martes, 23 de agosto de 2011

Impresiones de un viaje (Madrid, JMJ)



IMPRESIONES DE UN VIAJE


Día 17 de agosto, calle Atocha. Mezcla de culturas y de razas en torno a un mismo eje, en torno a una fe inquebrantable sobre la cual giran, sobre la cual se mueven para confluir en un mismo punto. La vida, así entendida, es un cruce de caminos, un lugar de tránsito en el que las gentes se encuentran y se reconocen y se confunden para ser un mismo corazón que palpita.
El amor es la fuerza que anima a esa multitud: un sentimiento muy fuerte de fraternidad se despierta en ella, un sentimiento humano que había estado quizá dormido y que ahora resurge y la impulsa a unirse y a integrarse a pesar de las diferencias que la distinguen. O quizá sea en virtud de esas mismas diferencias como ese sentimiento se despabila, porque resulta hermoso buscar en los otros lo que nos falta, buscar en ellos lo que nos une y nos conforma como seres humanos, como hijos de un mismo Dios, al cual ahora invocamos. Es Cristo vivo el que se hace presente, el que late en cada una de esas personas que afluye, en cada uno de esos rostros que configuran la gran masa humana que se mueve por las calles de esta ciudad de Madrid.

Día 18, llegada de Benedicto XVI, Cibeles. Madrid es una fiesta, Madrid es una marea humana de más de un millón de jóvenes: es una marea de confluye, que se agita, que se desplaza en una única dirección. Son aguas vivas que se unen y forman una marea, una marea que crece y que cada vez es más poderosa y más recia. Son aguas vivas, gentes de todos los países, con sus banderas y sus gargantas encendidas, gentes que se integran, unánimes, vociferantes, dispuestas a entenderse, a hablar una misma lengua a pesar de cada uno es diferente, a pesar de que cada uno se expresa y se comunica en un idioma distinto. Una lengua que no está hecha de palabras sino de sentimientos y de pálpitos comunes, de gestos y ademanes que de pronto concuerdan. Aquí no hay nadie ajeno, nadie que se sienta excluido, porque es la misma marea la que arrastra a una multitud enardecida. Todo el mundo camina en la misma dirección, sigue la misma ruta. Gentes venidas de todos los países que cantan y se mueven hacia un mismo punto, gentes que se quieren y que se sienten hermanadas por un estrecho vínculo, por un estrecho vínculo que es la fe, la fe en el Dios vivo, en el agua que sacia la sed para siempre, en el maná que alimenta a todos los que creen en la vida eterna.

Todos unidos por una misma fe, aquí nadie es diferente, nadie se siente desigual a pesar de la diversidad de lenguas y de culturas, a pesar de la diversidad de banderas que las representan. Aquí ondea una sola bandera, una bandera multicolor que las abarca a todas, que las hace iguales y maravillosas. Es la bandera de la fraternidad, la bandera del amor, la bandera de la paz. Es la bandera que se iza, la bandera que empuñan todas las manos que aquí se elevan. Es una sola bandera, un solo himno el que se oye, configurado por miles de voces diferentes, por miles de gargantas que se desgañitan y que se unen para expresar al mundo lo que dentro de los corazones se siente. Es la paz, es el amor, es la fraternidad la que se canta, la que aquí se celebra. Buscad la verdad, la Verdad sin adjetivos, el Papa ha dicho. La Verdad que solo el amor ilumina, la Verdad que no es de nadie, que no es patrimonio de ningún grupo. La Verdad que solo es de Dios, un Dios que se hace humano para salvarnos, un Dios que ama y que salva mediante la inmolación de su Hijo, mediante el sacrificio del Cordero. Nada hay más bello que el Amor: de Él mana la Verdad, la fuerza que nos redime y que nos convierte en hermanos de Cristo, en herederos de la gracia santificante. Es el Amor la fuerza que mueve a esta multitud, es la Verdad la fuerza que la exalta y que le señala el camino por el que ha de llegar al Padre. Somos hijos del mismo Padre, incluidos los que en Él no creen, los que reniegan de Él, los que de Él intentan apartarse, los que no han entendido su mensaje de luz, los que no ven más allá de lo que pueden alcanzar sus ojos, de lo que pueden conquistar sus actos. Dios es nuestro Padre, como decía Juan Pablo II: “Es tu Padre, es mi Padre…” Su amor es santo, su Amor es la Verdad que debe iluminar al mundo.

