capa de adustez, por un rictus de concienzuda cavilación.
Como decía, la sede de la editorial estaba a poca
distancia de Notre Dame. Desde los balcones se podía ver la hermosa catedral,
envuelta siempre en un halo de leyenda, posiblemente emanado de su propia
estampa, con sus dos torres enhiestas descollando sobre el conjunto de sus
arcadas y de sus numerosas figuras que se alinean sobre su maravillosa portada.
Como ocurre con todos los monumentos que sobresalen por su valor artístico, uno
nunca se cansaba de mirarla: parecía como si cambiara de aspecto según fuera
evolucionando el día, según los distintos momentos en que uno se pusiera a contemplarla.
Cuando llovía, se mostraba difuminada, con el color muy desvaído, como si se
tratara de una ensoñación lejana que entonces pudiera vislumbrarse entre la
lluvia.
A mí me gustaba mucho pasear por aquel sector de
París: cuando lo hacía, tenía la impresión de que me perdía en un tiempo
antiguo, poblado por seres legendarios, por tipos arrebujados en una capa o
embutidos en un jubón medieval, con aire a veces conspirador, con mirada que se
oculta tras el ala de un sombrero o tras el lúgubre dibujo de un antifaz,
bultos que se confunden con las sombras, siluetas que se esfuman detrás de un
carruaje, perfiles que dejan de percibirse en el fondo de un portal… Aquellas
callejuelas sinuosas parecían conducir a un espacio remoto, a un lugar apartado
en el que se había de desvelar algún secreto. Los pasos, guiados por al azar,
seguían un rastro misterioso, un rastro que quizá ya hubiese llevado a otros a
la culminación que nunca hubieran esperado. Muchas veces a mí se me ocurría
pensar que yo era un personaje que pertenecía a otra época y que me afanaba
también en la resolución de un caso extraño: sugestionado por aquel ambiente,
me veía asaltado por un hombre armado de una pistola que me conminaba a entrar
en un lóbrego habitáculo, donde a la sazón me encontraba con una bella mujer
que había sido objeto de un vil ultraje, una mujer de la que yo finalmente me
enamoraba y a la cual prometía que había de liberarla del oscuro poder al que
los dos estábamos sometidos.
París, sin duda, era una ciudad novelesca: estaba
llena por doquier de edificios y de rincones que excitaban la fantasía. Con
aquellos escarceos callejeros yo me iba curtiendo de algún modo en el arte de
inventar episodios que pudieran resultar interesantes para una novela. Aunque
la que yo escribía no era demasiado fabulosa, nunca estaba de más aquel
ejercicio: me servía para forzar la imaginación, para ensayar el modo de hacer
más atractiva una historia. Por los defectos que yo había observado en otras,
me había dado cuenta de que lo más determinante no era el argumento, sino los
personajes que lo hacen posible: con la creación de don Quijote y de Sancho, a
Cervantes solo le bastó ir inventando ocasiones a las que tuviera que
enfrentarse aquella disparatada pareja. Yo había llegado en mi novela a un
punto de inflexión, en el que el protagonista se convertía en un adolescente
rebelde e insatisfecho. El descubrimiento del amor lo había hecho taciturno y
romántico: al no verse correspondido, su pasión se agigantaba hasta extremos
insospechados; a pesar de sus desdichas, él nunca perdía la esperanza de
alcanzar lo que se proponía, algo en su interior le impedía desechar lo que en
sus adentros hubiese albergado; creía en un destino que podía recomponerse con
una variación imprevista, con una eventualidad que nadie hubiera calculado.
Todo esto me daba pie a crear un sinfín de penalidades y de proyectos que no
llegaban a concretarse; empujado por su mismo infortunio, el protagonista se
animaba a luchar por la consecución de un sueño que en un principio había
considerado muy lejano; en su empresa pasaba por episodios que le parecían muy
frustrantes, en los que una vez más sus ilusiones eran contrariadas; había
momentos en que desfallecía, en que prácticamente daba por imposible su meta;
advertía así que cuanto mayor era la dificultad más grande era la pasión que
sentía, una especie de desasosiego muy hondo que lo obligaba a escribir poemas
muy arrebatados, cartas de amor que nunca enviaba a la persona que las había
inspirado; llegado a aquella altura, él se reanimaba de nuevo, movido por una
fuerza interior que lo inducía a seguir combatiendo, pues su caso se había
convertido ya en una lucha que no admitía ningún descuido; su amada, siempre
insensible a sus penalidades, tenía ya las trazas de un ser inabordable, adornado
en su imaginación con los atributos de una diosa a la que hubiese de rendir
culto. El argumento se complicaba a partir de ahí con nuevas tentativas de él,
todas fallidas por la actitud imperturbable de ella, semejante a una figura
soñada que nunca pudiera tener forma real, elevada ya al prototipo de un amor
inalcanzable que arrastraba al amante a su perdición. Todavía no había rematado
aquel capítulo: necesitaba un poco de tiempo para ver con más claridad cómo
habría de ser el final; se me ofrecían varias posibilidades, entre las que
tenía que dilucidar cuál era la que resultaría más interesante para un lector
virtual.
Mientras tanto, yo proseguía con mi trabajo en la
editorial. En ella hice amistad con un viejo empleado que se encargaba de la
labor de maquetación de los libros que se iban a publicar. Contaba con toda la
confianza del jefe, de quien había obtenido ya notables privilegios. Se llamaba
Antoine, era de una edad avanzada, frisando ya con los sesenta. Tenía una
calvicie bastante considerable, los ojos de un azul luminoso, los labios muy
grandes. De su aspecto general quizá los dos rasgos que más lo caracterizaban
eran el arqueamiento de su espalda y la leve cojera que al andar se le acusaba,
provocada al parecer por un defecto congénito en su pie derecho. Era un hombre
muy extrovertido Antoine, sobre todo cuando le daba por beber, inclinación a la
que era más proclive quizá de lo que cabía esperar de una persona como él.
Monsieur Dupond, acostumbrado a tales excesos, era condescendiente con ellos,
condicionado sin duda por el afecto que en el fondo sentía por su licencioso
trabajador. Más que extrovertido, era ingenioso y locuaz Antoine cuando el vino
lo encendía: se animaba tanto, que no paraba de hablar de los temas que más le
interesasen, casi siempre concernientes a la propia sociedad parisina, con la
que era en esos momentos extremadamente satírico. Aunque yo por lo común lo
rehuía, a veces no me quedaba más remedio que juntarme con él. Mi papel, en
tales casos, casi se reducía a escucharle, pues él tomaba la palabra con tanta
ansia que costaba mucho que la abandonase para cederla a su interlocutor:
vaciaba en su alocución todas las ideas que ya hubiese abrigado en su exaltada
mente, algunas de ellas repetidas hasta la saciedad en anteriores intervenciones.
En uno de aquellos días en que accedí a su
compañía, Antoine me condujo a un lugar frecuentado por respetuosos caballeros.
Se trataba de uno de esos lujosos restaurantes que empezaban a abundar en
París, un local selecto que solía reunir a lo más granado de la burguesía
parisiense. Nosotros, debido a nuestro aspecto, tuvimos a bien situarnos en un
rincón, un poco apartados de los atildados señores que allí se daban cita.
Antoine, en cuanto se tomó dos copas de burdeos, al que era bastante afecto,
comenzó a hablar de aquellos remilgados tipos que tenía delante. Aunque empezó
de un modo muy suave, pronto se enredó en observaciones y en criterios que
encerraban una despiadada crítica. Entre las cosas que no soportaba de ellos,
la que le inspiraba más repudio era la hipocresía: decía que eran esclavos de
las apariencias, individuos que solo se preocupaban por la buena imagen que podían
presentar ante los demás; eran orgullosos, engreídos, con un exacerbado sentido
de la pertenencia a un determinado dominio de la sociedad, del que excluían con
desdén a todo el que no fuese como ellos, al cual solían mirar por encima del
hombro, como si fuera un ser inferior; eran maniáticos del detalle y de la
pulcritud, incapaces de tolerar una mancha o un doblez que pudieran perjudicar
su estampa, la opinión que de ellos tendrían los otros integrantes de su grupo
social. Eran sepulcros blanqueados, acabó por decir con cierta violencia
Antoine, como si viera en aquellos caballeros a unos enemigos a los que tuviera
que denostar. Yo me alarmé un poco, pues no estaba muy seguro de que no lo
pudiesen oír; los miré de soslayo, temeroso de que alguno hubiese reparado por
sorpresa en nosotros. Se les veía distantes, ajenos a nuestra conversación. Je ne les aime pas, profirió en esto
Antoine, cada vez más animado con la índole que estaba tomando su propio
discurso. Yo traté de calmarlo: con un gesto de la mano le indiqué que se
apaciguara. Sin embargo, él elevaba cada vez más el tono: había dado cuenta ya
de tres copas más de burdeos, y su desenfreno ya no encontraba límite que lo
contuviera. Llegó a decir que olían muy mal aquellos hombres, pues los perfumes
que gastaban eran demasiado artificiales; empleaban también palabras falsas,
con una dicción que parecía haber sido pulida después de múltiples ensayos, con
una voz más bien grave, provista de un dejo varonil que no debía ponerse en
duda. Eran actores de un drama grotesco, diletantes de un arte del que eran
contumaces intérpretes, actores que solo representaban ante un público
conocido, del que únicamente podían esperar numerosos aplausos, enfáticos
elogios con los que seguían alimentando su orgullo. Non, je ne les aime pas, volvió a proclamar Antoine, esta vez con
más fuerza que antes, con la mirada turbia, encendido por toda la animadversión
que había llegado a sentir hacia aquella clase de gente. Lo raro era que nadie
se hubiera percatado de lo que decía: yo intenté hablar con el fin de eclipsar
sus palabras, pero él se sobrepuso enseguida a mi intento y continuó opinando de
forma obsesiva sobre lo mismo. Era tal su cólera que yo no creía que hubiese ya
manera de acallarlo: ensartaba unos sarcasmos con otros de un modo
ininterrumpido, acompañándolos con gestos que debían de parecer demasiado
obscenos. Uno de los presentes se volvió en un momento, alertado quizá por sus
voces: se fijó en él con asombro, como si no comprendiera muy bien lo que
decía; yo temí ya lo peor, temí que el hombre le pudiera pedir explicaciones de
lo que acababa de oír, una disculpa quizá de las injurias que había proferido
sin ninguna moderación. Antoine lo miró, pareció que quería decir algo, alguna
procacidad tal vez; el otro se giró, habló un rato con sus compañeros, todos se
volvieron de pronto hacia nosotros con aire de ofendidos, dispuestos a emprender
un reto; yo me puse muy nervioso, pues no estaba muy seguro de lo que Antoine
sería capaz de hacer. Fueron unos segundos de mucha tensión, hasta que él de
repente estalló: C’est la vie!,
exclamó con el mismo ardor que había empleado antes. Los caballeros lo miraron
por unos instantes con estupor, como si pensaran que se encontraban ante un
demente, ante una persona que no tuviera realmente conciencia de lo que decía.
Después reanudaron su conversación con perfecta naturalidad, indiferentes a la
presencia de dos intrusos que con cierto grado de irreverencia se habían colado
sin ningún permiso en su mundo.
La amistad con Antoine era solo de carácter
circunstancial, pues se limitaba a los casos en que yo me veía arrastrado por
sus excesos de locuacidad, siempre provocados en él por su descontrolada
adicción a la bebida, de la que no parecía hacer nada por desprenderse. Con
monsieur Dupond, en cambio, mi relación debía seguir otro camino, pues era un
tipo que uno no acababa nunca de conocer: como era más joven que él, me sentía
obligado a atenderlo y a esperar que él tomase siempre la iniciativa; lo que
menos me convenía era dar la imagen de indiscreto, ya que en buena medida mi
futuro dependía de la opinión que él se formase de mí; era un hombre, por lo demás,
del que siempre podía aprender algo distinto, algo que a mí me sirviese para
seguir avanzando en mi carrera de escritor.
Aunque no lo pareciese, yo todavía no me
consideraba suficientemente formado: me daba cuenta de que cada día me brindaba
una nueva oportunidad para recibir una importante enseñanza. Había comprendido,
por ejemplo, que lo que realmente impulsa a los seres humanos son los
sentimientos, sin los cuales es difícil que se muevan con decisión en el mundo.
Los sentimientos irrumpen normalmente en ellos de un modo inopinado, con una
fuerza a veces arrolladora, convocados por una causa que no se puede
determinar, por una circunstancia quizá imprevista, por una conjunción de
factores que resulta asombrosa, por una situación en la que el corazón se
muestra más sensible de lo habitual… Los sentimientos avasallan, invaden el
alma con el ímpetu de una corriente devastadora, rompen los diques que la razón
hubiese interpuesto para dominarla, arrastran la conciencia con su empuje hasta
que la abandonan después en un lugar desconocido que le causa al principio un
gran desasosiego. Los sentimientos, si son buenos, elevan el espíritu a un
estado de dicha inusual: son atisbos de gloria, ráfagas de una felicidad
inconcebible, relámpagos de amor que iluminan una senda lejana que se pierde en
el horizonte. A su paso dejan un rastro de deseos e ilusiones que no acaba de
borrarse, una estela de bondad a la que es imposible sustraerse. Una vida nueva
empieza tras ellos, una vida que parecía haberse anunciado con su inusitada
irrupción: la esperanza de que se cumpla la promesa que se hubiese vislumbrado
mueve a los hombres en su farragoso camino; es una luz que se alza ante ellos y
que los guía en la noche en que se encontraban perdidos, una luz cierta,
semejante a una estrella que luce en el firmamento con una intensidad especial,
con un brillo insomne que parece predestinado para que se realice una misión.
Yo, en aquella época a la que me refiero, estaba
un poco falto de sentimientos: carecía de ese calor que con ellos se difunde,
de ese fuego en el que el alma arde cuando concibe inefables proyectos. Vivía
maquinalmente, de acuerdo con las condiciones de un trabajo con el que quería
cumplir de un modo riguroso, con un estricto sentido del deber que no podía por
menos de sorprenderme a mí mismo. Después de la muerte de monsieur Ronsard, me
negaba a tomar inclinación por nadie: prefería estar solo, sin otra compañía
que mis melancólicos recuerdos; no estaba dispuesto a soportar nuevas
despedidas, pues de alguna forma me había tenido que despedir ya de mucha gente
por diferentes motivos. Desde que salí de Elvira casi no había hecho otra cosa
más significativa que separarme de las personas a las había conocido, muchas de
ellas de un gran valor afectivo para mí. Deseaba por eso ahora vivir al margen
de mis semejantes, como si fuera un espectador pasivo que asistía al desarrollo
de la obra que ellos representaban. Contaba sobre todo para conseguirlo con el
piso que me había dejado monsieur Ronsard, en el cual me encerraba para
alejarme durante unas horas del mundanal espectáculo que hubiese observado. De
esta manera, todo discurría para mí mejor, a salvo de los sobresaltos a los que
de otro modo hubiera estado expuesto.
Después de algún tiempo, monsieur Dupond me
encomendó el trabajo de traductor, para el cual me consideraba ya bastante bien
preparado. Tenía mucho interés en difundir algunas obras de la literatura
española que no eran muy conocidas en Francia. Me contó que le habían hablado
muy bien de Galdós y de la última generación de escritores que había ido
apareciendo en los primeros años del siglo XX: aunque yo apenas los había
leído, convine con él en que no se debía desaprovechar la oportunidad de
traducirlos, en un momento en que quizá tenían una mayor vigencia los temas
sobre los que versaban sus escritos.
Yo estaba ya acostumbrado a esta nueva labor,
pues no en vano había vertido al francés numerosos fragmentos de mi novela,
ejercicio con el que logré proveerme de una mayor soltura en el uso de mi
propia lengua, como ya he comentado en otra ocasión. Al principio, por tanto,
no me pareció desproporcionado lo que me proponía monsieur Dupond, sino que
incluso lo vi adecuado a mis pretensiones: era una empresa que me podía
reportar grandes beneficios, una empresa con la que mi estilo había de seguir
madurando.
Como no sabía por dónde empezar, tomé un ejemplar
de una novela de Galdós que encontré en la biblioteca de monsieur Ronsard. Se
trataba nada menos que de Fortunata y
Jacinta, quizá la obra cumbre del novelista canario. Yo no había acabado de
leerla cuando tuve oportunidad de hacerlo: recuerdo que había sido en Madrid y
que había tenido que devolvérsela al amigo que me la había prestado porque no
disponía de demasiado tiempo. Era una de esas novelas que uno va postergando
por diversos motivos y que al final termina por leer con verdadera fruición. La
leí en su versión española en poco menos de dos semanas, a pesar de que es
quizá muy extensa. Quise así tener una nueva opinión de ella, basada sobre todo
en las distintas impresiones que me hubiera ido causando su lectura. Admiré la
capacidad del autor para crear un mundo novelesco, no muy diferente del que
existía en la realidad de su época: era como un reportero que daba cuenta en su
crónica de todo lo que veía, siempre proveído de un espíritu crítico muy
severo. Tanto me gustó que no dudé de la necesidad de traducirla a otros
idiomas, ya que era una manera de contribuir poderosamente al progreso de la
humanidad. Con un ánimo tan decidido emprendí mi trabajo, confiado en que no me
había de resultar complicada su ejecución. Traduje varias páginas a un ritmo
bastante considerable: como me gustaba mucho lo que hacía, no me costaba ningún
esfuerzo resolver los problemas que me iban surgiendo, casi siempre relativos
al léxico, a la adaptación de ciertos vocablos o modismos españoles al francés.
Me di cuenta, a medida que avanzaba, de que Galdós abundaba mucho en ellos y de
que incorporaba a menudo a su narración voces y expresiones pertenecientes a un
registro coloquial, cuya traducción resultaba casi siempre algo forzada.
Comprendí poco a poco que mi trabajo consistía más bien en una labor de
recreación, casi en una reescritura del texto, en una nueva plasmación de lo
que el autor hubiese querido expresar en él. Esto hizo que paulatinamente mi
tarea fuese más lenta, sometida siempre a los escrúpulos que en mí iban
apareciendo.
Un día le confesé a monsieur Dupond lo que me
ocurría: le dije con gran sinceridad que me sentía incapaz de llevar a cabo mi
proyecto; le expliqué los motivos por los que lo decía, las enormes
dificultades con las que me había encontrado últimamente, las prevenciones que
me asaltaban cuando traducía. Monsieur Dupond se mostró, como siempre, muy
comprensivo: en lugar de reprobar mi actitud, como yo hubiera esperado, me dijo
que era normal lo que me pasaba y que no debía abandonar mi proyecto por ello.
Me animó incluso a continuarlo, aun cuando emplease en él más tiempo del que
hubiese calculado. «No importa que tardes muchos años en cumplirlo», llegó a decirme
en francés con una gentil sonrisa, mirándome como se mira a un discípulo en el
que se tiene plena confianza para que confirme en el futuro todas las
esperanzas que en él se hayan depositado. «En el arte el tiempo es un factor
que no debe tenerse en cuenta», apostilló con cierta solemnidad después de una
breve pausa, como si quisiera hacerme portador de aquellas importantes
palabras.
Sin duda, todo lo que decía monsieur Dupond era
muy significativo: parecía haber sido amasado antes en su conciencia para darlo
a probar después como un rico bocado, como un dulce que ofreciese a sus
interlocutores para que saboreasen el último producto de su saber culinario.
Actuaba ante mí como un mecenas que está dispuesto a sacrificarse por el bien
de una empresa en la que ha confiado: no le importaba, en efecto, lo que yo
tardase en la mía si al final conseguía culminarla.
Yo, por supuesto, no pude por menos de
corresponder con él, y le prometí que seguiría intentándolo. Perseveré con
renovado ahínco en mi tarea: durante algunas semanas creí que podía lograrlo,
hasta que una nueva crisis me vino a demostrar otra vez que era algo que
superaba realmente mis capacidades, algo de verdad ingente para lo que no me
consideraba preparado.
Con cierto temor, le volví a exponer a monsieur
Dupond lo que pensaba. Casi lloré ante él a causa de mi impotencia, a causa de
un deseo largamente anhelado que no era capaz de satisfacer. Al contrario de lo
que yo pensaba, él no se mostró defraudado o descontento conmigo, sino que
incluso me agradeció el interés y el esfuerzo que había puesto hasta entonces
en mi obra, aun cuando no me hubiese atrevido a seguirla. «Es solo un sueño que
no se ha cumplido», comentó finalmente con ánimo de consolarme.
Tras este intento fallido, volví a pertenecer al
comité que leía y seleccionaba los manuscritos que se recibían en la editorial.
Por mis especiales condiciones, era quizá esta la labor para la que me veía más
capacitado, y con el mismo entusiasmo del principio me entregué a ella para
compensar las carencias que para otras funciones había manifestado.
Con tanto trabajo apenas había tenido tiempo para
avanzar en mi novela. Había llegado en ella a un punto de indecisión, en el que
no sabía cómo resolver el conflicto que había planteado. Después de barajar
distintas posibilidades, opté por la que me parecía más adecuada al argumento:
el protagonista, que se llamaba Miguel en honor al autor de El Quijote,
era al fin rechazado por su amada cuando decidió abordarla; ella, de una
condición más mundana que la de él, había elegido ya a otro pretendiente que se
adaptaba mejor a su manera de ser, un chico arrogante y desenvuelto que había
conseguido atraerla antes de que él decidiera declararle su amor. Esto, como
era natural, causó un profundo desconsuelo en Miguel, que dio en escribir unos
versos desgarradores en los que expresaba su enorme desazón: el rechazo del que
había sido objeto era para él una terrible bofetada que le había ocasionado un
insoportable dolor; no solo se sentía rechazado, sino que se veía despreciado
también por el mundo que lo rodeaba, al cual pertenecía precisamente la
causante de su desgracia. A partir de entonces renegó de ese mundo con
vehemente pasión: deseaba estar solo, sin otra compañía que la de sus propios
pensamientos, cada vez más reacios a superar las crisis de melancolía en las
que acababan sumidos. La novela tomó así un carácter más intimista: había de
mostrar lo que pensaba Miguel, las reflexiones que se le ocurrían acerca de su
situación. El amor se convirtió para él en un sentimiento enfermizo, en una
inclinación absurda que tenía que olvidar: aunque hacía grandes esfuerzos por
olvidarlo, siempre aparecía de nuevo en él, como si se tratara de una fiera
herida que hubiese encontrado cobijo en el interior de su corazón; cuando menos
lo esperaba, la fiera enfurecía, sobresaltada por un recuerdo o por un espasmo
emocional que le provocase una gran convulsión.
