viernes, 2 de diciembre de 2011

Microcuentos

Aunque se había dado cuenta de que no lo querían, siempre buscó un gesto de comprensión o de piedad en la única persona que podía entenderlo.


Sus piernas temblaban, su corazón palpitaba con una fuerza inaudita cuando se apercibió de que unos ojos, verde esmeralda, se demoraban con meliflua determinación en los suyos.


Siempre estuve convencido de que en aquel retrato se escondía algún secreto, quizá la mirada pudibunda de mi padre, tal vez el gesto con que mi madre contraía los labios, puede que el modo con que mi abuela apretaba el puño, la tensión que a todos parecía atenazar en aquel momento…

El pasaje, festoneado de macizos de arrayán, conducía a una glorieta; de la glorieta partía un sendero de grava, flanqueado de olmos; el sendero llevaba a una fuente; a su lado se abría otro sendero, esta vez más estrecho, que desembocaba en un tosco tapial de adobes. En él había una puerta que daba acceso a una especie de huerto abandonado, en el que crecía la maleza. En el huerto todo era silencio, presagio de una huida…


Llegué tarde a la cita. Con premura, me acerqué al banco donde debía haberme esperado ella. En él hallé una carta; las letras habían sido borradas por la lluvia, quizá por las lágrimas que de sus ojos hubiesen brotado cuando las escribía.


De mis amigos, el único que me entiende es Mateo, quizá porque los dos siempre nos hemos equivocado en lo mismo.


Me levanté con la sensación de que todo lo que había soñado era algo muy próximo. En el sueño yo había comenzado a ser otro.





El amor no cambia: lo que cambia es el rostro que idolatramos.

El otoño deja en los campos un hondo latido de tristeza. El pueblo, al pie de una colina, parece desde lejos una granada seca.

Estaba seguro de que volvería: cuando uno no sabe muy bien lo que quiere, siempre acaba por regresar al lugar del que hubiese partido.

En la vida hay muchos caminos que se bifurcan: escoger el que más nos convenga solo es obra del destino.

Miré por la ventana: el día era azul, radiante; su belleza era solo un reflejo de la que debió de lucir en otra época.

Nada en él presagiaba lo que había de ser en el futuro, quizá porque todos llevamos dentro una determinación que no somos capaces de revelar a nadie.

Era un pasillo oscuro, lleno de secretos. Al fondo había un cuarto misterioso, cerrado con llave. Siempre nos atrajo lo que pudiera ocultarse en él, las cosas que en él quizá había arrumbadas de otro tiempo, de un tiempo seguramente anterior al nuestro. El mundo del pasado siempre interesa vivamente a los niños, tal vez porque es algo que no dominan. Nunca supimos lo que se escondía en aquella habitación; era acaso un misterio que para nosotros había de estar vedado. Un misterio muy parecido a otros que en el transcurso de la vida nos fuimos encontrando.

Era incapaz de mentir: mentir era un acto de traición consigo mismo.

Aguardé su paso a la vera del camino. Estaba seguro de que ella, montada en su carruaje, había de pasar por allí de un momento a otro. Vivía obsesionado con esto: desde que me despedí de ella, casi no pensaba en otra cosa. Quería abordarla, decirle todo lo que no me había atrevido a confesarle en aquella ocasión. Al cabo de una hora, divisé una lejana polvareda, quizá la que levantaba el carruaje en su camino. Esperé en vano: la polvareda se dispersó como un insustancial espejismo. En su lugar, surcó el cielo un pájaro de extraño aspecto, portador tal vez de un mal augurio.