Viernes, Vía Crucis, Cibeles. Hay un intercambio constante de banderas, de sombreros, de insignias: todo el mundo acaba identificándose con el otro. Se han borrado las fronteras, las demarcaciones que nos distinguen y que nos alejan: hay una comunidad de intereses y de sentimientos, de notas y de canciones. La gente va y viene, habla, ríe, se confunde en una misma voz, en un lenguaje único.
La Cruz es el símbolo por excelencia que une a toda esta gente, la Cruz de Cristo, el signo de la Redención, el Amor que culmina su gran obra, que se derrama en cada gota de sangre vertida por el cuerpo de Cristo. Es la Cruz la que borra las fronteras, la Cruz la que une a todos estos jóvenes llegados de los más variados rincones. Es el pueblo congregado, el pueblo de Dios que se siente redimido y que camina ahora hacia la Gloria conquistada por esa inmensa obra.
Vía Crucis, vía del Calvario, vía de la crucifixión jalonada de estaciones, de momentos cruciales en el proceso de la Salvación. En la Cruz están representados todos los dolores, todas las angustias que padece el ser humano. Cristo carga con la Cruz, muere en la Cruz. La Cruz es el camino que lleva a la Gloria, afirma el Papa. La Cruz es la respuesta al misterio que se cierne sobre la vida, es la respuesta al dolor y a la angustia que afligen a los hombres. La Cruz es el símbolo de la fe de los cristianos, es el símbolo que congrega a toda esta gente, a todos estos pueblos que en torno a ella se unen. Pueblos y razas que conviven, atraídos por la fuerza que en ellos ejerce la Cruz. Es el Amor el que culminó en la Cruz, el que llevó a plenitud su entrega total. Porque el Amor no se cumple si no se inmola, si no se completa su gran sacrificio. La semilla ha de morir para poder germinar en la tierra, para poder dar los frutos que de ella se aguardan: el Amor también ha de darse por entero para que su acción continúe, para que sus frutos sean abundantes e imperecederos en toda la Tierra. El Amor es el camino, el Amor es el bien supremo al que todos hemos sido convocados.

Sábado, Cuatro Vientos. La ciudad de Madrid parece que se fuera a quedar desierta. Tanto era el bullicio que en ella había; tanta, la alegría que en sus calles y plazas reinaba, que ahora se diría que se fuese a abatir sobre ella la tristeza, que ya no pudiera recubrirse nunca más de vida. Lo mismo ocurre en el alma cuando el amor la abandona, cuando la paz la rehúye, cuando solo el hastío y la zozobra la habitan. La alegría se ha trasladado de sitio porque los portadores de ella ya no están. Los portadores de ella acampan en Cuatro Vientos, acampan firmes en la fe a pesar del cansancio y de las molestias del traslado, a pesar de las inclemencias atmosféricas que tienen que afrontar. “No tengáis miedo”, les había dicho en repetidas ocasiones Juan Pablo II. “Que nada ni nadie os quite la paz”, les ha encomendado ahora Benedicto XVI en una de sus alocuciones. “Nada te turbe,/ nada te espante,/ todo se pasa,/ Dios no se muda,/ la paciencia/ todo lo alcanza; /quien a Dios tiene/ nada le falta:/ solo Dios basta”, había escrito Santa Teresa de Jesús. “No temáis. Soy yo”, les dijo Jesús a sus discípulos cuando se les apareció andando sobre las aguas. “Soy yo”, “Yo soy el que soy”, todo está entrelazado para recordarnos que Jesús era Dios encarnado como Hombre. Quien en eso cree nada teme, nada le turba, nada le falta. Quien en eso cree es fuerte, está firme en la fe; porque ni las inclemencias del tiempo, ni las penalidades que sobre la vida pesan, ni las injurias o afrentas a las que es sometido, ni las dudas que a veces sobre él gravitan, nada le hará tambalear, nada le hará desistir de sus creencias.

Domingo, Misa de Cuatro Vientos. La fe es una aventura, es la mayor aventura. Para acometerla, solo se requiere valentía, solo hace falta un poco de empuje, un poco de decisión para unirse a todos los que se declaran seguidores de Cristo, a todos los que se atreven a embarcarse en la misma empresa. La fe hay que vivirla en grupo, hay que vivirla en comunidad, es la esencia de la misma Iglesia, la esencia de los que creen en las palabras del Redentor.
El mundo está falto de héroes, de hombres y mujeres que se decidan a aventurarse por los caminos de la Tierra, a llevar la palabra de Cristo a los que no lo conocen, a los que viven a espaldas de Él. Esa es la Buena Nueva, la Buena Nueva que hay que trasladar a los rincones más apartados del planeta, a todos aquellos que son víctimas del hambre y de la desolación. Porque la Buena Nueva es de los pobres, el Evangelio es de los humildes, es de los que en esta vida son más desgraciados.
Queda todavía mucho por hacer. La difusión del Evangelio aún no ha terminado. Es necesario impregnarnos de Él, imbuirnos de su alentador mensaje. Estas jornadas han servido sin duda para ello, para que todos estos jóvenes que en ellas han participado se vean impulsados a completar la obra de la Redención.