Tal estado del protagonista concluyó cuando se
dio cuenta de que no merecía sufrir tanto por la persona que le había inspirado
aquel amor: después de varios meses de inaguantable desolación, terminó por
aceptar que ella no era digna de él; su obsesión la había transformado,
efectivamente, en un ser extraordinario, muy diferente del que era en realidad.
Después de aquel cambio, ya no sabía cómo seguir.
Me tomé, en consecuencia, una nueva tregua para ver qué era lo que convenía
mejor a aquella historia: en Miguel se había de producir un giro decisivo, pero
no había pensado aún en las circunstancias en que tenía que ocurrir.
Después de once años, me había acostumbrado ya a
vivir en París, aunque París era una ciudad que no acababa de conocerse nunca,
una ciudad extraña que siempre guardaba algún secreto, algún misterio que
hubiese que descubrir. A los meses de primavera les sucedían los del verano,
que allí solían ser bastante calurosos. Con el sol el aspecto que ofrecía París
cambiaba un poco, quizá por el mismo espíritu de alegría y de libertad que
existía en las calles, recorridas habitualmente por una multitud muy
bulliciosa: al calor ambiental se sumaba así el que se desprendía de los
transeúntes, dando lugar a una mezcolanza muy genuina.
En agosto, sin embargo, la temperatura comenzaba
a moderarse algo, especialmente en la segunda quincena. Era esta, por ello, una
época bastante propicia para el paseante, el cual podía completar distancias
cada vez más largas. A mí me gustaba, como al principio, caminar por las
márgenes del Sena, donde siempre encontraba motivos para recrear mi alma. El
Sena es un río particularmente bello que ha dado suficiente inspiración a
muchos pintores, afanados en reproducir en sus cuadros la gracia que hubiesen
atisbado en su imagen, siempre tan seductora. Desde los puentes que lo cruzan
uno se embelesa en la contemplación de su corriente, compuesta de aguas que se
deslizan y amontonan entre las dos orillas que la circundan, con hileras de
árboles que dan sombra a los muelles que en ellas están situados. La panorámica
adquiere una mayor grandeza con la vista de la ciudad, que a los lados se
tiende con su conjunto abigarrado de fachadas palaciegas, cúpulas y tejados,
con la torre Eiffel siempre descollando con su espigado armazón de hierro. Era
una ciudad de ensueño, de perfiles difuminados en el aire, como si surgiera de
una lejana evocación novelesca, de un momento áureo del pasado que hubiera
quedado retenido en el tiempo. Yo lo observaba todo durante mi paseo; a veces
me paraba para admirar un detalle, algún aspecto que en otras ocasiones no
hubiera advertido. Tenía la curiosidad del principiante, la avidez del que
llega por primera vez a un sitio y se extasía con todos los accidentes con los
que se va encontrando.
Por las tardes el Sena era un espejo en el que se
reflejaba una luz límpida, una luz que sin embargo se ennegrecía en los
espacios velados por las sombras. Era un alfanje claro que refulgía entre los
muros de granito que lo bordeaban; era una sierpe nacarada que se desplazaba
sigilosa, con un movimiento que parecía mantener siempre el mismo ritmo
monocorde de ondas que se suceden hacia un destino inexorable. El color del
cielo, anaranjado o lila, era a su vez un oscuro recuerdo que venía a morir
entre las aguas, una débil paletada que apenas se insinuase tras el brillante
barniz que la cubría. Igual que me pasaba en otros lugares, yo imaginaba allí
episodios de historias que no habían existido, parecidas a otras sobre las que
sí se habían escrito numerosos libros. Imaginaba por aquellos parajes a dos
jóvenes enamorados, escapados de las estrechas vigilancias a las que sus
respectivas familias los sometían, dos jóvenes que desafiaban todas las
convenciones sociales para rendirse al intenso amor que los consumía.
Todo esto lo pensaba yo en tiempos de paz, cuando
nada enturbiaba la tranquilidad que entonces por todas partes se captaba. Sin
embargo, el ambiente de París se llenó muy pronto de presagios y de anuncios
muy desalentadores, al menos para quien no estaba acostumbrado a enfrentarse a
acontecimientos que podían alterar definitivamente el curso normal de la
existencia. Desde los medios mejor informados se difundía la posibilidad de que
se entablase un conflicto bélico entre distintas naciones. Para monsieur
Dupond, que estaba más familiarizado que yo con estas cuestiones, opinaba que
no se trataba de nada nuevo y que había que estar preparado para afrontar una
guerra. Para Antoine, en cambio, aquello era horroroso, una muestra más de la
terrible maldad a la que podía llegar el ser humano.
Yo, aunque temeroso, procuré hacer acopio de
valor y traté de cumplir con mis obligaciones con la misma rectitud con que las
venía cumpliendo. Entre ellas, cobró cada vez más importancia la de la
escritura, pues en las épocas de mayor incertidumbre la escritura se presenta
siempre como una opción muy apetecible, con la cual uno se olvida de algún modo
de lo que a su alrededor está sucediendo. En mi novela proseguía un ritmo de
creación lento. Un día, monsieur Dupond, advertido de mis inclinaciones, me
preguntó de improviso si yo escribía. Como no lo esperaba de él, me sonrojé un
poco antes de responderle: le dije que me consideraba un escritor modesto, un
simple aficionado que se había atrevido a empezar una novela sin saber si
podría continuarla. Él me miró a los ojos con mucha calma, queriendo tal vez
adivinar en ellos hasta qué punto era verdad lo que decía. «Cuando termines lo
que estás escribiendo, lo publicaremos en la editorial», anunció sin titubeos,
convencido de que lo que yo escribiese había de reunir el suficiente mérito
para que él lo apoyase.
Este incondicional respaldo me animó a continuar
mi proyecto. En él mi protagonista tenía que tomar una resolución que lo
alejase de lo que había sido: ansiaba huir del pasado turbio en el que había
estado metido, del cual a veces recibía coletazos imprevistos en forma de
recuerdos y de ecos de sensaciones que no había logrado todavía sepultar. Con
una gran voluntad Miguel se puso a estudiar economía y esperó a cumplir los
veinte años para hacerse viajante de comercio, un oficio con el que había
soñado siempre en su denodado empeño por convertirse en un hombre mayor. Con un
coche que había pertenecido a su padre, se animó a recorrer los lugares que le
había asignado la empresa con la que se había comprometido a ejercer su cargo. Esto
espoleó sus ansias de aventuras y de exploración de los nuevos territorios por
los había de moverse. La novela, en virtud de este cambio, pasaba del intimismo
desorbitado de la primera parte al ritmo trepidante que ahora propiciaban estos
continuos viajes. Me di cuenta una vez más de que todo dependía del carácter
que tuviera el personaje: como en el mío se había operado una transformación
muy importante, en la novela necesariamente había de pasar lo mismo.
Mientras esto escribía, las noticias que se
propagaban en el exterior eran cada día más alarmantes: estaba claro que cuando
las naciones o los gobiernos se disponen a ir a la guerra es muy difícil que
haya nada que los detenga; parece como si el demonio de la destrucción se
hubiera asentado en sus propósitos, moviéndolos a tomar decisiones que conducen
inevitablemente a un final muy lamentable. Las gentes, con gran agitación,
hacían en sus casas aprovisionamientos de comidas ante la posibilidad de que
muy pronto les faltasen; las familias que tenían hijos en edad de alistarse en
el ejército vivían con verdadero pavor aquellos días, siempre a la espera de un
llamamiento imperioso que las obligase a sacrificar a sus vástagos más
queridos.
Yo, como era natural, no podía permanecer ajeno a
estas preocupaciones; por mi calidad de extranjero, no temía que a mí me
llevasen; había cumplido ya además treinta y tres años, por lo que me había
alejado ya un poco de la línea que separa a la juventud que suele ser requerida
para participar en tales eventos. El miedo que veía en los parisinos era, a
pesar de esto, algo que a mí me ensombrecía: me sentía de algún modo hermanado
con ellos, identificado con sus propios conflictos; si ellos tenían pánico por
lo que se les avecinaba, yo no podía por menos de experimentar lo mismo. Se
trataba más bien de un temor colectivo, en el cual nos veíamos implicados todos
los que en París vivíamos.
Las circunstancias externas casi me impelían a
considerar el trabajo de creación como un refugio: cuando escribía, me
trasladaba a otro mundo, en el cual yo ya dejaba de ser el mediocre ciudadano
que se apenaba por lo que a su alrededor veía; me convertía, casi sin poderlo
evitar, en el viajante de comercio que luchaba por abrirse camino en su vida,
un viajante joven y arrojado que empezaba a vivir ahora un sinfín de aventuras,
encuentros con personas que atraen su curiosidad, lances en los que se ve
obligado a actuar con gallardía, romances con mujeres de las que no acaba
enamorándose…
La guerra, sin embargo, estalló, causando una
profunda inquietud en la gente: el mal, una vez desatado, ya no pararía de
extenderse por todos los sitios.
5
A medida que pasaba el tiempo, París iba
adquiriendo un aspecto cada vez más extraño: parecía como si sobre él se
cernieran unas sombras perturbadoras, las sombras de un pecado que tuviese su raíz
en un pasado muy remoto. Era una ciudad ahora de apariencia invernal, con
manchas adosadas a sus muros que delataban la pesadumbre a la que ya estaba
sometida. El Sena era un río de aguas turbulentas que acentuaba con su rumor la
angustia que atenazaba a los habitantes.
Los jóvenes parisinos, a poco que comenzó la
guerra, se fueron alistando en el ejército que se formaba para combatir a los
intrépidos y duros alemanes. Animados por un recio orgullo patriótico, acudían
enfervorecidos al llamamiento que habían recibido: lo normal era participar en
la guerra, intervenir en ella junto a otros jóvenes que pensaban lo mismo. Los
andenes de la estación del norte estaban abarrotados a todas horas de nuevos
soldados que aguardaban el momento de su partida, mientras sus familiares
permanecían con ellos para despedirlos con ampulosos gestos de cariño.
Otro de los espectáculos más llamativos de la
contienda lo constituían las masas de mujeres que asistían a las misas que se
celebraban por aquella época en las iglesias. Eran madres, esposas o hermanas
de combatientes que querían rezar por ellos para que Dios los librara de los
peligros a los que inevitablemente debían de estar expuestos. La catedral de
Notre Dame, de la que yo no me hallaba lejos, se llenaba todos los días de
mujeres afectadas que elevaban sus rezos con intenso fervor, esperanzadas con
la idea de que sus peticiones habían de ser oídas. Era una fe nueva que había
surgido ante la urgente necesidad que ahora se sentía, una fe alimentada quizá
de viejas creencias que en estos tiempos habían renacido. El Dios del Antiguo
Testamento, protector del pueblo perseguido, aparecía en el fondo de todas
aquellas oraciones. Nadie pensaba en las razones que podían mover al enemigo,
cuyo ejército debía de estar compuesto también por inocentes soldados que se
habían alistado en él por parecidos motivos.
El temor a una invasión se había convertido en
una obsesión. Por todos lados se decía que los alemanes seguían ganando
posiciones en su desenfrenado avance hacia París: los franceses, por mucho que
quisieran, al final tendrían que ceder ante el empuje de aquel monstruo tan
bien organizado, el cual ramificaba ya sus tentáculos por un territorio repleto
de trincheras.
Me vi tan afectado por los acontecimientos que
apenas podía atender a otra actividad que no fuera la de cumplir con mis
obligaciones cotidianas. Por falta de concentración, había tenido que
prescindir de mi tarea como escritor: con enorme enojo había comprobado
repetidas veces que mis esfuerzos por continuar la historia que había
emprendido no daban los frutos deseados; notaba que mi estilo narrativo ya no
tenía el pulso que antes había tenido, debilitado sin duda por el estado
emocional en el que ahora me hallaba sumido. Mi cabeza no podía ya fabricar
mundos fabulosos, sino que se encontraba más bien impresionada por lo que en la
realidad estaba ocurriendo: la ficción había perdido, ciertamente, interés ante
el cúmulo de desgracias que se venían sucediendo; si antes había sido un
refugio, ahora no era más que una entelequia que no tenía ningún sentido.
Ante la situación que se había creado, pensé que
lo mejor era escapar de París. Era tanta la aprensión que existía, que se hacía
muy difícil vivir allí: el ambiente era, por así decirlo, irrespirable y
cualquier acto que uno intentase estaba impregnado de aquella sensación de
peligro que cundía por todos lados. París, definitivamente, ya no era la ciudad
que yo me encontré, sino que aparecía ante mis ojos envuelta en un halo de
terror, en una penumbra gris que la alejaba del encanto que en otro tiempo
había tenido. Mi trabajo en la editorial se hallaba, por otra parte, paralizado
por la escasez de material, pues a medida que avanzaba la guerra cada vez eran menos
los manuscritos que se remitían a ella. Con no poco esfuerzo se lo hice saber a
monsieur Dupond, quien no tardó en comprender mi postura: me dijo que si quería
marcharme él no podía oponerse a que lo hiciera, pues en aquel momento lo más
prioritario para todos era defender la vida. Con grandes muestras de afecto me
despedí de él: me prometió que si alguna vez regresaba a París, alentado por un
cambio en los acontecimientos, tendría un puesto asegurado en su empresa, a la
que yo tanto había servido.
Escogí un lugar del sur al que huir, Biarritz,
una ciudad costera que había adquirido gran fama en el siglo pasado por la
calidad de sus aguas. Cerré el piso que había heredado de monsieur Ronsard y,
con una valija llena de ropa y de libros, en la cual también iba el manuscrito
de mi novela, salí de París en un tren que me conduciría al destino que había
elegido. Con el dinero que llevaba, podía casi prolongar el viaje todo el
tiempo que me hiciera falta.
Llegué a Biarritz un día de primavera en que
llovía mucho. El mar se hallaba velado por una espesa bruma, entre la que
destacaban a veces los destellos acerados de las olas, con sus crestas de
espuma derrumbándose sobre los oscuros acantilados que se alzaban en la playa.
Me alojé en un hotel, desde el que se divisaba un ancho panorama, cubierto en
aquella ocasión por una densa cortina de agua.
Al día siguiente aclaró bastante el tiempo, y
pude ver con más nitidez el paisaje que ante mí se ofrecía, un paisaje marino
de una extensión ilimitada, con una ciudad de viejos edificios que se apretaba
al borde de la costa. Al principio me pareció un lugar sombrío, pero luego me
di cuenta de que era muy soleado y alegre, con una luz muy clara que lo bañaba
todo con gran suavidad. Aunque era una luz de primavera, daba la impresión de
que tuviese cierto matiz otoñal, una dulzura que quizá solo se encuentra en las
plácidas tardes de septiembre. Había algo en Biarritz que me atraía, quizá el
tono azulado de sus promontorios, el brillo plateado de su mar, el bronco
quejido de sus olas al chocar contra las rocas, la honda quietud de sus calles
y de sus plazas, rociadas de historia, con pedazos de cielo que quedaban
enmarcados entre algodonosas nubes… Me gustaba sobre todo pasear por la playa
en los días azules, cuando una calma infinita parecía extenderse por el
horizonte. Era una sensación nueva que yo nunca había experimentado hasta
entonces, una emoción muy profunda que despertaba en mí goces insospechados: el
mar, hinchado y rugiente, reclamaba a cada instante mi atención, con un poder
al que yo no podía resistirme; acostumbrado a caminar entre paredes de piedras
o de ladrillos, me hallaba ahora ante un escenario nuevo, en el que el espíritu
se animaba a soñar con un mundo lejano, con un mundo vaporoso que estaba
situado más allá de los límites de la realidad, en un espacio azul al que solo
había de tener acceso la fantasía.
Con tales impresiones, era natural que volviera a
coger la pluma para continuar mi historia. Fue un reencuentro feliz con la
escritura, propiciado por aquel extraordinario impulso que yo venía sintiendo. Escribí
con avidez, casi con prisa, como si hubiera acumulado muchas ganas de hacerlo
durante aquel largo periodo en que estuve inactivo, como si quisiera resarcirme
pronto de ello. El protagonista de la novela se tenía que enfrentar ahora a una
serie de dificultades, a una especie de trampa urdida por viles enemigos.
Sobrevivía con denuedo a todas las pruebas, hasta que en una de ellas se vio al
borde de la muerte: comprendí entonces que todas las experiencias que yo había
tenido me servían para reparar ahora en el lado oscuro de la vida; en la novela
había de reflejarse a la fuerza la visión que cada uno tuviera de su
existencia, los aspectos positivos o desagradables con que se hubiera
encontrado; en mi caso concurrían ahora muchos factores que me obligaban a
tener un concepto pesimista de ella, pues el fin al que conducían muchas veces
las pasiones humanas no podía ser más desastroso.
En el hotel donde yo me alojaba coincidí con una
mujer extraña. Tenía el cabello rubio, de un tono casi pajizo; lo llevaba a
menudo despeinado, con una melena corta, como si no le importase la opinión que
los demás se pudieran formar de ella; vestía también con cierto desenfado, con
ropas que parecían más bien sucias o muy viejas. Sus ojos eran claros, de un
azul turquesa, un azul de cielo en un momento del día en que se difuminan los
colores; eran ojos que irradiaban luz y que miraban con cierta altivez, con
gesto que a veces podía resultar algo ambiguo.
Lo más original, con todo, en ella no era su
aspecto, sino el espíritu que se traslucía en cada uno de sus actos, la
aparente indolencia con que se comportaba habitualmente. Era una mujer que
atraía, quizá por ese mismo carácter tan peculiar que mostraba, un carácter que
se resistía a ser comprendido al principio, en un primer contacto que con ella
se tuviese.
A mí, ciertamente, me atrajo desde que la conocí.
Fue en el vestíbulo del hotel, mientras yo aguardaba a que escampase un día en
que también estaba lloviendo mucho. Ella, por lo visto, debía de esperar lo
mismo, pues permanecía sentada en un sofá que había frente al mostrador de la
entrada, abismada en pensamientos que parecían muy inquietantes. Yo, de pie, la
observaba con disimulo, al tiempo que me preguntaba por el oficio o por las
ocupaciones que habría de tener. Al comienzo creí ver en ella a una periodista
que como yo había escapado del horror de la guerra, una intrépida reportera que
había abandonado su trabajo para instalarse en un lugar más tranquilo. Tal era
la apariencia que presentaba, muy diferente quizá de la que ofrecían las demás
mujeres que yo había conocido. Tal vez por esta condición salvaje empecé a
sentir más curiosidad por ella; durante varios minutos apenas logré apartar los
ojos de su figura, sugestionado por el misterio que de forma natural se
desprendía de su persona. Fueron instantes en que me quedé absorto, hasta que
advertí con gran sorpresa que ella también me miraba. Lo hacía de un modo
brutal, sin ningún tipo de reparo. Turbado por este imprevisto, simulé que
volvía a mi habitación después de haber desistido de salir a la calle. Aunque
no la conocía, comencé a sospechar que aquella mujer podía tener una
importancia decisiva en mi vida.
Tras aquel encuentro se produjo otro, en el que
por iniciativa suya llegamos a hablar de los motivos por los que habíamos
coincidido allí. Los dos, en efecto, habíamos escapado de París, aunque en su
caso la salida había ocurrido antes, obligada por la necesidad de acompañar a
una familia con la que vivía. No se refirió a otras circunstancias: simplemente
aludió a las personas con las que residía, dos ancianos que la habían hospedado
y tratado en su casa como a una hija. Preguntada por lo que hacía, me contestó
de forma evasiva que era algo que por el momento quería mantener en secreto,
algo que quizá a mí no me interesaría.
Durante varios días no hice más que acecharla.
Solía salir muy temprano del hotel, a una hora en que era todavía de noche. De
una manera un poco apresurada recorría casi toda la costa, deteniéndose en
aquellos sitios que podían tener una mejor vista, casi siempre los mismos. Yo
la seguía a cierta distancia, escondiéndome a veces tras las piedras de los
acantilados para que no me viera. El amanecer iba dejando por el filo del
horizonte brillos anaranjados, racimos de luz que pronto se desparramaban. La
extraña mujer continuaba su ruta de un modo mecánico, con pasos que con
frecuencia se hundían en la arena de la playa. Se veía su pelo suelto oscilando
sobre los hombros con indómita belleza, con un ritmo que semejaba acordado. Su
silueta se recortaba a menudo contra el fondo negruzco del mar, en el que
empezaban ya a distinguirse algunos destellos azulados.
Una mañana, sin yo esperarlo, se detuvo y miró
hacia donde yo estaba. Creo que me vio, aunque no hizo nada por volverse sino
que continuó caminando en la misma dirección, siempre muy erguida, con los ojos
clavados en el paisaje, como si hallara en él un motivo con el que pudiera
recrear su imaginación después.
En su manera de mirarme hube de percibir a partir
de entonces cierta indecisión: quizá no sabía tampoco el papel que yo
representaba ante ella; tal vez lo consideraba poco natural, producto de un
interés que yo todavía no hubiera revelado.
El dueño del hotel, consultado por mí, me dijo
que se llamaba Laure y que ejercía de escritora. El hecho de que desempeñara el
mismo oficio que yo aumentó en mí las ganas de seguir conociéndola y, en un
alarde de osadía, me aventuré a trabar con ella de nuevo conversación, esta vez
en una plaza de Biarritz, donde los dos casualmente nos habíamos encontrado.
Aunque parecía reacia a hablarme, yo procuré dirigir el diálogo hacia el asunto
en el que deseaba que concluyera, la afición que ambos compartíamos por la
escritura. Le confesé, llegado a aquel punto, que yo amaba la literatura y que
había llegado a convertirse en mi principal pasión, sin la cual era difícil que
concibiera la vida. En contra de lo que cabía suponer, Laure se mostró
impasible ante este tema, como si no le diera la importancia que yo pensaba que
para ella había de tener. Me sentí de veras ridículo ante esta actitud, por lo
que no quise continuar hablando más sobre aquello, y traté de despedirme de
ella con la mayor educación.
Tal esquividad, mezclada con la inusual belleza
con que yo ya la contemplaba, provocó en mí un deseo cada vez más grande por
descubrir lo que en el fondo de su alma escondía. La tomaba casi como una mujer
fatal, a la que yo indefectiblemente había de perseguir hasta donde ella me
quisiese llevar. Una mujer que tenía ya sobre mí un dominio absoluto,
propiciado por la hipnosis que hubiese sabido ejercer en mi mente. Si era amor
lo que sentía por ella, era un amor desmesurado, una pasión súbita que me
arrastraba con impredecible empuje.
Durante algunas semanas, me dejé arrastrar por
aquellos sentimientos. Era tal su efervescencia que apenas tenía ocasión de
escribir con tranquilidad; aplazaba mi trabajo para un momento en que
dispusiera de un ánimo más adecuado. La imagen de Laure la tenía grabada en mi
cabeza: en los sueños se me aparecía una y otra vez, casi con la persistencia
de una pesadilla.
De tal modo influía en mí que cuando me dijo que
se marchaba a Florencia no dudé en seguirla: mi sino estaba ya unido al de ella
de forma indisoluble, un sino que ahora me conducía a un nuevo lugar de Europa,
del que yo había oído siempre hablar de una manera muy exaltada.
Viajamos los dos en los mismos trenes, aunque
procurábamos siempre hacerlo en departamentos distintos. Ella, imperturbable,
apenas se relacionaba con la gente con la que coincidía en el suyo; muchas
veces yo la veía mirando por la ventanilla, abstraída nuevamente en el panorama
que se descubría desde ella. Su perfil, destacado sobre el cristal, me
resultaba enormemente bello, de unas líneas muy suaves. Aunque me hubiera
gustado hablarle, me abstenía en muchos momentos de ello al no saber si podía
molestarla. Era la suya una belleza que repelía a quien quisiera aproximarse a
ella y que por eso mismo la hacía parecer siempre tan distante, ensimismada con
frecuencia en sus pensamientos, rodeada por un aura de misterio que obligaba a
tenerle siempre mucho respeto, como si se tratara poco menos que de un ídolo al
que hubiese que venerar.
Florencia es una ciudad encantadora, como todo el
mundo sabe: tiene un poder de atracción que quizá no lo tenga otro lugar en la
Tierra. Su mismo enclave, entre varias colinas, es ya prodigioso. Si en París
es el Sena el que le da identidad y carácter, en Florencia es el río Arno el
que la distingue con su corriente, una corriente que al pasar por la urbe
parece como que se ensancha en un intento por ceñirse más a ella. Yo me alojé
en una pensión distinta de la que escogió Laure, pues no quería ser
impertinente en el seguimiento al que de forma disimulada la había sometido. Lo
peor que hay es atosigar con requiebros e insinuaciones a una persona a la que
no le gustan; si ella es propensa a aceptar a uno, tales muestras de afecto las
verá bien, pero si no es así, si la persona en cuestión no es proclive a
acogernos, lo más probable es que nos rechace aún más, condenándonos a un
distanciamiento del que ya no podremos salvarnos. Es lo que yo temía que
ocurriera con Laure: si tenía alguna posibilidad de que ella me quisiera, tenía
que conservarla con sutil esmero, con un cálculo exquisito.
Una vez instalados en Florencia, una de sus
primeras costumbres fue la de pasear muy temprano, igual que solía hacer en
Biarritz. En este caso, no era el mar lo que le llamaba la atención, sino la
propia ciudad que ahora descubría con su dédalo de callejuelas estrechas y
tortuosas, presididas siempre por la cúpula majestuosa del Duomo.
Florencia no era, como París, un lugar que se
revela poco a poco, de un aspecto muy variable: su imagen era, por el
contrario, siempre la misma, de una hermosura que no se podía hallar en ninguna
otra parte. Era allí donde había sido labrado aquel conjunto arquitectónico, de
un sello inconfundible, como una creación que hubiera sido ya concebida desde el
principio del mundo. Era un sueño de piedra, esculpido con inmensa paciencia,
por obra de tenaces y austeros artistas, un espectáculo magnífico que parecía
que hubiese sido diseñado por una cuadrilla de ángeles.
Yo seguí los primeros días a Laure con cautela,
hasta que me di cuenta de que mis prevenciones no eran necesarias, pues ella
iba tan absorta en lo que veía que apenas se inmutaba de mi presencia cuando en
algún punto nos encontrábamos. Yo creo que incluso le agradaba que la siguiese,
pues quizá le halagaba que alguien hubiese decidido imitar sus gustos. La veía,
en efecto, cada día más conforme con que yo caminase tras sus pasos, siempre a
una prudente distancia para no importunarla
demasiado.
La situación acabó por normalizarse y a una
tentativa mía por acompañarla respondió que no suponía para ella ningún
inconveniente que lo hiciese. Fue así como se inició entre nosotros una
relación más estrecha, siempre supeditada a las condiciones que ella de algún
modo impusiese.
Me enteré de que había publicado dos libros y de
que estaba escribiendo el tercero, precisamente ambientado en la capital de la
Toscana, de la que ella deseaba tomar suficientes notas. Yo le confesé que
también escribía, aunque no quise especificar sobre qué lo hacía. Las
conversaciones, por lo general, tenían un tono muy comedido, como si ninguno de
los dos nos atreviéramos a dar ventaja al otro con el descubrimiento de lo que
en nuestro interior albergábamos.
Mi interés por ella aumentaba a medida que la
conocía: me consideraba casi como un privilegiado por poder pasear a su lado,
por observar las mismas cosas que ella a la sazón observaba. Todas las frases
que pronunciaba eran revisadas por mí después: muchas parecían haber sido
dichas con una intención especial, que yo trataba de escrutar con gran desvelo;
analizaba el tono que había empleado, el modo con que me había mirado al
decirlas; sospechaba siempre que hubiese algo oculto, un sentimiento quizá que
no se atreviese a confesar a mí por un motivo que yo no había alcanzado a
entender todavía. Todo esto hizo que aquel interés mío deviniese en un afecto
desmesurado hacia ella, en una pasión sin límites que a veces me resultaba muy
fatigosa. Necesitaba saber lo que Laure sentía: quizá si ella me lo decía yo
podría desahogar aquellas emociones desaforadas que albergaba en mí. Hubo
algunos momentos en que estuve a punto de preguntárselo, pero Laure parecía
adivinar mis intenciones y siempre terminaba abortándolas antes de que yo se
las expusiera. Tenía por lo común dos caras: una más condescendiente, en la que
con frecuencia asomaba una sonrisa de complacencia bastante afectuosa, y otra
más seria, en la que todo lo anterior era anulado por una expresión de lánguido
ensimismamiento, por una expresión adusta que ahuyentaba todos los afanes por
acercarse a ella.
Muchas veces, en nuestros paseos, subíamos hasta
la cima de una colina, donde había un mirador rodeado por una recia barandilla
de hierro. Desde allí dejábamos que nuestros ojos se sumieran en la
contemplación del paisaje; pocas vistas habrá tan hermosas como aquella en el
mundo: era un panorama único que se ofrecía a nosotros para que lo
disfrutáramos en aquellos precisos instantes, un panorama compuesto por diversos
accidentes, todos ellos distribuidos de una forma que resultaba muy armoniosa.
Ocupaba la parte central del conjunto la ciudad de Florencia, con su cúpula del
Duomo en medio de aquel abigarramiento de tejados y de torreones vetustos, de
contornos y perfiles que semejaban recortados por manos de avezado orfebre. Era
una ciudad, en efecto, que se diría hecha de manera artesanal para ser expuesta
ante la gente, una obra manual que hubiese sido realizada con el minucioso
esmero de un consumado miniaturista. Todo tenía el sello de lo delicado, de lo
que está construido sin las premuras que impone el tiempo. A la hora en que
nosotros contemplábamos Florencia, la bañaba una luz rojiza, una luz que luego
adquiría un tono anaranjado cuando el sol se alzaba entre las colinas. El río
Arno, muchos días turbulento, dejaba su destello plateado entre los edificios;
en su orilla opuesta, se erguía la torre del Palacio Viejo, desdentada de
almenas. Cuando el aire era más limpio, podía columbrarse a lo lejos la cadena
de los Apeninos, de un color azulado.
Yo solía estar allí muy a gusto y no necesitaba nada más para ser feliz.
Imaginaba que Laure me quería y que saboreaba también aquellos plácidos
momentos para estar a mi lado. Era, en fin, un sueño que me resistía a romper
por el capricho de forzar una situación que tal vez no me favorecería. Me
conformaba con permanecer allí, a escasa distancia de Laure, percibiendo casi
el aliento que salía de su boca, el olor tierno que se desprendía a cada instante
de su vestimenta. Si le declaraba mi amor, era muy posible que todo aquel
encanto se deshiciera. Yo no debía arriesgar: había de esperar una ocasión
distinta para tratar de conseguir lo que pretendía.
Las cosas, sin embargo, tienen su hora, muy diferente
de la que nosotros acaso hayamos prefijado. Ante tal desajuste, es muy fácil
que nos asalte la impresión de que llegamos tarde a una cita, a un encuentro
que ya no habremos de celebrar por nuestra falta de celo. Nos queda la
sensación de haber perdido una oportunidad que ya no volverá a presentarse, de
no haber sabido discernir lo que más convenía en cada caso.
Esto me ocurrió a mí de alguna manera cuando
comprobé que yo no era el único hombre con el que Laure salía. Fue un
descubrimiento tardío que me causó una gran zozobra, sobre todo porque pude
observar también que el otro con el que se veía era tratado por ella de un modo
mucho más efusivo que el que empleaba cuando paseaba conmigo. Supe que era un
pintor al que conocía desde hacía mucho tiempo, un artista como ella con el que
compartiría seguramente muchas experiencias. El tipo era alto, de aire bohemio,
con la nariz muy larga, los ojos un poco hundidos. Casi siempre iba vestido con
una chaqueta vieja, de la que colgaban algunos flecos. Tenía el andar un tanto
descoordinado, como si alguna lesión le impidiese guardar el necesario
equilibrio.
A mí me sorprendió al principio que ella pudiese
tener preferencia por aquel hombre tan desgarbado, desprovisto de la gracia o
de la bizarría que suelen formar parte del atractivo masculino. Pensé que quizá
su mayor virtud residiese en su interior, en los valores de índole espiritual
que tal vez atesorase. Lo cierto es que a poco que lo vi con Laure empecé a
tener celos de él, lo cual era hasta cierto punto nuevo en mí, una condición
que ahora despertaba con una fuerza inaudita. Contribuyó a ello la impotencia
que sentía, la forma en que se había desarrollado aquella extraña historia: al
verme desplazado por otro, cuya existencia yo desconocía, no pude evitar que mi
espíritu se rebelara, indignado por la suplantación de la que había sido
objeto. Los celos constituyen un sentimiento descontrolado, una inclinación
personal a la que casi es imposible sustraerse: yo fui arrastrado por ellos de
una manera muy brusca, casi desde el primer instante en que vi a Laure
sonreírle a él; me consideré engañado, despreciado por ella. Fue algo súbito
que después iría arraigando en mí, extendiéndose por todo mi ser como un veneno
contra el que no había de existir ningún antídoto.
Yo, a pesar de esto, no perdía nunca la esperanza
de que ella me quisiera: creía que era además justo, un derecho que no me debía
ser negado; las circunstancias tendrían que confabularse para que así fuera,
quizá a causa de una discusión que entre Laure y el pintor se entablase, por
una disputa enconada acerca de un concepto artístico, por una desavenencia que
ninguno de los dos hubiera sabido evitar. La esperanza, si no se pierde,
acrecienta el amor: es una llama con la que se alimenta de continuo el fuego de
la pasión; yo ardía de celos y de pasión entonces, casi no podía contener las
emociones que albergaba en mí, unas emociones que incluso me hacían sufrir
cuando alcanzaban un punto de máxima ebullición.
Un día, movido por estos sentimientos, me presenté
ante Laure dispuesto a aclarar la situación. Ella acababa de salir del hotel,
seguramente para visitar a su amigo, con quien se citaba cada vez más a menudo.
Estaba yo apostado en la acera esperando que pasase, conocedor ya de todos sus
movimientos. Noté que iba más deprisa que en otras ocasiones, tal vez porque
llegaba tarde a la cita. En cuanto estuvo a dos pasos de mí, no dudé en
abordarla, siempre con aspecto distraído, fingiendo que aquel encuentro era
solo fortuito. «Me gustaría hablar contigo hoy de un asunto muy importante», le
espeté de improviso, en un tono que me resultó a mí mismo algo petulante. Ella
se paró al momento y me miró con cierta sorpresa, como si no acabara de dar crédito
a aquel atrevimiento mío. «Te concedo solo unos minutos para decirme lo que
quieras», me respondió sin inmutarse, casi plantándose frente a mí con gesto
retador. «El tipo con el que ahora sales no te podrá querer como te quiero yo»,
le solté sin dudarlo, con ganas de escapar pronto de aquel comprometido trance.
«Si tú me quieres más que él no lo estás demostrando», repuso Laure sin
abandonar su desafío, adoptando incluso una actitud más seria. «Yo solo
pretendía que tú lo supieras», vacilé en decir, un poco intimidado por lo que
había oído. Segura de su victoria, ella permanecía en su sitio, mirándome ahora
con ojos abstraídos; parecía que me volvía a ceder la palabra, aunque yo en
aquellos momentos no sabía lo que añadir. Fueron unos instantes muy tensos, en
los que casi ya perdí la entereza que había mostrado. «Pues yo lo prefiero a
él», oí que me decía con un acento muy firme, como si quisiera dar por
terminada la conversación que habíamos emprendido.
No volví a hablarle: aquello fue para mí
definitivo, un golpe tremendo que no esperaba, un golpe dado en el lugar más
sensible, en el punto en el que indefectiblemente había de hacer más daño.
Aquel amor que por Laure había sentido se me volvió casi amargo, mezclado con
el abatimiento y la desolación en que había caído mi espíritu. Me sentí
abandonado, despreciado por ella; no entendía nada, la vida para mí carecía de
sentido, el mundo era algo absurdo, una realidad en la que los hombres
proyectaban sus sueños y que luego los desencantaba de un modo muy cruel; todo
se me desvanecía, todo era deleznable e inútil a mis ojos. Experimentaba una
furia incontenible, un deseo impetuoso de acabar con mis principales
propensiones; igual que me había ocurrido de otra manera en Elvira, quería
huir, abandonar el lugar en el que me hallaba, refugiarme en otro más alejado,
yo solo, sin nadie que pudiera alterar el curso de mis pensamientos.
Coincidió este desengaño con el final de la
guerra. Por raro que parezca ahora, no conseguía alegrarme por un
acontecimiento tan importante: había padecido tanto que todo lo demás apenas me
afectaba, era algo que a fin de cuentas había de suceder, un hecho que habría
tenido seguramente una serie de causas que lo habrían propiciado. En la
historia nada ocurría por azar, sino que siempre había un conjunto de factores
que determinaban lo que había de pasar, algunos de ellos quizá difíciles de
comprender, actuaciones o movimientos inesperados que cambian los proyectos que
se hubieran concebido, recelos o malentendidos que obligan a última hora a
tomar una decisión equivocada…
La guerra había sembrado de muertes el suelo de
Europa: había sido una locura que nadie había sabido parar, una locura
horrorosa que había dado lugar a numerosos desastres. Yo, aunque no había
participado directamente en ella, debía felicitarme por su final, por el
término de una contienda en la que habían perecido inútilmente tantos
conciudadanos. No podía permanecer indiferente, tenía que reaccionar, estar a
la altura de las circunstancias que ahora se presentaban en el mundo. El amor
me había causado, en efecto, un gran dolor, pero yo no debía sentirme hundido
por ello. Durante varios días libré una batalla particular con el fin de
sobreponerme: mi razón guerreaba contra mis sentimientos para tratar de
vencerlos; mi conciencia herida se inclinaba por escapar de aquel estado, por volver
a la normalidad de la que sin poderlo evitar había salido.
Me ayudó bastante en aquel proceso la propia
creación: comprobé de nuevo que la literatura era un excelente ejercicio para
olvidar, quizá el modo más digno de sobrevivir al dolor. Continué así la
historia, que había quedado ya casi al borde del desenlace. En ella, el
protagonista se recuperaba de un lance que estuvo a punto de acabar con su
vida; de forma milagrosa, terminó curándose. Durante la convalecencia, en ese
periodo lánguido que sucede a toda enfermedad grave, conoció a una mujer que se
interesó mucho por él. Era una de las sirvientas del hotel donde había decidido
instalarse después de salir del hospital. Se
trataba de una chica muy humilde, bastante menor que él, una chica que
aparentemente no reunía las condiciones necesarias para que él la quisiera. Al
principio le resultó grata su compañía, pues hacía mucho tiempo que no había
tenido a su lado a nadie que se preocupara por él. La muchacha, por su parte,
se sentía inclinada a asistir a aquel hombre: lo veía solo, dolorido aún por
las heridas que sin merecerlo le habían infligido. Se compadeció tanto de él
que acabó queriéndolo. Él se dio cuenta de ello por el trato que le dispensaba,
por el cariño con que lo atendía, por la forma con que a veces se quedaba
mirándolo. Casi al mismo tiempo, se vio también atraído por ella, por la
inmensa dulzura que de ella emanaba: sentía una necesidad imperiosa de tenerla
junto a él; cuando no estaba, la echaba de menos de un modo exagerado. Al amor
que la sirvienta le tenía no podía por menos que corresponder de la misma
manera, con un amor también desinteresado, con una entrega absoluta. La novela
terminaba, pues, con un final feliz, muy distinto del que en su origen había
imaginado. Me di cuenta, al acabarla, de que el protagonista corría una suerte
muy diferente de la mía, quizá porque la realidad supera casi siempre a la
ficción.
Como la había escrito en español, tuve que
traducir la novela después al francés, idioma en el que al fin se había de publicar.
Comencé a realizar este trabajo en Venecia, ciudad a la que resolví trasladarme
antes de abandonar Italia. Mi idea no era otra que regresar a París, donde
tenía mi casa.
Venecia fue para mí un auténtico bálsamo. Después
de lo que había sufrido, en ningún sitio podía encontrarme mejor que allí. Más
que el establecimiento en un lugar que hubiera elegido en el mapa, igual que me
pasó en París, parecía el encuentro con algo que ya hubiese soñado, un
encuentro que tarde o temprano se había de producir, escrito en un destino que
nadie podría modificar. Tuve la sensación desde el primer momento de que me
adentraba en un mundo fantástico, en una ciudad que se hallaba situada más allá
de los límites de la realidad. Todo era en ella prodigioso, la belleza incomparable
de su arquitectura, la forma en que esta aparecía dispuesta, los canales que la
cruzaban… Parecía una ensoñación surgida del agua, un resto de civilización que
hubiese emergido milagrosamente de los fondos marinos, una urbe quizá
naufragada que se hubiera resistido a hundirse.
Yo me instalé cerca de la plaza de San Marcos,
desde donde todas las tardes partía para dar un paseo en góndola. Es este quizá
uno de los placeres más reconfortantes que puede uno tener en la vida: yo a
veces no sabía si era real lo que estaba sintiendo, todas las impresiones que
en mi cerebro se iban grabando; me creía por momentos transportado a un cuento,
a un cuento lleno de magia en el que yo era el personaje más importante, un
sujeto gallardo que era víctima de un entresijo de engaños y de embelecos,
urdidos todos por unas fuerzas extrañas que actuaban a través de unos seres
misteriosos. Todo esto pasaba a veces por mi mente cuando yo discurría por los
canales, embelesado ante el embrujo con que la ciudad se presentaba a aquella
hora, de un color amelocotonado, con reflejos de un tono rosáceo en algunas
fachadas más antiguas, donde la luz del atardecer parecía enredarse en las
celosías de las arcadas, una luz tibia con acento oriental que acababa diluyéndose
en un crepúsculo de cobre.
Tardé más de dos meses en traducir la novela, lo
cual no estaba nada mal en las condiciones en que lo hacía, sin otra ayuda que
la de un viejo diccionario. A falta de una corrección, decidí ya emprender mi
regreso a París, después de haber pasado uno de los períodos más agradables que
recuerdo, una vez que me hubiera liberado de todos los resquemores que me
habían quedado de mi último desengaño.
Llegué a París, igual que la primera vez, una
mañana de junio en que hacía bastante calor. La impresión que me causó al
principio fue la de un lugar tranquilo, en el que apenas había ocurrido otra
cosa que la agitación que se deriva de sus quehaceres cotidianos. La imagen que
yo conservaba en mi memoria, después de dos años casi de ausencia, se correspondía
perfectamente con la que ante mis ojos ahora tenía. Parecía más bien que
hubiese regresado después de un tiempo muy breve, quizá de un día tan solo, en
el cual yo hubiese querido hacer alguna excursión al campo.
París apenas había cambiado, igual que yo
probablemente tampoco lo había hecho: creo que hay una especie de consonancia
entre el estado en que uno se encuentra y lo que uno ve; yo debía de seguir
siendo entonces el mismo a pesar de las tristes experiencias que había tenido;
por muy mal que lo hubiese pasado, continuaba conservando el mismo espíritu,
imbuido de todas las ideas que siempre lo habían asistido. París, por igual
razón, permanecía también fiel a su estilo, a pesar de la guerra que acababa de
padecer: seguía pareciendo una ciudad vieja, con cierto tono moderno, una
ciudad que semejaba emerger de su pasado, en el que hasta hace poco hubiese
estado sumida.
Apenas me hube instalado de nuevo en mi casa, lo
primero que hice fue salir para pasear otra vez por las calles, envueltas en
esos momentos en un sutil encanto. La torre Eiffel, vista desde lejos,
reclamaba continuamente mi atención: era como un faro que orientase siempre mis
pasos, un faro enorme que se elevara como una prodigiosa antorcha de hierro
sobre el cielo parisino, sobre un fondo azulino con trazos de un verde casi
turquesa. El río Sena, con sus aguas un poco revueltas, fluía entre los muros
de piedra como si se deslizara por un callejón hondo hacia un destino incierto.
Por los muelles, a la sombra de los olmos y de los álamos, yo paseaba con la
placidez del que ya no espera otra cosa de la vida: era tanta la calma que allí
sentía que todo lo demás me parecía ya superfluo en ella. París, por cualquier
sitio que pasara, volvía a ser para mí muy hermoso, la plasmación casi de un sueño
que yo hubiese albergado en otra época.
Después de unos días de reparador recreo, me puse
a corregir el manuscrito de mi novela. Me di cuenta de algunos fallos, que
traté de subsanar del mejor modo que pude, siempre que no desentonara con el
conjunto. La corrección debe ser ponderada, pues es fácil que ocurra que por
cambiar algo empeore el resto, dando
lugar acaso a una repetición que resulta aún más improcedente. Fue una labor
lenta, en la que empleé bastantes horas. Tras ella, me dediqué con mucha
paciencia a pasar a máquina la obra, animado por la idea de que ya no
necesitaba ningún otro repaso. Tardé algunos días en hacerlo. Cuando terminé,
fui a llevársela a monsieur Dupond, con quien de alguna manera tenía una deuda
contraída. Hasta que no tuviera la novela acabada no quería visitarlo: me había
propuesto ir a verlo con mi novela bajo el brazo, feliz por hacerle entrega de
un regalo que quizá él había estado esperando durante todo aquel tiempo.
Salió a recibirme él mismo, vestido con la
impecable elegancia de siempre. Parecía como si no se hubiera sorprendido de mi
presencia, como si de algún modo hubiese adivinado que había de llegar ese
mismo día. Lo noté un poco más envejecido, quizá por el efecto que en él
hubiera hecho todo aquel periodo en que había dejado de verlo. Su mirada seguía
siendo franca a pesar del carácter morigerado con que solía comportarse. En su
saludo esbozó una tímida sonrisa, que yo correspondí con otra posiblemente más
efusiva. Me dijo que se alegraba mucho de mi vuelta y que tenía para mí nuevos
encargos que podía ejecutar enseguida: me hablaba como si no me hubiera
ausentado de mi trabajo, seguro de la responsabilidad con que yo había de
cumplirlo. Yo, por mi parte, le contesté que era también para mí una alegría
volver a la editorial que él presidía, al tiempo que le mostraba con gran
satisfacción el paquete donde llevaba mi manuscrito. Se quedó mirándolo un
rato, hasta que por fin pareció conjeturar de qué se trataba; con un gesto muy
parco de la mano me invitó a pasar a continuación a su despacho, donde
probablemente hablaríamos con más confianza de la novela que había escrito.
Él se sentó en su sillón y yo esperé de pie a que
abriera el paquete, tras de lo cual se puso con enorme parsimonia a hojear mi
obra. Leyó el comienzo, casi hasta el final de la primera página, desde la que
fue saltando al azar a otras de la parte central. Se entretuvo un poco en
ellas, apenas unos instantes, en los que daba la impresión de que meditaba
sobre lo que hubiese leído, tal vez atrapado por una palabra o por una
expresión que lo hubiese sorprendido, aunque en su rostro no se reflejaba
ninguna señal de lo que pensaba. Influido por su calma, yo me abstuve de hacer
comentarios y me armé de paciencia para aguardar el momento en el que él manifestara
su opinión, en el caso de que tuviese a bien revelar lo que le había parecido.
Después de algunos segundos de indecisión, se trasladó a la última hoja, donde
se detuvo el tiempo necesario para leer el final. Cuando ya lo hubo hecho,
devolvió el manuscrito al principio y lo colocó con mucho cuidado en el centro
de su mesa, sin apartar todavía los ojos de él, sugestionado quizá por su
título, En un lugar del corazón, con
el cual yo había pretendido captar la atención. Pasó repetidas veces las manos
sobre él, como si lo estuviera acariciando; yo infería de aquella acción que no
debía de ser malo su parecer y que cabía alguna posibilidad de que no hubiese
creído descabellada su publicación. «Lo tengo que leer», dijo con una mueca que
yo no supe entonces descifrar, una mueca quizá ambigua con la que procuraba
postergar su decisión.
Yo, sin embargo, estaba seguro de que acabaría
publicando mi novela, pues me había prometido que lo haría y él no era hombre
que se desdijese de nada. Esperé una semana, durante la cual realicé varias
tareas en la editorial, todas ellas previstas ya por él. Cuando me volvió a
llevar a su despacho, no pude evitar que me asaltaran algunas dudas, ya que a
última hora no me terminaba de creer que mi obra hubiera podido gustar a monsieur
Dupond. Su actitud apenas cambió con respecto a la vez anterior; llevaba el
manuscrito en la mano, como si se dispusiera a devolvérmelo; yo casi esperaba
lo peor, lo seguí con pasos inseguros y vacilantes, con el ánimo algo
contraído. Cuando llegó a su mesa, se volvió inopinadamente y me sonrió con
cierta timidez, como había hecho tantas veces desde que yo lo conociera. C’est magnifique, me aseguró de pronto,
con la voz un poco velada por la emoción. Durante unos instantes yo no dije
nada; me pareció que no era verdad lo que acababa de oír, por un momento pensé
incluso que estaba soñando, no podía ser cierto que mi trabajo hubiera merecido
tan alto calificativo. Monsieur Dupond me miraba ahora con un poco de
extrañeza, quizá porque no comprendía que yo tardara tanto en reaccionar. Me
vino a la memoria la figura de monsieur Ronsard: consideré por un segundo lo
que él hubiera respondido en aquella situación: de alguna manera él había sido
mi maestro, el mejor modelo en el que yo debía fijarme. «¿De veras le ha
gustado?», pregunté sin acabar todavía de creérmelo, como si fuese realmente
otro el destinatario de aquel elogio. Con una sonrisa ahora más franca,
monsieur Dupond me reveló que le había encantado la novela, especialmente por
la fuerza y la tensión con que había sido escrita, por el modo en que había
resuelto el argumento; me dijo también que le había parecido muy acertado el
protagonista, en el cual podía ver representados a muchos hombres, quizá al
mismo hombre en distintas etapas de su vida, un individuo complejo que no
respondía a un único patrón, lo mismo que pasaba con todos alguna vez, pues la
psicología humana no podía ser tan simple como quizá hacía creer, cada persona
escondía un mundo intrincado de tendencias y de posibilidades que escapaban a
cualquier intento de explicación. Durante un rato nos entretuvimos en elucubrar
sobre aquellas afirmaciones, derivadas en buena parte de lo que se contaba en
mi historia, la historia de un sujeto que se había parecido bastante a mí pero
que después había ido cobrando una identidad propia, muy diferente acaso de la
que yo tenía entonces.
Los días que siguieron a la aceptación de mi
novela fueron muy venturosos para mí: embargado de ilusión, todo lo veía como
un don que yo hubiera de recibir para entregarlo a los demás; si se me había
otorgado la gracia inestimable de escribir, era evidentemente para que la
compartiera, para que otros se aprovechasen de ella de un modo que yo no podía
predecir. Tal sentimiento me impulsó a ser más comunicativo y generoso con los
que me rodeaban, como de hecho me pasó por aquel tiempo con Antoine, a quien en
más de una ocasión había intentado evitar en otra época por los excesos en que
a veces caía.
Con él volví a salir algunas noches. Como era
todavía verano, la temperatura resultaba por lo común bastante agradable, sin
que ningún viento fresco aún la perturbara. Teníamos costumbre de pasear por
las orillas del Sena, siempre bajo la sospecha de que algo nuevo estaba a punto
de sorprendernos, quizá una aventura con la que nunca hubiéramos contado, el
encuentro con algún personaje que nos hubiese de revelar un secreto importante.
Yo, con mucho cuidado, procuraba andar al ritmo con que lo hacía Antoine,
siempre limitado por su congénita cojera. Una y otra vez paseábamos por los mismos
sitios, como si no tuviéramos otros lugares a los que ir; sin que nos
pusiéramos de acuerdo, casi siempre concluíamos en el mismo punto, en una de
las calles que confluyen en Notre Dame, donde había una taberna que nos gustaba
mucho. Por raro que parezca, quien empezaba a animarse con el vino era yo:
antes de que él se tomase dos copas de burdeos, yo ya me había tomado cuatro,
deseoso de alcanzar pronto ese punto de euforia en que nada nos separa de la
persona con la que tratamos; más que un amigo, Antoine se convertía en esos
instantes para mí en un hermano. Me daba cuenta de que no era el tipo que yo
había imaginado antes, propenso a exaltarse contra una burguesía a la que en el
fondo quizá odiara, un tipo de modales incorrectos que siempre viviría al
margen de una sociedad en la que no terminaba de integrarse. Tal vez movido por
mi condición de novelista, había empezado a interesarme algo más por él,
tratando de hallar las causas que quizá originaban aquel comportamiento tan
estrafalario. Comprendí que una de ellas podía haber sido aquel defecto físico
que lo obligaba a andar renqueante, al que se había sumado con los años el
encorvamiento de la espalda, haciendo que su figura no resultara demasiado
agradable: lo que en otros es quizá un motivo de humildad y de templanza del
carácter, en él lo fue de acomplejamiento y de encono contra todos los que en
el mundo hacían ostentación de su suerte; él, que no había nacido como la
mayoría de los mortales, tenía que soportar condolencias, exámenes disimulados
y oprobios sin cuento, como si fuera casi un animal herido y maloliente al que
necesariamente había que apartar para que no contaminase al resto. Todos estos
sentimientos, unidos a otros que en él surgieran, habrían conformado un
espíritu rebelde, siempre descontento con las cosas que la vida le presentaba.
Entre sus aspiraciones, tal vez se hallaba la de superar sus complejos, después
de haber comprobado quizá que las limitaciones físicas no eran las únicas que a
las personas condicionaban. Trató posiblemente de compensar las suyas con otros
valores y virtudes que él tuviera, con ciertas habilidades y actitudes de las
que ya hubiese dado a lo mejor sobradas muestras. Con el tiempo, lograría
resarcirse de lo que hubiese experimentado antes, quizá encontró un equilibrio
solo aparente, con el cual consiguió que los demás lo aceptaran en los
distintos ambientes en los que tenía que desenvolverse. Le quedaría, a pesar de
todo, un resto de pesadumbre, un resabio de dolor que lo inducía a prevenirse
contra lo que le pudiera deparar la vida. Para entenderlo, había que tratarlo
con mucho cariño, como yo hice por fortuna en aquellos días: poco a poco se me
reveló con un alma exquisita, dispuesta a darse a quien con ella fraternizase, un
alma pura de un hombre que había sufrido acaso mucho y que ahora había
descubierto a un amigo que lo comprendía y que había comenzado a confiar
plenamente en él. Tal novedad lo impulsó a intimar cada vez más conmigo: en
lugar de despotricar contra la burguesía, le daba más bien por confesarme los
pecados en los que había caído, todos ellos por pensar mal o por no hablar
adecuadamente, ninguno a causa de una acción de la que hubiera de arrepentirse:
había llegado a sentir odio en una determinada etapa de su existencia, un odio
visceral que él no controlaba y que solo se dirigía hacia un sector de la
sociedad, no hacia un individuo concreto por el que él tuviese aversión; se
acusaba incluso de haberlo calumniado sin motivo, de haber difamado a aquel
ente abstracto en el que creía ver representados todos sus males.
Antoine escondía un corazón muy bueno, en el cual
podía albergar también sentimientos muy nobles, nacidos de la confianza que
otra persona depositase en él, como yo comprobé precisamente en aquellos días.
Fue tal el clima que se creó entre los dos que solo estábamos pendientes de lo
que a uno o a otro interesase, sin reparar en lo que a nuestro alrededor
pasara: vivíamos ajenos a todo, absorbidos por lo cada uno al otro le revelase,
algunos secretos quizá que ninguno hubiese contado todavía a nadie.
Un día que nos hallábamos en la referida taberna,
Antoine dio en hablar acerca de lo que para él había sido el amor. Animado por
el vino que ya había bebido, quiso relatarme los casos en los que a lo largo de
su vida se había enamorado. Eran realmente muy pocos, solo tres quizá, como si
hubiera debido de escoger muy bien a la persona en la que había de fijarse.
Fueron todos amores no correspondidos que sin embargo a él no le habían
ocasionado un dolor muy grande, tal vez porque no había esperado otra cosa de
ellos. Me dijo que le habían servido para soñar, para escapar de una existencia
que le resultaba siempre demasiado mezquina. Sabía, en efecto, que eran mujeres
que a él no lo iban a querer, pero se sentía feliz imaginando lo que con ellas
pudiera alcanzar, la dicha tan inmensa que con su compañía le hubiera sido
posible conseguir. Las amaba tanto que se conformaba con desearles lo mejor: su
felicidad consistía sencillamente en anhelar la suya, en pensar que él ya no
tenía otro objetivo en la vida que ese. L’amour
est fantastique, proclamaba a cada instante, evocando aquellos momentos en
que se olvidaba de sí mismo para centrar sus pensamientos en la mujer a la que
más quería en el mundo, con la que le hubiera gustado compartir todo lo que
tenía. Como a veces no se quedaba satisfecho con lo que decía, intentaba
explicarlo de nuevo, recurriendo a expresiones con las que procuraba ponderar
la calidad de sus sentimientos, los extremos a los que él llegaba en su modo de
amar a aquellas mujeres.
Yo, por mi parte, le referí también las
experiencias que había tenido, todas frustradas por diversas razones. Le dije
que no me consideraba desdichado por ello y que todavía aspiraba a tener lo que
hasta entonces se me había negado. Creía de alguna manera en el destino, en lo
que en él ya estuviese anunciado, contra lo cual nada se podía realmente hacer.
En los ojos de Antoine revoloteaba de vez en
cuando una sonrisa, como si con aquel tema despertara en él la ilusión que en
otro tiempo hubiese sentido, una ilusión propensa también a manifestarse en el
tono de su voz y en los movimientos de sus manos siempre que volvía a hablar
del amor, sobre el que nunca se cansaba de opinar y de añadir nuevos
comentarios.
Desde aquel día, tuve a Antoine por un ser extraordinariamente
delicado, con el cual a mí me había correspondido la suerte de encontrarme.
6
En un
lugar del corazón, mi primera novela, acabó de imprimirse el 26 de
octubre de 1917. Con una tirada de mil ejemplares, se puso a la venta una
semana después. Monsieur Dupond, en su presentación, resaltó las cualidades que
delante de mí ya había destacado; subrayó que su principal mérito era el valor
que yo había concedido a los sentimientos. Fue este un acto muy sencillo, en el
que yo recordé brevemente las vicisitudes por las que había pasado para
publicar el libro; evoqué también a monsieur Ronsard, a quien reconocí como mi
maestro y mi principal mentor, sin el cual probablemente no hubiera escrito
aquella historia.
Pasé después una temporada muy feliz, en la que a
cada momento era requerido para decir unas palabras sobre mi obra o para
dedicar unos ejemplares a personas que tenían alguna relación conmigo. Monsieur
Dupond me había dado permiso para que estuviera unos días libre de encargos,
siempre dispuesto para acudir a todos los sitios adonde se me llamase con el
fin de dar una mayor difusión a la novela.
Aunque recibí alguna que otra crítica, la opinión
general fue bastante favorable, especialmente entre los lectores. Advertí que a
estos lo que más les había gustado era el parecido que pudiera tener la
historia con la realidad, de la cual nunca querían apartarse: deseaban verse
representados de alguna manera en aquella, como si la misión del arte no fuese
otra que la reproducción del mundo en el que
se vive; actuaba en ellos el mismo prurito burgués que movía a los
novelistas del XIX a escribir sobre los asuntos que más podían interesar a los
lectores de aquel tiempo, cayendo así en un tipo de literatura realista que
acabó abarcando un amplio espectro de la sociedad.
La mía, en cambio, no era una novela de este
cuño: aunque partía de unas experiencias muy similares a las que yo había
tenido, después tomaba un camino propio, derivado de la misma evolución del
protagonista. Este, llegado a un punto, ya no era yo, sino que era un sujeto
distinto, un ente de ficción que se adentraba en el mundo de la fantasía,
compuesto quizá con los retales que mi imaginación quiso rescatar del plano
real. Yo trataba de explicar esto a la gente, aunque me costaba mucho que me
entendieran. La mayoría de los lectores se empeñaban en verme reflejado una y
otra vez en el protagonista: creían que la obra era autobiográfica, incluso en
los aspectos en que resultaba menos creíble que yo me viese retratado.
Aparte de monsieur Dupond, el único que había
reparado en mi intención era Antoine, con quien ya me unía tal amistad que era
difícil que le pudiese ocultar cualquier detalle que apuntara en mí. Para él,
el protagonista de mi novela era otro ser que se escondía en mi interior, un alter ego que no era fácil de
determinar, pues se trataba de una especie de fantasma que se hubiera originado
en mi subconsciente, según él.
Pasaron varias semanas en las que apenas se
hablaba de otra cosa que de mi obra, hasta que todo fue volviendo
paulatinamente a la normalidad. El otoño, mientras tanto, había cedido a un
invierno que se presentaba muy crudo, con escarchas que cubrían París de un
fúlgido envoltorio de cristal, con vientos muy fríos que a veces recorrían las
calles con una furia desenfrenada, con tardes de sol que lucían como rojizos
rescoldos que estuvieran a punto de apagarse entre las sombras, con nubes
oscuras que manchaban el cielo de crespones marrones y morados, con lluvias de
plata que arreciaban en las madrugadas con un rumor insomne en todos los
tejados…
Gracias a la publicación de mi novela, yo ingresé
muy pronto en algunos círculos de literatos. Conocía a algunos de sus miembros,
con los cuales había tenido cierto contacto en las tertulias que con monsieur
Ronsard frecuentaba. Casi todos, sin embargo, eran nuevos, muchos de ellos
venidos de otros sitios. París, una vez que se restableció de la guerra, volvía
a ser la ciudad cosmopolita que siempre había sido, una ciudad del arte y de la
poesía, en la cual se podía vivir sin duda muy a gusto.
Al principio yo guardé cierta prudencia en
aquellos encuentros, pues de algún modo era un advenedizo en el campo de las
letras, donde acababa de hincar una pica con la reciente aparición de mi libro.
Otros, más jóvenes que yo, todavía inéditos, no se atenían sin embargo a este
criterio, y daba la impresión de que les respaldaba un clamoroso éxito
editorial, con el que debían de estar seguros para jactarse de todo lo que
hablaban. Me llamó la atención especialmente uno, un tipo bastante apuesto, con
aire de deportista ostentoso y engreído, con el flequillo siempre caído sobre
la ancha frente, los ojos relampagueantes, la boca algo torcida por el modo tan
alambicado que usaba para exponer sus argumentos. Tenía la voz recia, con un
acento que a mí me parecía siempre un poco artificioso, fruto quizá del
esfuerzo que hacía por hablar de una determinada manera. Era norteamericano, se
llamaba Albert, aunque entre sus compañeros había tenido ya diversos apodos,
casi todos derivados de su propensión a la bebida, de la que no podía
prescindir ningún día; a pesar de que ingería bastante alcohol, nunca llegaba a
mostrarse borracho, al menos hasta el punto de no controlar sus palabras: tenía
ese don de contenerse cuando era preciso, de saber dominar sus impulsos cuando
se veía en peligro de desbocarse; era lo que yo más admiraba en él, su
resistencia al alcohol, su forma de escapar al poder de sus efluvios en los
momentos en que era más fácil ceder a ellos. Tendría veinticinco años, quizá menos;
entre sus méritos literarios, contaba tan solo con la publicación de dos o tres
cuentos en una famosa revista; sin embargo, se las daba de escritor avezado,
como si tuviera una brillante carrera a sus espaldas, de la cual parecía
presumir cuando se refería al reconocimiento que la crítica le había brindado
por sus relatos. Yo a veces me atreví a refutar algunos de sus argumentos, para
lo cual aduje ciertos ejemplos de autores a los que había leído mucho,
considerados por la mayoría de los presentes como autoridades incontestables;
al contrario de lo que pensaba, Albert soslayó siempre la disputa conmigo, tal
vez porque no era su verdadera intención: con la soltura con que siempre se
desenvolvía, supo en esos casos desviar la atención hacia otros asuntos, hacia
otros temas que resultaban menos comprometidos. Yo creía que no debía de ser de
su agrado, pero él en varias ocasiones me demostró que no tenía nada contra mí,
como así trataba de significar con las cariñosas palmadas que entonces me
propinaba en los hombros.
Un amigo suyo, que apenas había intervenido en
las tertulias, nos dio un día una grata sorpresa con la lectura de un fragmento
de una obra suya que iba a ser publicada próximamente en una prestigiosa
editorial de Londres. Era una narración prodigiosa, según pude colegir de lo
que nos leyó, una narración en la que se mezclaba el presente con el pasado,
confundiéndolos en un tiempo impreciso, con resabios de una edad de oro que se
hubiera ya perdido entre los pliegues de la historia. A mí me encantó, sobre
todo, la manera de contar las cosas, el modo de atrapar al lector en el
desarrollo de los hechos. Me causó tal efecto que llegué a pensar que no había
oído nunca nada igual, ningún relato que pudiera impactar tanto a los oyentes
como aquel.
Lejos de lo que cabía creer, el amigo de Albert
apenas daba muestras de poseer un talento tan maravilloso: pasaba por ser un
hombre casi insignificante, con atributos muy parecidos a los que pudiese tener
cualquier otro. Era bajo, con la cabeza muy grande, desproporcionada en
relación con el cuerpo; tenía las cejas muy pobladas, los ojos casi escondidos
detrás de ellas; la nariz era más bien pequeña y un poco respingona, lo que le
confería cierta gracia que luego no se corroboraba con otras manifestaciones. A
diferencia de Albert, era muy parco en hablar y, cuando lo hacía, realizaba
muchas interrupciones en su discurso, quizá por miedo a equivocarse o porque no
estuviese muy seguro de que fuera capaz de despertar el interés de los demás.
Empleaba por lo general un tono muy bajo, tal vez por esa misma desconfianza
que sentía: sus palabras a veces se perdían en un murmullo casi imperceptible,
en una suerte de silbido en el que se iban enredando y confundiendo todos los
sonidos, como si ya careciese de fuerzas para pronunciar. Por eso, cuando el
tal sujeto leyó aquel texto de su novela el efecto que causó fue muy grande, ya
que casi nadie esperaba que se expresara de aquel modo después de haber dado
tan escasas señales de vida.
Otro que acudía a aquellos círculos era un
individuo desgarbado, de piernas arqueadas, con una melena mucho más larga de
lo que debía de ser habitual en aquel tiempo. Tenía la cara estrecha, las
mejillas hundidas, los ojos siempre rodeados de un cerco morado. Con la
languidez de su rostro contrastaban unos ademanes enérgicos, producidos por su
genio inquieto y vivaracho. Su palabra salía tensa, cargada de fuerza y de
emotividad: a poco que le interesara un tema, se ponía a discurrir en voz alta
sobre él de la manera más vehemente, dando muestras de su gran impulsividad. En
literatura, le gustaba hablar sobre poesía, de cuyos últimos frutos se
consideraba un ferviente enamorado: destacaba el papel de las novedades que
habían introducido en este campo las vanguardias, la ruptura que estas habían significado
en todos los órdenes de la creación. Él había escrito poemas bajo el influjo
del dadaísmo, algunos de los cuales nos leyó de un modo muy exaltado en una de
las tertulias.
A pesar de la innegable singularidad de estos
escritores, con quien yo mejor me seguía llevando por entonces era con Antoine.
Nos tratábamos, según ya he adelantado, como verdaderos hermanos, siempre en
disposición de confesarnos cuantos secretos pululasen por nuestras mentes.
Vivíamos como dos seres gemelos que comparten unos mismos intereses y que casi
coinciden en todas sus decisiones. Aun cuando a veces discrepábamos en algunos
puntos, siempre procurábamos entendernos, principalmente por el mayor provecho
que podíamos sacar de nuestros actos. Si alguno de los dos tomaba una determinación,
el otro solía secundarla enseguida, movido por la necesidad de quedar fuera del
proyecto o de la acción en los que aquel se embarcase.
A Antoine, últimamente, le gustaba visitar
locales de moda, en los que se juntaban muchos jóvenes con grandes deseos de
divertirse. Él, que estaba ya en una edad muy próxima a la decadencia, recibía
un enorme impulso en aquellos ambientes. Aducía que estaba harto de los
formalismos y que allí era donde únicamente su espíritu se animaba, al contacto
con unas gentes que nada tenían de artificioso o de sofisticado, unas gentes
sanas que solo querían reunirse y disfrutar de las cosas buenas que la vida les
deparaba. Yo asistí con él a más de una de estas celebraciones, deseoso de
observar lo que en ellas se desarrollaba, y la verdad es que no encontré nada
que fuera reprobable, ningún comportamiento que resultara quizá indecoroso. Más
que dos intrusos, parecíamos dos observadores despistados, un poco anacrónicos,
que habían decidido formar parte de aquella sociedad, en la que sin duda se
sentían más a gusto que en la que ellos normalmente se desenvolvían, una
sociedad sin mentiras en la que todo era natural y espontáneo, quizá expuesto a
veces con demasiada premura, con ansia por mostrar pronto los deseos que en el interior
se movían. Llegó a ser tanta la expectativa que nuestra presencia despertaba,
que al final fuimos acogidos como dos integrantes más de aquellos grupos de
jóvenes que allí concurrían. Antoine, sobre todo, suscitó grandes simpatías,
tal vez por su aire de poeta melancólico y trasnochado. Fue visto como una
figura extraña, salido de un mundo muy diferente del actual, un mundo tal vez
de novela en el que todo sucedía de un modo prodigioso. Envuelto en tal aura de
misterio, llegó a convertirse en una especie de taumaturgo al que se hubiese de
rendir admiración y agasajo; sus alocuciones, espoleadas por el público que
ante él solía congregarse, versaban sobre los más variados temas, con los
cuales daba pruebas de un ingenio casi inagotable. Yo nunca hubiera creído que
su locuacidad pudiera alcanzar aquel extremo: lo veía tan animado que me
parecía casi un ser totalmente renovado, rejuvenecido por la influencia de
aquella efervescencia juvenil con la que tomaba contacto. En su rostro ya no
asomaba aquel fondo de pesadumbre que yo a veces había atisbado, procedente
quizá de aquellos ingratos complejos que tanto lo hubiesen marcado. Yo, por
supuesto, me alegraba de aquel cambio, pues lo que a él le pasaba era como si
me pasase a mí, como si fuese algo que los dos hubiéramos de sentir al mismo
tiempo. Je suis trés heureux, proclamaba
muchas veces después de haber tratado con aquellos jóvenes, con una exaltación
que no era ahora causada por sus excesos alcohólicos.
Pero Antoine no fue el único que se vio allí admirado.
Sin yo esperarlo, cuando ya había transcurrido casi un año desde la publicación
de mi novela, una de las chicas que allí solían ser más habituales tuvo la
osadía de mostrarse plenamente rendida ante mi genio. Casi sin preámbulos,
declaró que le había encantado mi obra y que estaba por ello muy interesada en
conocerme. Yo, que no me hallaba entonces preparado para recibir tan inesperado
elogio, caí sin darme cuenta en la red que me tendía. Como era además
extraordinariamente bella, me dejé de inmediato seducir por sus miradas, por el
irresistible encanto que se desprendía de sus ojos. Tenía un atractivo natural
que sabía aprovechar muy bien, con gestos y palabras que causaban enseguida un
gran efecto.
Influido por aquella atmósfera tan halagadora, yo
no encontré en ella nada que pudiera disgustarme. Desde el primer momento, como
decía, la vi muy hermosa, agraciada con una juventud que destacaba aún más los
dones que la naturaleza le había otorgado. Tenía el cabello rubio, la tez
sonrosada, los ojos de un azul casi grisáceo, los labios tan bien dibujados que
semejaban haber sido trazados por el pincel de un avezado artista. Todo en ella
se mostraba perfecto, distribuido con la armonía que solo se aprecia en los
seres más privilegiados, en aquellos que parecen escogidos para representar un
papel que solamente a ellos estuviese reservado. Se llamaba Irène; era hija de
un famoso médico de París, como muy pronto pasó a informarme en aquella primera
conversación que mantuvimos. Me contó también que ella desde pequeña había
sentido inclinación por la música pero que después la había abandonado por
falta de disciplina; se confesaba un poco vaga y un tanto reacia a seguir unas
pautas de conducta; con veintidós años que tenía, su mayor ilusión consistía en
encontrar a la persona que la quisiera, con la cual pensaba compartir el resto
de su vida.
Yo no le di mucha importancia a aquellas
revelaciones, pero en el siguiente encuentro que tuve con ella no pude por
menos de reparar en el excesivo interés que mostraba en hablar conmigo. Por
mucho que admirara mi novela, no era muy normal que quisiese averiguar todas
las circunstancias personales en que fue escrita, todos aquellos detalles que
nunca conoce el lector y que ella pretendía saber para entender los motivos que
a mí me habían podido inducir a escribir la obra. Yo al principio me contuve,
un poco sorprendido por aquel aluvión de preguntas y de cuestiones con que
trataba de abordarme; sin embargo, a medida que conversaba con ella, volvía a ceder
al enorme encanto que derrochaba, y, casi sin poderlo evitar, me vi nuevamente
cautivado por su embrujo. Hablaba con tal gracia que era casi imposible que no
me sintiera arrastrado por ella, impelido por aquella voz tan imperiosa con que
procuraba captar siempre mi atención. Acompañaba sus palabras con gestos muy
elocuentes, como si no considerara suficiente lo que decía para lograr el
efecto que deseaba. Sus miradas, sobre todo, se clavaban en mí con una
insistencia desmedida, con una intensidad que no podía sino ocasionarme una
gran turbación. Sin querer, me puse a hablar de mí mismo, de asuntos que quizá
hubiera debido reservar para momentos de mayor intimidad. Se enteró así del
último episodio amoroso que yo había tenido, de aquel engaño del que había sido
víctima a causa de un enamoramiento empecinado; yo nunca se lo había contado a
nadie pero ante ella caí en la tentación de hacerlo, movido por una fuerza
desconocida que operaba en mí. Irène no dejaba de sonreír ante aquella
inusitada revelación, como si viese en ella una conquista importante de su
capacidad de seducción: le había servido sin duda para conocerme mejor, para
saber en qué punto yo habría de mostrar más debilidad.
Se inició de esta manera una relación que yo no
me atreví nunca a detener. Para mí resultaba, ciertamente, bastante fructífera,
pues de ella salía siempre muy animado, quizá por la influencia que un espíritu
tan jovial como el de Irène ya ejercía en mí. A las conversaciones que tenían
lugar en aquellas reuniones le sucedió pronto una cita en unos jardines de
París: ocurrió de forma casi natural, como una consecuencia lógica de lo que ya
habíamos hablado; a una insinuación suya yo le había respondido que lo mejor
era quedar en un sitio donde nadie nos viera, en un sitio en el que pudiéramos
charlar con más tranquilidad sobre todo lo que quisiéramos.
El amor, como ya tenía comprobado, es a veces
algo impredecible, un fenómeno que no obedece quizá a unas causas razonables:
surge por un sentimiento que se despierta en nuestros corazones de un modo
imprevisto, propiciado por una serie de factores de los que no somos
conscientes, por una experiencia que depara en nosotros una conmoción muy
profunda. En algunos casos resulta incluso sorprendente la persona que atrae
nuestras atenciones, muy distinta acaso del modelo que hubiéramos soñado, con
atributos o con cualidades que en otras quizá hubiésemos desdeñado. El hecho de
que yo tuviera dieciséis años más que Irène era algo que, en efecto, yo jamás
habría imaginado: hasta entonces las mujeres que me habían gustado eran más o
menos de mi edad, por lo que no cabía en mi mente que me fijara en un ser tan
joven, con un estilo de vida muy distinto además del mío.
Aquella cita en los jardines fue el preámbulo de
un noviazgo que me habría de proporcionar grandes emociones. Estaba lejos de mí
sospechar siquiera que aquella intrépida muchachita pudiera convertirse tan
pronto en mi novia; sin embargo, las cosas se precipitaron de tal manera que
dieron enseguida en una solución que yo jamás hubiera pensado. Iréne, con sus encantos,
logró que yo me dejara conducir hacia el terreno que ella ya había preparado.
La conversación que tuvimos desde el principio, sabiamente gobernada por su
instinto, giró en torno al tema de los sentimientos, sobre el que yo había dado
ya señales de manifiesta debilidad. En un momento del diálogo, me preguntó qué
era lo que buscaba principalmente en las mujeres, qué era lo que más me atraía
de ellas para que me pudiese enamorar. Como no sabía qué responder, me quedé
callado unos segundos. Estábamos a la sazón sentados en un banco de los
jardines, a la sombra de unos arbustos. La tarde caía con rayos sonrosados
sobre el tupido follaje. Iréne aprovechó mi silencio para mirarme de un modo
muy decidido: sus ojos se detenían en los míos con meliflua determinación, como
si hubiesen encontrado en ellos el objeto que ardorosamente habían estado
buscando. Un poco ruborizado, contesté que me consideraba muy sentimental y que
siempre me había visto arrastrado por lo que dictaba mi corazón. Los ojos de
Irène parecieron entonces brillar antes de volverlos a posar en mí. Le coeur!, exclamó con voz
aterciopelada, orgullosa de haber hallado por fin el secreto que le podía abrir
quizá las puertas de mi alma, hasta aquel instante ocultas por una gruesa capa
de prevenciones. J’aime les hommes comme
toi, dijo a continuación, como si estuviera ya muy segura de lo que habría
de suceder después. Su mano, sin previo aviso, se deslizó entonces sobre la mía,
al tiempo que yo me estremecía por su inopinado atrevimiento. Al advertir lo
que sentía, se demoró en su caricia con el fin de encender aún más mi ánimo, a
punto ya de convertirse en un fuego incontrolable. «Los hombres como yo son muy
vulnerables», dije en un tono muy bajo, tratando de sonreír para que no se
notara demasiado la emoción que me embargaba. Aunque miraba hacia otro lado, me
di cuenta de que ella seguía observándome de la misma manera que antes. Su mano
había acabado ya de acariciarme cuando comprobé que su cabeza se aproximaba muy
lentamente a la mía. Supe entonces lo que intentaba y, movido por un repentino
impulso, abandoné mis labios en los suyos. Fue un beso muy apasionado que se
prolongó durante varios segundos, mientras en el cielo se iban apagando ya las
últimas luminarias del ocaso.
A aquella cita le sucedieron muchas otras, casi
todas con el mismo resultado. Tenían lugar en sitios diferentes, siempre a
hurtadillas de los demás, a los que no queríamos ver para que no invadieran
nuestra intimidad. Fue un noviazgo muy intenso en el que apenas desaprovechábamos
ocasión para volver a encontrarnos. Irène, sobre todo, era quien se mostraba
más interesada en que así fuera, quizá porque ella no tenía tantas ocupaciones
como yo. Muchas tardes me esperaba a la salida del trabajo: solía decir que
había sentido la necesidad de verme y que había salido con ese fin. Cuando
hacía buen tiempo, paseábamos hasta una hora bastante avanzada de la noche,
siempre al ritmo que marcaban sus pasos, acelerados a veces por el incontenible
impulso que los acometía. Daba la impresión de que huíamos de algo, de que
buscábamos con mucha ansiedad un refugio donde escondernos, un rincón acaso en
el que pudiéramos hallar la seguridad que anhelábamos. Irène, siempre muy
jovial, se reía de los suspiros que yo exhalaba cuando la fatiga me rendía,
cuando ya no podía seguir la marcha que ella había impuesto. La verdad es que
tenía mucha gracia entonces: parecía revestida en esos momentos de todos sus
encantos, dotada de un don especial que la hacía mucho más cautivadora. A poco
que dijera, yo le obedecía como un fiel lacayo que hubiera de cumplir todos sus
caprichos. La habría seguido en realidad hasta donde ella hubiese querido,
hasta donde a ella se le hubiera antojado llevarme para poner a prueba mi
fidelidad. Aunque parecía muy impulsiva, sabía muy bien elegir los caminos que
más le convenían, las rutas que le habían de conducir hasta el lugar que
hubiera escogido para llevar a cabo una determinada acción, para sorprenderme
con alguna declaración que yo no esperase, con alguna caricia que a mí me
hubiese de dejar una impresión muy honda. Nos gustaba besarnos en los
atardeceres lánguidos, sentados en un pretil del Sena, frente a un cielo que se
teñía de un color morado. Eran besos que tenían un sabor muy dulce, a veces
dados con la precipitación con que obra el deseo, un deseo que no llegaba a
revelarse por miedo quizá a malograr nuestro noviazgo.
Irène me hablaba a menudo de mi libro: me decía
que me consideraba un gran escritor, con un porvenir casi asegurado. Para ella,
tenía mucho valor lo que había escrito: era una historia en la que siempre
triunfaba la vida, por muchos enredos en los que cayera el protagonista.
Aseguraba que nunca había leído nada igual y que era muy meritorio que aquello
fuese realmente una traducción del español, idioma en el que yo debía de
expresarme muy bien a tenor de lo que había sido capaz de escribir en otro. Me
estimaba tanto que no encontraba palabras para dar a conocer lo que sentía: era
algo muy grande, algo desmedido que la enardecía y que la obligaba a soltar elogios
sobre mí, sobre el creador de aquella obra tan extraordinaria, Dans un lieu du coeur.
Je
t’aime sans mesure, me decía con frecuencia Irène en los instantes
de mayor exaltación, precedidos todos de conversaciones que resultaban muy
alentadoras, de pausas que acababan siendo muy sugerentes. A mí me parecía que
ella lo urdía todo y que tenía ya calculado el momento en que nuestro amor
había de manifestarse con un beso o con un abrazo desproporcionado, con un
apretón de manos en el que los dos nos sintiéramos confundidos.
De todos los amores que tuve, era este
probablemente el que me resultó más asequible, quizá porque en gran parte había
sido Irène quien lo había propiciado,
quien con sus manejos y con sus artes había logrado adaptarlo a su
medida, sin que yo interviniera apenas en ello. Por mucho que lo intente, no
conseguiré explicarme por qué razón actuaba así, por qué causa yo no trataba de
comportarme de un modo más decidido. En este caso, el amor tenía el carácter
que ella había querido imprimirle: más que un sentimiento desbocado, parecía
una pasión encauzada hacia un fin, una pasión sorda que a mí sin embargo me iba
dominando y que adquiría a veces una proporción desorbitada, en los instantes
en que Irène se dejaba arrebatar por ella.
Por aquel tiempo, yo empezaba a concebir una
nueva historia, en la cual un personaje emprendía un viaje hacia el interior de
sí mismo, un viaje con el que pretendía hallar el punto en el que su vida había
dado un giro definitivo, porque siempre hay un momento crucial en el que todo cambia
de forma inapelable, igual que me había ocurrido a mí en el pasado cuando tomé
la decisión de huir de Elvira. El tal personaje, al que todavía no había
otorgado nombre, buscaba un asidero al que aferrarse para sentirse más seguro;
se había dado cuenta, en su deambular por el mundo, de que nada hay más firme
como la propia identidad en la que se asienta la personalidad de uno,
conformada por señas que nos apartan de erróneas mistificaciones. Al
proporcionarle detalles de la novela, Irène insistía en que le facilitase más
datos, deseosa de ver cumplido mi proyecto en el menor plazo de tiempo posible.
Para ella, el proceso de creación dependía exclusivamente de las ganas con que
el escritor afrontase su obra, de la ilusión con que se entregase a ella. Entre
Irène y yo, había notables diferencias al respecto, quizá porque solo opinaba
desde la perspectiva de una lectora, siempre proclive a considerar que al
artista lo asiste un ingenio inagotable. Al decirle que necesitaba madurar mis
ideas, se mostraba un tanto decepcionada, como si hubiera empezado a perder la
confianza que tenía puesta en mí.
Todo esto coincidió, por si fuera poco, con una
disminución de las ventas de mi primera novela, lo cual era un mal indicador
acerca del interés que podía estar suscitando. Lo normal era que si había
tenido una buena aceptación siguiera progresando en las preferencias de la
gente, siempre reacia a admitir algo que no ha sido ya avalado por un éxito
precedente. Durante algunos días me pregunté con cierta preocupación a qué
obedecía aquel inesperado descenso, y la verdad es que no hallé ninguna razón
que lo justificase, ningún motivo que a mí me hiciese dudar acerca de los
valores que reunía mi libro. Se trataba quizá de un fenómeno eventual que no
respondía a ninguna lógica, una especie de retroceso que pronto podría ser
contrarrestado por un movimiento nuevo, por un inusitado ascenso que tampoco
obedeciese a ninguna causa concreta, sujeto tal vez a un capricho del destino
que está siempre ligado al devenir de cada producción artística.
Para Irène, supuso un revés incontestable, un
hecho que venía a desbaratar todas las creencias que ella hubiese acumulado sobre
mí. A pesar del enorme efecto que le había causado la lectura de mi obra, ahora
no veía tan claro que mereciese tanto entusiasmo, quizá porque se dejaba
influir también por las opiniones que más estuviesen en boga, por los favores o
los descréditos con que la sociedad encumbra o discrimina las cosas. La visión
que ella tenía de mí comenzaba a verse afectada por esta circunstancia, como si
yo solo pudiese ser valorado por los productos que fabricase mi mente. Fui
comprendiendo de esta manera que no era realmente a mí a quien amaba, sino más
bien al hombre que ella había soñado que era, al escritor que en su imaginación
estaba llamado a ocupar un puesto importantísimo en el mundo de las letras.
Ella buscaba el prestigio que yo podía depararle, la fama de la que
indirectamente se habría de beneficiar. Los besos que me daba ya no tenían el
ardor de los de antaño: parecían dados con temor, con miedo de despertar en mí
vanas tempestades, ilusiones que no habían de tener ningún sentido. Eran besos
vacíos de encanto, besos hueros que no provocaban ahora ninguna pasión, faltos
del calor con que el alma en ellos palpita cuando se ama verdaderamente a la
persona a la que son destinados.
Tenía la impresión, por todo ello, de que era otra,
de aquella joven intrépida e ilusionada que yo había conocido no se
correspondía ahora con la actual: sentía cierta lástima por ella, pues no
comprendía que hubiese podido cambiar tanto. Quizá por ese resto de amor y de compasión
que siempre queda, consideré que era más prudente esperar antes de tomar una
decisión que tal vez fuese demasiado precipitada, dictada por el recelo que yo
en algún momento hubiera llegado a sentir; antes de repudiarla, yo debía estar
muy seguro de los motivos que me inducían a pensar mal de ella, pues también
podía ocurrir que todo fuera un engaño de mi imaginación, un tanto alterada por
aquellos días a causa de los sinsabores que había recibido por los descensos de
venta de mi libro.
La situación, en vez de aclararse, terminó por
enturbiarse aún más, pues al despego que yo había percibido se sumó en algunos
casos cierta animadversión que yo no pude ya soportar. A las propuestas que a
veces le hacía ella contestaba de un modo destemplado, como si ya no le
resultase agradable mi compañía, como si el hecho de que estuviese conmigo no
tuviera para ella ningún significado.
Al darme cuenta de su postura, yo no quise
prolongar más aquella farsa, y un día, antes de que ella me lo plantease, le
dije que nuestra relación se había vuelto muy fría y que, en consecuencia, era
mejor para los dos darla por concluida. El efecto que hizo en ella tal
resolución fue muy distinto del que yo esperaba, pues en lugar de aceptarla dio
en protestar por la crudeza con que se la había comunicado, al tiempo que
también me culpaba de la ruptura que se había producido. Según ella, las cosas
ya no tenían remedio debido a la actitud que yo había adoptado: me acusaba de
falso y de hombre timorato, de persona que no había sabido nunca estar a la
altura de las circunstancias; era un fracasado, un tipo que se había creído muy
importante pero que no era más que un ser acomplejado. Tenía la cara contraída
cuando me lo decía, el gesto amargo de quien ha perdido ya todo interés por la
vida; con los labios muy tensos, hacía una y otra vez muecas con las que
trataba de sacudir toda la ira que en aquellos momentos sentía. Yo me limité a
callar y, cuando se me presentó la oportunidad, logré alejarme de ella con la
intención de no volverla a ver nunca.
Fue, sin embargo, una experiencia que no
olvidaré, como no creo que olvide tampoco otras que antes había tenido, la
mayoría de ellas con parecida suerte, aunque en este caso había sido yo quien
abandonaba a mi novia. Mi sino, después de todo lo que había vivido, no debía
de ser otro: al final, tras una serie más o menos larga de episodios, me
encontraba de nuevo solo, frente a un mundo en el que había de seguir luchando
con los escasos medios de que disponía.
Comencé así un periodo nuevo, en el que no quise
prácticamente otra compañía que la que me ofrecía Antoine, de quien nunca había
terminado de separarme. Volví a pasear con él por los mismos lugares de
siempre: como dos viejos amigos, nos gustaba evocar otros instantes de nuestro
pasado común, en los que hacíamos aquellos mismos recorridos, especialmente en
los meses que precedieron a la guerra, cuando la sospecha de un inminente
desastre parecía que nos uniese más. Antoine a veces se detenía a analizar
sentimientos personales, matices muy significativos en los que yo no hubiese
caído: buscaba sobre todo en sus recuerdos los restos de alguna ensoñación que
para él hubiera sido muy halagadora, las huellas de una quimera que a lo mejor
todavía estuviese persiguiendo. A mí me sorprendía siempre su capacidad de
imaginación, con la cual se remontaba a una realidad que nunca era la nuestra,
a un mundo en el que reconocía las cosas por el sentido que en ellas estuviera
impreso, no por el nombre o por la forma con que normalmente se presentaban.
Parecía un adivino, un ser asombrosamente dotado para la intuición y la
profecía, para la búsqueda de unos valores que tal vez no se hallasen en la
vida cotidiana. Entre sus barruntos, figuraba últimamente con especial
insistencia el del declive de la empresa en la que los dos trabajábamos,
afectada quizá por la enorme competencia que en el sector de la edición ya
existía. Según él, monsieur Dupond era un romántico de los libros, un idealista
que habría de sucumbir ante el empuje de otros empresarios con una visión más
práctica de los negocios.
Su vaticinio, en efecto, se cumplió, aunque quizá
no lo hizo con la rapidez que él hubiera previsto, pues monsieur Dupond se
aferraba a cualquier tabla de salvamento para salir a flote, en un esfuerzo
denodado por sacar su proyecto adelante. Tenía la convicción de que había de
luchar hasta el final y de que no debía desistir de su empeño si todavía
quedaba alguna posibilidad para continuar
sobreviviendo. A veces, cuando más apurado se le creía, extraía fuerzas de
flaqueza para no caer en el desaliento y, con renovado ánimo, se ponía otra vez
al timón de su nave, dispuesto a emprender una complicada y dura travesía. Si
algún día parecía que le faltaba el dinero, al siguiente se reponía con un
caudal sorprendente, como si tuviese un lugar secreto donde acumulaba un
inagotable tesoro.
Duró varios años aquella decadencia. Yo, entre
tanto, me había dado a escribir mi segunda novela, en la cual pareció al
principio que no había de invertir tanto tiempo como en la anterior, pues en
dos semanas había escrito bastante más que lo que hubiera abarcado antes en un
periodo mucho mayor. Sin embargo, después llegó un momento en que no supe cómo
continuar: realicé varios ensayos, sin que ninguno me llegara a satisfacer; los
consideraba faltos de carácter, con un estilo que se apartaba bastante del que
había deseado seguir. A tal indecisión se vino a sumar por entonces la
preocupación que yo sentía por la suerte de la editorial, por lo que mi mente
no se encontraba en condiciones para discurrir con la clarividencia que había
demostrado en otras ocasiones. Me concedí un descanso, tras el cual volví a
coger la pluma con muchas ganas: me dejé llevar entonces por la inspiración, en
un intento por dar a mi obra un aire más desenvuelto; lo conseguí, ciertamente,
durante algunas páginas, pero luego me paré de nuevo, empantanado en otra
indeterminación, en un punto en que la novela debía adquirir un mayor interés.
Se sucedieron así etapas de creación y de inquietante sequedad, sin que yo
pudiera predecir lo que hubiese de ocurrir después: a veces mi inactividad se
prolongaba más de lo que hubiera pensado, debido tal vez a la falta de estímulo
en la que yo sin querer estaba cayendo.
Monsieur Dupond, con la serenidad que lo
caracterizaba, sin que en su semblante se percibiera ningún asomo de
contrariedad, anunció un día que la editorial que había dirigido durante más de
veinte años tenía que cerrar. Dijo que era algo muy triste que había de tener
fatales consecuencias en el mundo cultural, un hecho muy penoso del que la
sociedad se habría de resentir. C’est la
mort de la littérature, apostilló en un tono casi apocalíptico, tratando de
sonreír.
Era monsieur Dupond, sin lugar a dudas, un hombre
admirable, un tipo imbuido de unos ideales que quizá eran muy difíciles de
plasmar: el amor a las letras lo había llevado a luchar por un concepto de la
edición muy diferente del que empezaba a predominar ya en su tiempo; él no
miraba otra cosa que la calidad de las obras, aun cuando estas no tuvieran
demasiadas posibilidades de ser vendidas. Según me dijo una vez, muchos de los
autores antiguos habrían permanecido en el anonimato si hubieran vivido en la
actualidad. Él creía, ante todo, en el genio, en el valor de la inspiración:
todo dependía, según su criterio, del impulso creativo, de la voluntad de
escribir algo que estuviera fuera de todos los cánones. Nunca olvidaré, por
supuesto, la confianza que depositó en mí: antes de que publicara mi novela, yo
pienso que él ya estaba seguro de que lo haría; guiado por su intuición, sabía
que no podía defraudarle, había vislumbrado quizá en mí ese fuego interior que
mueve al artista y que se proyecta de forma indefectible en su obra.
Con el cierre de la editorial, todo para mí
pareció retornar al punto en que había empezado, a un momento de desamparo y de
abandono por el que ya había pasado varias veces en mi vida. A monsieur Dupond
dejé de verlo ya para siempre: se esfumó de mi lado como se esfuma una figura
querida que se ha entrevisto en un sueño; nunca supe en realidad adónde fue,
tal vez al lugar del que había venido, al país en el que residen todos los
grandes entes de ficción. Ahora que han transcurrido tantos años, a mí se me representa
en el recuerdo como un personaje de leyenda, con su rictus melancólico siempre
grabado en su rostro, con una tímida sonrisa siempre a punto de asomar a su
boca.
Con el único con el que mantuve cierto contacto
fue con Antoine. Como estaba ya próximo a la edad de jubilarse, para él no fue
un gran contratiempo quedarse sin trabajo; lo vio casi como una liberación,
como una excusa para descansar de todas las obligaciones que le había impuesto su
oficio. Ahora se dedicaría a vagabundear, como le gustaba decir: para él, no
existía mayor placer que el de pasear por las calles sin otro fin que observar
lo que en ellas hubiera, lo que por ellas pasase a cada momento.
Yo, como carecía también de trabajo, quedaba
algunos días con él. Mientras caminábamos, charlábamos sobre los temas que más
nos interesasen, casi siempre relacionados con nuestra vida anterior. Sin
proponérnoslo, volvíamos a dar en los mismos asuntos, sobre los cuales ya
habíamos discurrido muchas veces, quizá porque contenían las pautas esenciales
para que nos siguiéramos entendiendo, las claves necesarias para prolongar
nuestra amistad.
Habíamos dejado ya los círculos de jóvenes para
visitar otros ambientes que nos llamaban por entonces más la atención. Por lo
general, se trataba de reuniones de literatos y de gente ligada con el arte y
con el mundo del espectáculo. En ellas, nos encontramos de nuevo con tipos muy
curiosos, capaces de atraer a muchas personas que se sentían impelidas por el poder
de persuasión que tenían, por el aura de genios consumados que en torno a ellos
se creaba. Siempre reacios a admitir tamañas celebridades, nosotros no nos
dejábamos embaucar al principio por lo que decían, sino que preferíamos
meditarlo y debatirlo después con más calma; nos comportábamos así como dos críticos
que fueran a tomar nota de lo que en tales sitios acontecía para elaborar
después una crónica concienzuda de ello, en la que no podía faltar el apunte
irónico o mordaz de Antoine.
Fue precisamente en una de esas reuniones donde
conocí a monsieur Denis, con el cual entablé una relación que me habría de ser
muy provechosa. Me lo había presentado un amigo de otro tiempo, con el que yo
tuve la fortuna de coincidir entonces. Era monsieur Denis el subdirector de uno
de los principales diarios de París, un señor alto y fornido, con la cara
ancha, animada por unos ojos muy grandes que parecían abarcarlo todo. Gracias a
él, conseguí entrar de reportero en el periódico: otra vez mis facultades como
escritor me abrían las puertas para un trabajo que yo jamás hubiese sospechado,
con el cual podría ganar de nuevo un sueldo que me sustentase.
Una vez que formalicé mi contrato, se me encargó
que hiciese mi primer reportaje sobre el caso que yo más conociese; era como
una especie de ensayo con el que yo debía demostrar que estaba realmente
capacitado para aquello, una prueba quizá que había de superar para que en
adelante se pudiera confiar más en mí. Sin dudarlo, escogí como asunto aquellos
grupos de intelectuales y escritores de los que de algún modo seguía formando
parte, constituidos casi de manera espontánea en torno a unos cuantos líderes,
en torno a unas cuantas voces que actuaban de mentores. Me di cuenta de que la
cultura necesita a veces maestros que dirija sus pasos, personas mejor dotadas
que sean capaces de aglutinar todas las iniciativas que se van creando. Con la
ayuda de Antoine, logré que el reportaje tuviera un aire distinto al que se
esperaba, un carácter mucho más crítico del que yo solo le hubiera dado. A
monsieur Denis le gustó tanto que llegó a decir que nunca había leído nada
parecido en muchos años; a su juicio, el mayor mérito de mi trabajo, lo que lo
hacía diferente, era el estilo tan peculiar con que lo había realizado.
Después de este éxito, pensé en los nuevos temas
sobre los que podía escribir. Un día, paseando con Antoine, me di casi de
bruces con una realidad que no debía obviar. Se trataba de un mendigo, con el
que mi amigo no dudó en detenerse para charlar. Era de trazas muy parecidas a
las de cualquier otro, con los harapos muy sucios, envuelto en una mugrienta capa
que le servía para abrigarse y para hurtar su rostro a los ojos de los demás.
Tenía el pelo largo y ensortijado, la tez muy ennegrecida, los ojos hundidos en
una tenue penumbra. Nos lo encontramos en un rincón de la calle, recostado
contra una columna. A simple vista parecía dormido, quizá agotado por todo lo
que hubiese andado aquel día. Antoine, al advertir que se movía, se había
dirigido a él para interesarse por su situación. El mendigo, que dijo llamarse
Pierre, dio pronto muestras de una gran cordialidad. Nos contó, entre otras
cosas, que no era de París, sino de un pueblo del sur, donde había vivido hasta
que unos parientes muy crueles se ensañaron con él; en su deambular por Francia
se había dedicado a muchos oficios, todos ellos de escasa remuneración; al
final, después de haber recorrido muchas leguas, había acabado en París, donde
se sentía más a gusto que en ningún sitio, ya que era una ciudad en la que
había muchos recovecos y escondites donde dormir. Yo, en aquellos momentos, me
acordaba de aquel otro mendigo con el que había convivido en un portal de
Madrid: aunque presentaban algunas diferencias, sus historias coincidían en
muchos puntos esenciales, quizá en la misma sensación de desvalimiento y de
marginación ante la vida. Comprendí, a poco que hablé con Pierre, que podía ser
el protagonista de mi próximo reportaje, en el cual incluiría parte de la
conversación que mantuvimos con él.
Mi oficio de reportero me deparó grandes
satisfacciones: el hecho de colaborar con cierta periodicidad en un medio que
tenía tanta tirada de ejemplares me hubo de consolidar como escritor. Al ver
que ahora era muy leído, me sentí muy responsable de lo que escribía, pues
podía influir bastante en la opinión de los lectores, guiándola hacia los
principios que estimaba más justos. Condicionado por todo lo que yo había
vivido antes, acabé por especializarme en asuntos que tuvieran relación con los
sectores más desfavorecidos de la sociedad, con los que a partir de entonces me
consideraba comprometido para denunciar la situación en la que se hallaban, los
males a los que diariamente habían de estar expuestos.
Mi segunda novela, mientras tanto, continuaba
avanzando, siempre al ritmo que marcaban los descansos que hacía en mi trabajo.
Había llegado ya a la mitad de la historia, después de haber resuelto no pocos
problemas de conducción que se me habían planteado en su desarrollo. El
protagonista, en su viaje interior, se había topado con una escena de su
infancia que le causaba una gran desazón, en la cual él se veía arrancado
cruelmente de los brazos de su madre. Desde entonces su vida empezaba a
cambiar: en lugar de caminar por un lugar seguro, ahora todo se le volvía
confuso y peligroso bajo sus pasos; como si hubiera recibido un golpe decisivo,
su conciencia despertaba ahora a una realidad que nunca hubiese imaginado.
7
Habían pasado ya dos años desde que yo empecé a
trabajar en el periódico. Casi sin darme cuenta, las cosas habían vuelto a
rodar de un modo rutinario, sin que se produjera ningún hecho anormal que
pudiera alterarlas, ninguna circunstancia imprevista que dislocara el orden en
que habían de sucederse. En mi profesión de periodista, había alcanzado ya una
reputación que me garantizaba un porvenir tranquilo. Los sentimientos, que
tanto me habían afectado en el pasado, parecían ahora dormir bajo el peso de
mis acciones. Tenía la sensación de haber conquistado una paz estable,
conseguida después de innumerables trabajos.
Aunque nadie lo crea, debo decir que todo eso
cambió un día casi de pronto. Por muy duradero que pensemos que es nuestro
estado, siempre hay hechos o situaciones que pueden transformarlo: la seguridad
con la que contemplamos a veces este mundo no existe, pues todo en él está
expuesto a mudanza, a un cambio repentino con el que no se contaba,
especialmente si viene proporcionado de nuevo por una experiencia que resulta
muy conmovedora.
Lo que a mí me sucedió fue, en efecto, algo en lo
que yo jamás hubiese pensado, sobre todo a aquellas alturas de mi vida, cuando
más seguro y confiado me encontraba, cuando más fe tenía en las posibilidades
de alcanzar las metas con las que siempre había soñado. Ocurrió casi de pronto,
como digo, una tarde que iba yo paseando por la ribera del Sena y me dio
curiosidad de entrar en Notre Dame, por cuya puerta fluían en aquel momento un
gran número de fieles. Fue un súbito impulso lo que me llevó hasta ella, un
impulso que nacía tal vez de mi adormecida conciencia. Sin haberlo planeado, me
hallé otra vez en la nave central de la vieja catedral, adonde en otras
ocasiones había ido por mero interés artístico, para observar la belleza de
aquella impresionante construcción. En este caso, me guiaba una especie de
llamada interior que yo no hubiera sabido explicar, una voz callada que
conducía mis pasos hacia donde habían de ir. Al ver a otros fieles arrodillados
en sus reclinatorios, yo me arrodillé también. Estaba el Señor expuesto:
resaltaba la Hostia blanquecina en medio de un ramillete de luces. Como si
hubiera encontrado a alguien conocido al que hubiese estado buscando, mis ojos
quedaron fijos en aquella sagrada forma; como si obedeciera a un resorte que
estuviera oculto en mí, enseguida mi imaginación retrocedió a los días de la
infancia en que yo creía adivinar en esa hostia el cuerpo macerado de Cristo,
cuando en la iglesia del pueblo permanecía absorto un rato ante el altar. De
alguna manera, aquella imagen ahora se repetía, en un lugar muy alejado del
mío, en una catedral por la que habían pasado tantos siglos de historia. Yo
estaba allí, pues, un niño de seis o siete años, embebecido en la contemplación
de un misterio que no me dejaba de asombrar, tratando de razonar por qué me
sentía inclinado a creer que en aquella oblea se encontraba precisamente
Cristo, el Redentor del mundo. No, no debía de ser casualidad que hubiera ido:
tal vez había sido el propio Cristo el que me había llevado hasta allí. Me vi
entonces como un peregrino, como un peregrino que había recorrido muchos
caminos, a veces sin saber exactamente adónde se dirigía, conducido solo por su
intuición, por su deseo de hallar siempre algo mejor. Había tropezado mucho,
había tenido que sortear infinidad de obstáculos para llegar a donde pretendía,
hasta que finalmente un azar que tal vez no era casual había hecho que yo
estuviera entonces allí, en aquella oscura nave de Notre Dame, arrodillado
junto a otros hombres y mujeres que compartían mi misma fe, la que yo tuve y
abracé cuando era niño, en un pueblo del que ya casi no quería hacer memoria.
Movido por un viejo instinto, me consideré en aquellos instantes un pecador, un
sujeto quizá muy vanidoso que había tenido muchos errores en su vida, de los
que ahora estaba deseando sin duda arrepentirse. La misericordia de Dios es
infinita, había oído muchas veces en otro tiempo: Dios era un padre que perdona
y que acoge con los brazos abiertos a todos los que se acercan a él
arrepentidos; en su amor no hay grados ni distinciones, pues todo en él es
eterno y valedero para su reino. Había enviado a su Hijo para que muriera por
los hombres, a los que hacía hermanos por el precio de su sangre, derramada en
la cruz para la salvación de ellos. El grano de trigo tenía que morir para dar
fruto, recordé entonces, en un momento en que retornaban a mi cabeza con
facilidad frases y consideraciones que creía ya desterradas de ella. Era
evidente que Cristo había muerto también por mí y ahora estaba allí presente, transformado
en una oblea de pan que representaba su cuerpo, dispuesto otra vez para darse
como alimento espiritual que nos sacia de amor y de consuelo. A medida que
pasaban los minutos, sentía más deseos de arrepentirme, más deseos de reconocer
todos los pecados que hubiese cometido en mi pasado, algunos de ellos quizá muy tormentosos. Me daba cuenta de que
los más graves eran los que hubiera podido cometer contra los demás, a los que
había de tener como mis semejantes. Recordé al punto el dolor que había causado
a mi familia y, aunque no me consideraba responsable de él, lo veía como una
mancha que no había acabado de disiparse en mi vida. Sin saber por qué, tenía
unas ganas inmensas de reconciliarme conmigo mismo: era algo también instintivo
que había surgido en mí de pronto, por esa voluntad de recuperar las creencias
que siempre había tenido. Reconciliarme conmigo mismo significaba asumir todo
lo que había sido, con las partes de luz y de sombra que inevitablemente en mí
habían existido, en muchas ocasiones tal vez mezcladas en unos mismos actos,
quizá porque nuestra personalidad suele ser más complicada de lo que se cree,
como decía monsieur Dupond cuando enjuiciaba al protagonista de mi primera
novela, con el cual yo ahora me encontraba cierto parecido. No, no hay un solo
hombre en nosotros, sino que a veces somos dos o tres, sin que se pueda
discernir cuál es el que más nos representa, porque todo cambia cuando las
circunstancias son distintas, cuando los estímulos o las sensaciones que percibimos
ya no son los mismos. Yo era entonces, en Notre Dame, arrodillado ante el
Altísimo, un ser arrepentido, un ser quizá desarraigado que necesitaba regresar
a su pasado para volverse a encontrar consigo mismo, aun cuando tuviese que
renunciar a las comodidades que en el presente había logrado. Necesitaba volver
para retomar sus raíces, para recuperar las señas de identidad que había perdido.
Quizá era esto, y no otra cosa, lo que yo echaba de menos, lo que en aquellos
momentos más pesaba en mi conciencia, sacudida ahora por todos los recuerdos
que acudían a ella. Quizá no debía arrepentirme de algo que hubiese hecho, sino
de haber descuidado una parte de mí que me correspondía, sin la cual era ya imposible
que siguiera viviendo. Por mucho que hubiese progresado durante aquellos años
de mi huida, nunca podría alcanzar lo que pretendía si no volvía a ser de
alguna forma el que había sido, si no me reconciliaba con todo lo que yo en
otra época había abandonado. Para recoger esos restos de mí que se hallaban
dispersos solo bastaba abrazar de nuevo la fe, la fe que tuviera de pequeño, la
que a mí me habían transmitido mis mayores, a los que ahora estaba agradecido.
Dios, que era tan misericordioso, había permitido que yo arribase a aquel
sitio, a aquella nave central de Notre Dame, frente a un presbiterio cuajado de
luces, donde se descubría la santa forma del cuerpo de Cristo, expuesto allí
para ser adorado, para ser contemplado por todos los fieles que como yo
entraban en el templo. Por primera vez en mi vida me daba cuenta de que Dios me
quería: a pesar de mi soberbia y de mis innumerables pecados, él nunca me había
vuelto la espalda, me había acompañado aunque yo no lo supiera, como una sombra
tutelar, como una sombra o como un amor ciego que existía dentro de mí, hasta
que ahora me había guiado hasta allí, como si aquel encuentro ya hubiese sido
dispuesto por él. Lo veía muy claro, tan claro que me parecía increíble que no
hubiera reparado en ello antes; había vivido quizá de un modo demasiado
acelerado, a impulsos de una voluntad que se hacía cada vez más fuerte; yo solo
pensaba en satisfacer mis deseos más elementales, sin caer en la cuenta de lo
que estos habían de encubrir, quizá un afán descontrolado por alcanzar una
felicidad que no estaba a mi alcance, una dicha inconcreta que se me resistía y
que se alejaba de mí cuando más próximo a ella creía estar. El ser humano,
ciertamente, es deleznable si no es asistido por una fuerza mayor, si no cuenta
con un auxilio superior que lo sostiene y que lo anima a seguir buscando,
porque no cabe duda de que su sino será siempre buscar, buscar lo que su
corazón le demanda para ser plenamente feliz, algo que solo se alcanza cuando
uno se siente de veras amado por Dios, como a mí me pasó precisamente aquel
día, sin que ningún presentimiento me lo hubiera anunciado antes. Era como un
regalo que Dios tenía reservado para mí, aunque yo no había hecho nada para
merecerlo; me lo otorgaba como un don, como una gracia que se derrama de su
infinita bondad, en un momento en que yo no era consciente de lo que dentro de
mí podía albergar. Sí, el ser humano es deleznable hasta que una luz interior
lo alumbra, una luz que nace de su propia conciencia, abierta ahora a una
realidad que antes había pasado inadvertida para ella, la realidad de un mundo
propio, creado a su medida por el amor. Arrepentido por todo lo que antes no
había sido capaz de sentir, me veía impulsado a regresar al punto en que mi
vida había empezado a cambiar, quizá porque a partir de él tenía la posibilidad
de reparar los errores que hubiese llegado a cometer, muchos de ellos
revestidos acaso de verdad. Necesitaba, pues, volver a mi tierra, retornar a
los orígenes que un día dejé: quería estar de nuevo con los míos, aun cuando
ellos no viesen bien que lo hiciese; era claramente un mandado de mi corazón,
al que no debía sustraerme, una voz sorda que bullía dentro de mí y que me
instaba otra vez a abandonarlo todo para partir hacia el lugar donde pensaba
ser feliz.
Cuando le conté a Antoine lo que había decidido
no se lo creía. Me miró primero con extrañeza, como si dudara de que hubiese
perdido el juicio. Para él, debía de ser algo insensato, una determinación que
no había de tener ningún sentido. Me preguntó por qué lo hacía y yo le expliqué
los motivos que me habían movido a tomar tan inesperada decisión. Se lo conté
todo, todos los detalles que habían concurrido en aquella conversión tan
profunda que en mí se había producido, por la cual ahora deseaba ardientemente
volver, volver al rincón donde había nacido, a la tierra en la que había dado
mis primeros pasos. Le confesé que estaba arrepentido, aunque no sabía precisar
de qué, tal vez de algo que no hubiese reconocido nunca, de una forma de ser
que había estado ligada inevitablemente a mí. Era un arrepentimiento que había
sido inducido por la fe, por la creencia en un Dios que ama y que perdona
siempre, un Dios que incluso se hace hombre para morir por los hombres. Por
mucho que le explicara, Antoine no parecía entenderme; adoptaba una actitud más
bien huidiza, como si no quisiera pensar demasiado en lo que le decía. Me
recordaba en ciertos momentos a la persona que yo había creído conocer al
principio, cuando se mostraba tan locuaz y airado con la burguesía,
especialmente cuando estaba bebido. Se mostraba testarudo, a la manera de un
niño consentido que se niega a aceptar las directrices que se le imponen para
conducir mejor sus actos, un niño mimado y obtuso que se empecina en sus
caprichos y que es incapaz de razonar coherentemente. A mí casi se me habían
acabado ya los argumentos para tratar de que comprendiera mi postura; me daba
la impresión de que hablaba con una pared, con la que naturalmente no podía
entenderme. La situación era ya poco menos que exasperante: a toda alusión que
yo hacía a mi insólita experiencia respondía con lo mismo, con que aquello no
era para él comprensible. Durante algún tiempo nuestra conversación apenas se
desvió de aquel punto: yo intentaba añadir algo nuevo, alguna razón que lo
deslumbrase y que lo sacara definitivamente de su estupor; pero él siempre
salía con la misma respuesta, como si no tuviese ya otra cosa que decir. Casi
desistía de mi empeño cuando Antoine comenzó a dar señales de que discurría de
otro modo: fue cuando se acercó a mí para palmearme en el hombro, igual que
había hecho otras veces de franca camaradería. Era un gesto que había de
interpretar de repentino cariño, surgido en él por un súbito impulso, quizá por
un recuerdo de anteriores momentos en que lo habíamos pasado muy bien juntos.
Yo ya no podía hablar, conmovido por aquel inusitado cambio de humor, por
aquella nueva muestra de confraternización. Mon
ami, dijo mientras golpeaba otra vez con su mano en mi hombro. Yo sonreí,
en vista de su afecto. Le dije que la amistad era un valor que no se había de
perder nunca. Los dos sabíamos que nos estábamos despidiendo, acaso ya para
siempre. Guiados por un mismo instinto, nos acercamos aún más y nos dimos un fuerte
abrazo.
Dos o tres días después partía yo para Elvira. Me
había despedido ya también de mis jefes, a los que tuve que decir que era un
asunto de índole familiar el que me había obligado a dejar el trabajo. Para que
no fuera algo definitivo, determiné conservar el piso en el que había vivido,
con todos los enseres y los libros que en él todavía guardaba, en gran parte
heredados de monsieur Ronsard. No descartaba que algún día pudiera regresar a
París, quizá llevado por una nueva corazonada. El destino era imprevisible:
podía encerrar aún muchas sorpresas para mí, a lo mejor una suerte de truco o
de añagaza que me hiciese volver nuevamente a la ciudad en la que había vivido
durante más de veinte años.
Por el camino que me conducía a la estación,
lloré algunas lágrimas. París se me ofrecía con todos sus encantos, como si lo
hiciese con el celo de una mujer que quisiera retener a su amado con ella,
temerosa de poderlo perder para siempre. Hacía una mañana deliciosa del mes de
octubre, con un cielo claro que se cubría por algunos lados de una ligera
neblina sonrosada. Los edificios de la ciudad, guarnecidos de recias
barandillas de hierro, se arracimaban en las calles, tumultuosos y espléndidos,
dejando a veces entre ellos breves espacios en los que anidaban las sombras,
los restos de un pasado melancólico que hubiesen sido arrinconados por el
tiempo. A lo lejos, como una decoración de fondo, aparecía un horizonte
resplandeciente de cúpulas y de torres, ensartadas entre una nube sigilosa de
tejados abuhardillados. Los plátanos del camino, ya decaídos y melindrosos, se
desprendían de algunas de sus últimas hojas, hojas grandes y amarillentas que
se mecían en el aire unos segundos antes de caer sobre otras que ya había
depositadas sobre el suelo. A mí me daba un poco de congoja presenciar este
cuadro, en un momento en que todo me parecía que estuviese dispuesto para una
emocionada despedida. El sol derramaba sus oros sobre París, envolviéndolo en
una dulce atmósfera; por unos instantes yo tenía la impresión de que no me iba,
de que aquella escena que entonces contemplaba la había de contemplar siempre,
en un futuro que no podía ser diferente del pasado que ahora abandonaba. Sin
duda, París era también un lugar del corazón, un lugar que yo jamás podría
olvidar mientras viviera. Paseaba mi mirada por sus calles y por sus plazas,
por sus rincones de adormecido encanto, por sus jardines de indescifrable
misterio; me daba cuenta de que mi espíritu estaría siempre allí presente,
enredado en las ramas de sus frondas, en el aire apagado de sus silencios, en
el rumor insomne de una multitud que se congrega en torno a un monumento, en el
vuelo de unas palomas que se alzan sobre un cielo diáfano… El Sena, con sus
ondas plateadas, circulaba por la ciudad
a un ritmo cadencioso, dejando sobre sus orillas sollozos y suspiros que
solo las almas románticas escuchaban. La torre Eiffel, majestuosa, se elevaba
en la mañana de octubre con indómita gallardía: a pesar de los años que había
pasado allí, era una imagen que me seguía impresionando como el primer día,
cuando yo llegué a París huyendo quizá de mí mismo, deseoso de hallar un sitio
donde pudiera emprender una nueva vida.
En el trayecto hacia la estación, me acordé
también de Antoine, con quien últimamente había compartido tantas historias. Al
principio lo había tomado por un ser muy extraño y algo antojadizo, con el cual
era difícil que me llevara bien. Sin embargo, después fui descubriendo que
aquello no era más que una impostura, a la que él era muy proclive, quizá
porque así se sentía más seguro ante los demás. Era un tipo muy noble, capaz de
entregarse sin reservas a otro si este se confiaba sinceramente a él. Como ya
he apuntado en otra ocasión, el afecto que entre los dos llegó a existir
superaba quizá los límites de una simple amistad: el abrazo que al final nos
dimos era la expresión de todo lo que antes habíamos sentido, la expresión de
una fraternidad que habría de perdurar siempre en el tiempo. Antoine fue, sin
duda, mi mejor amigo, al que quise como a un hermano mayor que velaba por mí en
todo momento. Como si él en aquellos precisos instantes estuviera pensando lo
mismo, creía percibir dentro de mí su aliento, su voz densa animándome a seguir
siempre buscando la felicidad a la que todo ser humano es llamado. Sentía el impulso
de su espíritu, un empuje hondo que aceleraba mi corazón y que se extendía por
mis venas y por mis médulas estimulándome a continuar caminando, a proseguir mi
marcha hacia un punto que tal vez ya estuviese escrito en mi destino, un punto
de retorno en el que volvería a encontrarme con los míos, de los que quizá
nunca había debido separarme.
Antoine me acompañaba en mi viaje: lo tenía
presente siempre, mezclado con mis recuerdos y con mis cavilaciones más íntimas;
a veces incluso soñaba con él, en una escena en que rememoraba de forma
fragmentaria e inconexa algún suceso de París.
A medida que me acercaba a España, pensaba cada
vez con más insistencia en lo que le hubiera podido ocurrir a toda la gente a
la que en Elvira había conocido. Sabía que mi madre había muerto, víctima de un
mal que había tenido su raíz en el desgarro interior que con mi partida había
sufrido, según se me había acusado en las cartas que de los míos durante aquel
tiempo había recibido. Sabía también que eso no era cierto y que ella me había
querido como ninguna otra persona quizá me podía querer en el mundo; estaba
convencido incluso de que me continuaba queriendo, desde allá donde estuviese,
tal vez dentro de mí, pues advertía también con frecuencia su impulso,
confundido con mi sangre, asentado en mi alma con la solicitud de un ángel que
no deseara nunca abandonarme.
Habían transcurrido muchos años desde que recibí
la última carta. Era posible que mi padre también hubiese muerto, pues por edad
era lógico pensar que así hubiera sucedido. Con él no me había llevado tan bien
como con mi madre, quizá porque era muy testarudo y nunca había sido capaz de
admitir otra verdad que la que en su cabeza hubiese arraigado antes: llevado
por un error, había creído que yo actuaba solo por propio interés, por un
egoísmo infantil del que nunca me había desprendido. Yo ahora lo disculpaba,
enternecido por el efecto que en mí había producido la conversión que tuve;
comprendía que él era así y que no había sabido comportarse de otra manera;
contaba, a pesar de todo, con un valor que nunca había dejado yo de reconocer:
tenía un gran sentido de la obligación, como a mí me demostró el día en que me
dio la parte de la herencia que me correspondía para que emprendiera el viaje
que había decidido, aun cuando no me entendiera, aun cuando me repudiara en el
fondo como hijo. En el caso de que todavía viviera, lo más seguro era que no me
rechazara cuando me viera llegar, movido por el mismo principio del deber, por
una voluntad quizá oscura por redimirme.
Sobre mis hermanos apenas me planteaba nada; lo
más probable era que siguieran afanados en sus labores de campesinos, en unos
trabajos que habían aprendido a hacer casi desde que eran pequeños. Llevado por
un instinto fraternal que pocas veces había sentido, me di cuenta de que aún
los quería, a pesar de que con ellos mi relación había sido más bien escasa;
los quería porque eran mis hermanos, porque compartían conmigo una misma
sangre. Posiblemente ellos estuviesen ya casados, con mujeres quizá de Elvira,
con mujeres que seguramente reuniesen sus mismas condiciones; tendrían
probablemente hijos, en los cuales habrían inculcado los mismos principios que nuestro padre había querido inculcar en
nosotros.
Mientras viajaba, mis recuerdos se mezclaban unos
con otros: a los de París se sumaban de pronto los que procedían de aquel
tiempo remoto que yo pasé en Elvira; realmente había vivido ya más años allí
que en mi pueblo, de donde salí siendo todavía muy joven. Volvía ahora a él con
cuarenta y tres, a una edad en que debía de estar asentado en la vida, casado
como mis hermanos con una lugareña, con la cual habría tenido una lustrosa
prole. Al llegar a este punto en mis cavilaciones, pensé en Ana, a quien había
dejado para evitar que sufriera un mayor disgusto, provocado por la
animadversión que sentía su padre hacia mí, de la que posiblemente no lograría
librarme. Me preguntaba qué habría sido de ella: estaba convencido de que
habría superado la decepción que le había causado mi marcha, pues ella era
entonces una joven muy juiciosa que sabía sobreponerse a todos los
contratiempos. Aunque no había tenido noticias suyas, daba casi por seguro que
habría conocido pronto a otro hombre, quizá presentado por su mismo padre, con
el cual no habría tardado en contraer matrimonio. Sería entonces una mujer
feliz, de cuarenta y tres años como yo, una mujer madura, con los hijos ya muy
grandes, quizá en edad de casar también. La imaginaba risueña, algo cambiada de
rostro, con ciertas arrugas en el entrecejo y en torno a las comisuras de los labios,
con la mirada un poco más sosegada que antes, siempre contenta por lo que le
ofrecía la vida. Entre sus costumbres, figuraría con toda seguridad la de ir a
misa por las mañanas, antes de afanarse en las tareas cotidianas. Me la
representaba con los andares vacilantes, como un resto del contoneo juvenil que
tanto la había caracterizado, con esa gracia innata que nunca habría perdido.
Bien mirado, todavía sentía por ella cierta añoranza, como si aún no hubiera
acabado de quererla, quizá porque Ana había sido la primera mujer con la que yo
había soñado, en un tiempo en que cualquier idealización era posible. En el
fondo de mí mismo quedaba un residuo del amor que había sentido, un rescoldo
que permanecía oculto pero que se reavivaba en cuanto caía en él una chispa
procedente de algún recuerdo.
Al llegar a Madrid, me acordé de los amigos que
allí había dejado, con los cuales compartí mis primeras aventuras, algunas de
ellas muy dichosas. Eran personas que pertenecían ya a mi pasado, a una época
que entonces se me antojaba bastante lejana. A veces tenía la impresión de que
al viajar hacia mi pueblo estaba también retrocediendo en el tiempo: parecía
como si tuviera que pasar por etapas que ya había vivido para concluir en la que
había albergado mi infancia, en unos años que ahora se mostraban en mi
imaginación de una manera muy difusa, como diluidos en la pátina gris de un
sueño que no acababa de concretarse. Creía por momentos que solo era verdad lo
que estaba viviendo y que todo lo que recordaba pertenecía a una historia que
quizá yo hubiese inventado.
El resto del viaje lo dediqué a planear mi
llegada. Elvira seguiría siendo un pueblo pequeño, recostado a la sombra de los
cerros, sobre un horizonte presidido por azuladas colinas, por lejanas montañas
recortadas sobre la lámina tersa del cielo. La vega, como un inmenso abanico
desplegado a sus pies, se presentaría ufana, compuesta de numerosas parcelas
que a la distancia semejarían los retazos de un animado tapiz. Las choperas,
como unas tupidas cortinas, ceñirían a lo lejos los cuadros verdes y marrones
de la labranza, entreverados de huertas exuberantes y de caminos que serpean
entre balates cubiertos de herbazales.
En cuanto llegara a Elvira, tenía pensado
dirigirme a la casa de mis padres, donde presumiblemente ocasionaría una
inopinada sorpresa. A lo mejor un hermano que allí viviera saldría a recibirme,
sucio todavía del polvo que se le hubiese adherido en sus faenas. Me saludaría
perplejo, sin terminar de creer que era yo quien aparecía ante él. Tal vez por
un instante dudaría de mí, pensaría que era otro, alguien que tenía conmigo
bastante parecido. Yo entonces me acercaría y le cogería las manos en señal de
confraternización, dispuesto a asumir todas las faltas que él quisiera
atribuirme. Luego, después de habernos saludado, nos encaminaríamos a la casa
de mis otros hermanos, donde también sería recibido con la misma extrañeza, sin
que ninguno de ellos se mostrara enojado conmigo.
8
Llegué a Elvira una tarde de octubre en la que el
sol declinaba ya tras los montes. Desde el coche en que me trasladé desde
Granada había podido ver sus casas apiñadas en torno a la iglesia, de la que
descollaba con cierta arrogancia su vieja torre. Había observado con
detenimiento, a medida que me acercaba, sus tejados decrépitos, las bardas de
sus huertos, los portones de sus corrales, envueltos a aquella hora en un
fulgor azulado. Veía también las colinas de olivares sobre las que se tiende el
pueblo, los cerros que detrás lo circundan, algunos de escabrosa pendiente, con
sus piedras teñidas de un color rojizo.
Había bandadas de vencejos que se elevaban sobre una escarpa y que describían
varios círculos en su vuelo.
El paisaje era de una extraordinaria
belleza. La luz de la tarde, disuelta en oro, se derramaba sobre el rosa del
horizonte. Los campos, de castaño y verde, se adormecían bajo una pátina de
cobre; vertida
sobre ellos, la luz circulaba torrencial por trochas y senderos, resbalaba por
balates y vallados, cayendo como una llamarada sobre maizales y herrenes, sobre
barbechos y sembrados. Las choperas, recortadas en una lejanía de lumbres, lo
ceñían todo con sus telones de terciopelo verdoso, casi ya azul en el momento
del ocaso.
A poco que me adentré en las primeras calles de Elvira, sentí cómo mi
corazón se aceleraba ante el aluvión de tantos recuerdos, ahora vueltos a
recuperar ante aquel panorama. Tenía la sensación de que regresaba a un pueblo
muy viejo, perdido en una región del sur que había ocupado un sitio muy importante
en la historia. Era un lugar sombrío, de callejuelas muy cortas y estrechas, de
plazoletas que parecían pertenecer a un mundo de magia, habitado por duendes y
seres fabulosos. Cuando yo pasé, solo había algunos vecinos asomados a las
puertas de sus casas. Se diría que allí todo discurría muy tranquilo, ajeno a
las pautas y a las convenciones por las que se rige la vida moderna. Yo no
esperaba encontrarme aquel ambiente; esperaba quizá un poco más de ajetreo,
acostumbrado como estaba al bullicio que imperaba normalmente en París.
Al ver mi casa, experimenté una emoción muy grande; casi no me lo
podía creer: se conservaba igual que antes, igual que yo la evocaba en mi
recuerdo, con su aspecto un tanto cochambroso de vivienda que ha dado albergue
a varias generaciones de campesinos. Cuando llegué, con mi maleta al hombro,
después de haber dejado el vehículo, la puerta se encontraba abierta, quizá
porque alguien hubiera acabado de entrar por ella; me acordé entonces de que
cuando era niño las casas no se cerraban durante todo el día: la gente se
trasladaba de unas a otras con la familiaridad que concede un trato continuo,
una relación en la que no se daban reservas de ningún tipo. Como solían hacer
los vecinos en tales casos, llamé antes de pasar el umbral. Al principio nadie
me respondió. Mi voz había sonado hueca, más grave quizá de lo que en mí era
habitual. Aguardé un poco. Todo estaba en penumbra en aquellos instantes. Por
el pasillo que comunicaba con el patio vislumbré una sombra, tal vez la silueta
de alguien que se acercaba negligente hacia mí. Era mi padre, lo reconocí
enseguida, apenas se hubo acercado algo más. Había menguado bastante, estaba
mucho más delgado, con el pelo completamente blanco, muy despejado por la
frente. Empuñaba un bastón, se movía con mucha dificultad. «Eres tú,
Gabrielillo», no dudó en decirme cuando me vio allí. Él también me había
reconocido, quizá antes de que lo hiciera yo. La emoción volvía a embargarme,
me impedía hablar. «Padre», casi balbuceé, al tiempo que dejaba la maleta en el
suelo para aproximarme a él. «Yo estaba seguro de que volverías», me dijo.
Hablaba con la voz muy apagada, quizá por el deterioro que hubiese sufrido con
los años. En su cara adiviné una sonrisa, una sonrisa muy tierna que le hizo
mover los labios. Yo lo rodeé con mis brazos, lo besé varias veces en la
frente. La verdad es que nunca hubiera imaginado aquella escena. Mi padre
sollozaba con la cabeza apoyada en mi pecho: notaba las pequeñas convulsiones
con que exhalaba los sollozos, la agitación que sacudía todo su cuerpo. «Padre»,
repetí, acariciando ahora su pelo. Tardó un rato en responderme, quizá porque
no pudiese hablar. Yo esperé sin decir nada, hasta que advertí que se
tranquilizaba un poco; entonces lo separé de mí con mucho cariño para verle el
rostro. En sus ojos temblaban unas lágrimas, unos restos quizá de ellas que aún
no se hubiesen disipado. «Gabrielillo, eres tú», volvió a decirme, sin salir
todavía de su asombro, como si hubiese de permanecer siempre en ese estado.
Entonces llegó Antonio, uno de mis hermanos, el segundo en el orden de
nacimientos. Venía también del patio. Parecía que tuviese ya sesenta años,
aunque solo me llevaba a mí siete. Tenía las sienes plateadas, la piel de la
cara invadida de arrugas. «¡Cómo es posible!», exclamó al verme, mirándome como
si yo fuese realmente un aparecido, un ser de ultratumba que hubiera regresado
a los suyos. «¡Las cosas que pasan en este mundo!», continuó diciendo, cuando
ya daba claras señales de haberme reconocido. «Soy yo, Gabriel, he vuelto», le
dije sin titubeos, seguro ahora de mi situación. «Te dábamos ya por perdido,
nunca pensábamos que pudieras volver», confesó después de haberse detenido, a
dos pasos ya de mí. Al contrario de mi padre, había algo en él que lo obligaba
a actuar con cautela, posiblemente la falta de confianza que ya entre nosotros
existía. «A papá le ha dado últimamente por decir que pronto regresarías, la
verdad es que está ya muy mal, tiene muchos trastornos de cabeza, lo más
sensato que decía era eso, aunque los demás lo tomábamos como una nueva
tontería», me informó sin moverse de su sitio, mirándome ahora con decisión a
los ojos, como si hubiese visto por fin en mí al hermano que había
desaparecido. «Te íbamos a escribir una carta para pedirte perdón y para
decirte que volvieras, pero tú te has adelantado», prosiguió tratando de
sonreír, a punto de dar ya los pasos que le faltaban para llegar hasta mí. «Creo
que fue una equivocación, todos fuimos víctimas de un error, del que ahora
estamos muy arrepentidos, no sé por qué fue, por una de esas cosas que tiene la
vida, por un juicio mal formulado, por una obcecación en la que caímos casi sin
darnos cuenta», añadió antes de estar ya junto a mí, antes de fundirnos en un
fuerte abrazo.
Antonio se había quedado soltero, igual que yo. Por eso vivía en la
casa, al cuidado del padre. Según me explicó con más detalles después, el padre
tenía las facultades mentales muy mermadas, a lo que también había que sumar un
desgaste físico bastante considerable. Ya apenas comía, se alimentaba solo con
dos o tres sopas que se tomaba en diferentes momentos del día. Dormía muy poco
y se orinaba con frecuencia. Antonio no lo podía dejar solo; cuando se iba al
campo, había de llamar a una vecina para que cuidara de él.
La noticia de mi llegada se difundió pronto por el pueblo. A las dos o
tres horas de estar allí, se hicieron también presentes mis otros dos hermanos.
Con ellos el saludo fue igual de afectuoso. Domingo, el mayor, estaba casado y
tenía cinco hijos, algunos en edad ya de trabajar junto a él. El otro, Vicente,
se había quedado viudo y se había unido después en segundas nupcias con una
mujer mucho más joven que él; del primer matrimonio tenía una hija y del
segundo, dos. Ambos hermanos se sentían muy orgullosos de sus vidas, especialmente
por el trabajo que les había costado alcanzar la situación de bienestar en la
que ahora se veían. Yo me alegré de sus progresos, igual que ellos a su vez se
alegraron de los míos cuando les conté todo lo que había hecho durante aquel
tiempo. Se sorprendieron todos de que hubiera llegado tan alto, de que me
hubiese codeado con gente tan importante.
Pasé una velada inolvidable con ellos. Serían ya las tres de la
madrugada cuando nos despedimos. Yo, como era natural, me alojé en la casa de
mi padre, donde también residía Antonio. Me quedé, por cierto, en la misma
habitación donde dormía de pequeño, al lado de la que ocupaban entonces mis
padres. Tuve allí las mismas impresiones que me asaltaban en la infancia,
cuando me veía solo en la oscuridad y no paraba de oír ruidos a mi alrededor,
pequeños crujidos que me sobresaltaban en medio de la noche. Casi parecía que
no hubiesen pasado los años. Yo seguía siendo el mismo niño de siempre, había
recuperado mi inocencia antigua, perdida en los tumultuosos trajines del mundo.
Había vuelto a mi pasado, al lugar en que nací, un lugar que siempre había
estado en mi corazón. Lo que no se olvida son los sentimientos que hubiésemos
tenido en otro tiempo, las emociones que nos embargaron cuando éramos felices,
cuando soñábamos con un futuro que se ajustaba perfectamente con nuestras
fantasías. Esos sentimientos y emociones reaparecen siempre, avivados por
alguna percepción nueva que hiere nuestros sentidos y que despierta en nosotros
evocaciones inusitadas, con las cuales recreamos un episodio del pasado, un
momento oscuro de nuestra historia, un detalle ínfimo de nuestra primera
infancia. Por mucho que se diga, no son fenómenos insustanciales, sino que
afectan a nuestro ser más profundo, constituido por nuestros pensamientos y
deseos más íntimos. Todas las ideas que concebimos están impregnadas de su
aliento; sin ellos nada podría tener consistencia en nosotros, sería algo
deleznable, algo que no tendría ninguna fuerza y que acabaría por desmoronarse
pronto. Yo, aquella noche, había vuelto a ser el de antes, acostado en la misma
cama de siempre, rodeado de los mismos ruidos que tanto me habían sobresaltado
entonces, en unos instantes en que el pueblo dormía en el silencio de una
madrugada de octubre que apenas se diferenciaba de otras, un silencio que de
vez en cuando era roto por las campanadas hondas de la torre de la iglesia, que
sonaban para dar las horas. Como no podía quedarme dormido, repasaba en la cama
todas estas cosas, buscando en ellas los entresijos de una vida que había
terminado por parecerse a la que yo había tenido, después de un recorrido muy
largo que me había llevado a conocer diversos rincones de Europa hasta que por
fin había retornado al punto del que había partido. Me preguntaba a veces si
todo no había sido un sueño, si yo no había soñado que salía un día de allí y
corría una serie de aventuras que yo mismo había imaginado: era tan intensa la
impresión que me producía estar otra vez allí que no creía que fuese verdad
todo lo que yo había vivido en otros sitios.
Tardé mucho en dormirme. Cuando desperté, pensé que estaba en París,
en la habitación que me había dado cobijo durante tantos años. Sin embargo, fue
algo instantáneo, pues enseguida tomé conciencia de la realidad donde me
hallaba. Estaba en mi cuarto, en la casa de mis padres, en Elvira. Por una
rendija de uno de los postigos de la ventana penetraba un rayo diminuto de luz,
un delgado haz de claridad que caía oblicuo sobre los pies de la cama. Mis ojos
tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra, en la cual fueron aparecieron
paulatinamente los contornos de los objetos que allí había. Debido a que no
había dormido mucho tiempo, mi cabeza no se encontraba todavía muy despejada:
tenía cierta somnolencia que hacía que no discurriese aún de un modo preciso.
En las habitaciones de abajo alguien debía de estar ya levantado, pues se oían
a veces algunos golpes, los tintineos de una vajilla. En aquel momento no podía
por menos de acordarme de todo lo que yo escuchaba allí mismo en otra época,
cuando mi madre preparaba el almuerzo que mi padre y mis hermanos habían de
llevar a la vega; antes de que ellos se levantaran, estaba ya ella trajinando
en la cocina, afanada en los preparativos de la comida; a mi madre nunca se le
olvidaba nada, lo tenía todo dispuesto antes de que a ellos les pudiera hacer
falta, lo mismo que le ocurría después conmigo cuando me arreglaba para ir al
colegio. Por un instante hubiera deseado que estuviera otra vez allí en la
casa, atenta a cada una de las necesidades que los demás pudiésemos tener; me
hubiese gustado sentir sus manos sobre mi pelo, en un intento por corregir el
peinado que yo me hubiera hecho. Me acordaba de sus palabras de consuelo cuando
algún mal parecía acecharme, de los halagos que me dedicaba a veces para elevarme
el ánimo. Ella seguía estando allí, a mi lado, sentada quizá en el borde de la
cama, a punto de contarme una de las múltiples historias con que antaño trataba
de suscitar mi sueño. Yo casi la veía, con su cabello castaño, rizado por las
puntas, con su perfil adusto, de mujer hacendosa, preocupada de los suyos.
Cuando me levanté, debía de ser ya muy tarde. Antes de bajar, abrí los
postigos de la ventana y me quedé un rato apoyado en el alféizar, contemplando
como antes el paisaje que desde allí se me ofrecía. Aunque había estado en
muchos sitios, algunos de una singular belleza, ninguno me había deparado
tantas emociones como aquel. La luz de la mañana era ya de un tono
amelocotonado: parecía hecha de miel, de una miel viscosa que se iba diluyendo
en el aire azulado; la vega se presentaba como un cuadro abigarrado de verdes y
de ocres, entreverado aquí y allá de grises y de amarillos; a lo lejos Granada
semejaba una ciudad encantada, engastada en las colinas que la ciñen, sobre un
montón de sierras que se elevan de forma asombrosa, con sus cumbres delineadas
sobre un cielo de plata.
Cuando bajé a la cocina, mi padre y mi hermano Antonio me estaban ya
esperando para tomar el desayuno juntos. La verdad es que se había resuelto
todo muy pronto: yo nunca hubiera esperado que pudiera ser objeto de aquel
recibimiento; después de haber estado tantos años perdido, no era normal que
así se me acogiese. A mi memoria acudía inevitablemente la imagen del hijo
pródigo, la de aquel que en la parábola evangélica malgasta toda su fortuna
antes de regresar arrepentido a la casa del padre. Quizá se trataba de un
milagro, propiciado por la voluntad de un ser superior que así lo hubiera
determinado, por el designio de un Dios omnipotente y misericordioso que
hubiese querido deshacer el entuerto que a mí me había mantenido alejado de mi
familia.
Mientras desayunábamos, Antonio me informó que mi amigo Ernesto
también se había ido de Elvira: en su caso, se había debido al parecer a una
decisión paterna, a un asunto de índole interna, tras el cual Ernesto se había
tenido que trasladar a otro lugar, donde se había asentado a su vez como cabeza
de familia; solo volvía al pueblo en contadas ocasiones, según continuó
informándome Antonio. Yo aproveché entonces la oportunidad para preguntarle por
más vecinos de Elvira y, como no podía ser de otra manera, también me interesé
por Ana, a quien todavía no me había atrevido a nombrar desde que llegué de
París. Mi hermano, que se acordaba de nuestra relación, sonrió brevemente antes
de responder a mi pregunta. Dijo que vivía con su madre, de la que nunca había deseado
separarse. Quise saber entonces si tenía marido, a lo que él repuso que no lo
había buscado nunca desde que yo me fui. Me quedé callado, sorprendido por lo
que acababa de oír: en aquel instante me venían a la cabeza varias ideas, todas
ellas muy confusas. Al ver que no hablaba, Antonio me contó que residía con la
madre en la misma casa y que el padre había muerto dos o tres años después de
que yo me fuera; ella se dedicaba preferentemente a la costura, de la que había
sacado un notable partido en el pueblo gracias a su paciencia y a su buen
gusto.
Por la tarde, sin que mediara ninguna otra cosa, fui a verla. Tenía
muchas ganas de saludarla después de tanto tiempo. Me animaba un solo pensamiento,
el de volverme a encontrar con la persona a la que había amado por primera vez
en el mundo. Temía, no obstante, que a ella le hubiera quedado cierta aversión
hacia mí, causada por el enorme desengaño que hubiese sufrido, aunque por las
palabras de Antonio yo colegía que no debía de ser así. Tardé poco en
aclararlo, pues ella salió a recibirme en cuanto llegué a su casa. Tenía el
pelo ya entrecano; parecía más gorda que antes. Como sabía que yo había vuelto,
no mostró demasiada sorpresa cuando me vio. Se diría que casi lo esperaba, que
estaba casi segura de que de un momento a otro habría de aparecer yo.
«Gabriel», me dijo con la voz muy apurada, como si me hablara desde aquel
tiempo en que la había conocido. En su rostro daba la impresión de que se
dibujaba una sonrisa, quizá una mueca imprecisa que expresaba muy bien el
nerviosismo que entonces sentía. Con gesto todavía indeciso, me hizo pasar al
salón, donde estaba la madre, sentada a una mesa que había al fondo de la
habitación. Yo estaba tranquilo: era consciente de que cumplía en aquellos
momentos con un deber, quizá largamente esperado. Ana me pidió que me acercara
a la madre: me dijo que estaba ya medio ciega y que le costaba mucho reconocer
a la gente. Yo la obedecí: me aproximé con cuidado a la señora, hasta que
consideré oportuno detenerme, a una distancia suficiente para que ella pudiese
entrever mis rasgos. «Es Gabriel», apuntó Ana con la voz más nítida. «Ya lo sé,
hija, lo he sabido por el modo en que le has hablado antes», dijo ella, tratando
de encontrar en mí al mozo que yo había sido. Me senté en una butaca que se
hallaba a su lado; la hija lo hizo en una silla, justo enfrente de mí. Me
pareció que me habían estado aguardando, quizá desde que yo salí de Elvira,
deseoso de escapar cuanto antes de allí. Ana me preguntó enseguida por mis
andanzas; quería que le contara de una forma resumida todo lo que había hecho
desde entonces, todos los sitios que había visitado durante aquellos años. Les
relaté de la forma más animada que pude los sucesos más importantes que me
habían ocurrido, si bien trataba de omitir aquellos que consideraba más
escabrosos o que podían ser reprobados por ellas. A Ana le interesó
especialmente lo que me aconteció en París. Tenía la idea de que París era una
ciudad fabulosa, una ciudad en la que siempre le hubiera gustado vivir, aunque
solo hubiese sido por una corta temporada, me dijo. Llevado por un exceso quizá
de precipitación, le referí que yo poseía allí un piso, heredado de un famoso
escritor al que había servido. Le prometí además que algún día viajaría con
ella y que nos alojaríamos los dos en aquel piso, situado por si fuera poco en
uno de los barrios más pintorescos de la capital. La verdad es que no era muy
consciente de lo que decía; hablaba de un modo un poco atolondrado. Me di
cuenta, por la expresión de la cara de Ana, de que había cometido una torpeza,
pues ya no existía ninguna relación entre los dos: no podía, por tanto, suponer
que en el futuro íbamos a viajar juntos; me había traicionado quizá la emoción
que en aquellos instantes experimentaba, haciéndome creer que Ana y yo éramos
todavía novios. La madre de ella sonrió al percatarse de mi embarazo, aunque
prefirió no decir nada. Se había tratado de un error, del que no tardé en salir
con los recursos con los que ya contaba: a continuación les hablé de los amigos
que había tenido, sobre todo de Antoine, cuyas cosas les hicieron mucha gracia.
Tras mi relato, le tocó el turno a Ana, que se excusó de no disponer
de un repertorio tan amplio de anécdotas como el que yo manejaba. A tales
alturas, la confianza con la que ella se dirigía a mí volvía a ser ya muy
grande: lo noté en la manera que había tenido de mirarme, en su forma de
sonreír cuando yo había contado algo divertido. Aunque en sus rasgos se advertían
algunos cambios, en sus ojos y en sus labios se mantenían los mismos gestos, la
misma mezcla de pudor y de mansedumbre que en ellos solía vislumbrarse, el
mismo aire de recato y de complacencia con que a menudo se mostraba, siempre
pendiente de lo que hicieran los demás, de lo que en sus palabras tal vez ella
adivinase. Me contó en primer lugar cómo se había producido la muerte del
padre, como si hubiese sido un acontecimiento decisivo al que no quisiese dejar
de referirse. Me aseguró que había ocurrido en un tiempo en que ella se
encontraba un poco confusa: le sirvió para madurar, para comprender que en esta
vida lo más importante eran las buenas obras que se realizasen. Desde entonces
se había dedicado a servir con el máximo esmero al prójimo, en especial a su
madre, que era a quien tenía siempre más cerca. Casi había un rastro de
lágrimas en sus ojos cuando dijo aquello: parecía como si se hubiese vuelto más
sentimental, más sensible quizá a todo lo que tuviese que ver con su familia.
La conversación se desvió después hacia otros temas, la mayoría
relativos a los hechos más significativos que habían tenido lugar en el pueblo.
Al final, Ana me acompañó hasta la puerta para despedirme. Me dijo que le había
agradado mucho mi visita; yo le contesté que había sido para mí un placer el
modo en que me habían recibido, muy diferente del que yo hubiera esperado. Ana
me miraba con insistencia, casi con veneración. Antes de que me fuera, me rogó
que al día siguiente no dudara en ir a verla. Me estaría aguardando allí, en
aquel mismo sitio donde nos habíamos citado tantas veces.
Sería muy difícil expresar lo que sentí. Me vi de pronto trasladado a
otro momento, cuando yo era un muchacho que acudía con solicitud al encuentro
con una chica. Parecía un sueño, el mismo sueño que yo había tenido entonces,
el que posiblemente me ha acompañado siempre aunque yo no lo advirtiera, oculto
tal vez en mi conciencia, agazapado en ella hasta el instante en que volviera a
surgir de nuevo, impulsado por un repentino aliento. Comprendía que yo no había
dejado nunca de querer a Ana: la quería ahora quizá de una manera distinta,
pues no en vano habían pasado casi veinticinco años desde que decidí suspender
la relación; la juventud que entonces tenía me había hecho caer en múltiples engaños,
con los cuales pude falsear lo que me ocurría, en un intento acaso desesperado
por hallar un nuevo camino en mi vida.
Al día siguiente, también por la tarde, Ana me volvió a recibir en el
portal de su casa. Esta vez no pasamos al salón, donde probablemente dormitaría
la madre, con la cabeza recostada sobre el brazo del sillón. Permanecimos,
pues, allí todo el rato, igual que habíamos hecho en muchas ocasiones cuando
éramos jóvenes. Ella tenía un brillo pertinaz en la mirada, como un reflejo de
lo que estuviera sintiendo por dentro. Hablamos al principio de asuntos
triviales, posiblemente como un preámbulo necesario de lo que hubiéramos de
conversar después. Fueron tan solo unos minutos, durante los cuales nuestros
ojos se encontraron varias veces. Después ella me preguntó si había tenido
muchas novias durante aquel tiempo, pues apenas sabía nada de mí sobre aquel
aspecto. Alguien le había informado ya que yo no me había casado, pero aun así
ella estaba deseosa de conocer más detalles. Le dije que sí, que algunas había
llegado a tener pero que habían sido todos amores pasajeros, amores que no me
habían dejado en el fondo ninguna huella. Ana pareció alegrarse con aquello:
con una firmeza inusitada en la voz, me agradeció incluso que fuera tan
sincero. La felicidad que sin duda albergaba le confería un mayor atractivo:
había en su rostro algo juvenil que aún no se hubiese perdido. Tuve la
impresión de que era más guapa que el día anterior. Me miraba con dulzura, como
me había mirado cuando era un adolescente. Me dijo que ella no había podido
querer a ningún hombre porque se acordaba mucho de mí; había tenido varios
pretendientes, pero a todos los había rechazado por falta de amor. Yo había
desviado la vista por un instante hacia la calle, alertado por algún ruido, por
algún rumor inoportuno. Cuando la volví hacia ella, sus labios estaban ya muy
cerca de los míos. La besé con la misma intensidad de antaño. Fue un beso
largo, tierno, delicioso. «Te quiero como el primer día», musitó ella cuando ya
nos hubimos besado.
Tras aquel encuentro vinieron otros. Era la reanudación de un noviazgo
que quizá no había debido interrumpirse nunca. Nos casamos poco tiempo después.
Tras la boda yo le prometí a Ana que en el futuro pasaríamos largas temporadas
en París, el otro lugar de mi corazón, en el que también era maravilloso vivir.
Aunque había trasladado conmigo el manuscrito de mi segunda novela,
decidí cierto día no continuarla; ya no tenía tanto interés por ella, quizá
porque había otros asuntos más importantes que se lo disputaban. El
protagonista, además, se iba pareciendo cada vez más a mí, al contrario de lo
que había pasado con el de la primera historia. Había llegado un momento en que
ya no sabía qué tratamiento había de darle: era, sencillamente, otro yo,
revestido de cierto carácter novelesco. Pensé que si continuaba escribiendo acabaría
usurpando mi identidad, como un personaje de fábula que se hubiese encarnado en
alguien verdadero, en un proceso inverso al que normalmente se da en el acto de
la creación. Consideré, finalmente, que la realidad muchas veces estaba por
encima de la ficción, en especial cuando se vivía de una forma tan intensa como
lo había hecho yo hasta entonces. Me hallaba, por lo demás, en un período en
que no necesitaba nada para ser feliz: el amor que experimentaba por Ana era
suficiente para que no deseara ninguna otra cosa; la felicidad de esta vida, y
quizá también la de la otra, consiste en entregarse por entero a la persona a
la que se ama, a la persona que estaba destinada para cada uno de nosotros
desde siempre; si nos damos a ella, le damos todo lo que somos, por lo que ya
no nos veremos como individuos aislados, sino como seres que se encuentran con
otros y que se entienden con ellos en virtud de los afectos que se crean. Es el
Cielo que nos aguarda, un Cielo próximo que es como un estado final en el que
nada resulta disonante, en el que todo está integrado en un conjunto
indisoluble, en una unidad que ya nunca se quebranta. Es el amor que nos salva,
la fuerza primera que mueve al mundo, el impulso último que nos ennoblece y que
nos acerca cada vez más a Dios, a un Dios que siempre nos perdona. A un Dios
que nos quiere.